Ramón Gaya
(Murcia, 10 de octubre de 1910 - Valencia, 15 de octubre de 2005)
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(...) Quien quiera entender el fenómeno del
exilio español como tal, aunque no debería excluir a Ramón Gaya de su
reflexión, haría mal en atenerse a ese ejemplo o partir de él. Ramón Gaya fue
un exiliado, pero no es un exiliado, e incluso cuando lo fue no hay que pensar
en él como un exiliado que era Ramón Gaya, sino como Ramón Gaya en el exilio.
(...) Una de las facetas (por supuesto no la única) de
la personalidad de Ramón Gaya es su aspecto de figura ejemplar, y en esos años
el ejemplo que podía representar para un joven exiliado como yo era justamente
el de trascender la condición de exiliado sin dejar de asumirla, mirar el mundo
y la vida desde una altura que tenía en su base un suelo de español y de
exiliado, pero se elevaba decididamente sobre él para llegar con la mirada
mucho más allá de sus limites. Casi podríamos decir que el exilio fue para él
un lugar desde donde mirar hacia otra parte. Es claro que no se ocupó mucho del
país donde transcurría ese exilio, tal vez no tanto por falta de interés sino
porque ese interés no era prioritario, y sobre todo no tomaba la forma
reconocible y reconocida con que hubiera constado inmediatamente ante los ojos
menos atentos. En todo caso ese despego no le valió sólo reproches, sino un
verdadero y despiadado castigo, orquestado, como dicen, por Diego Rivera, pero
coreado, como también dicen, por un nebuloso y huidizo consenso.
(...) En el mundo del exilio español Ramón Gaya
tenía muy pocas de las actitudes que compartían en general sus compañeros de
fortuna, y aunque esa distancia no suscitó en ese medio las mismas iras
vengativas que en el nacionalismo mexicano, no deja de ser visible que nunca
fue especialmente predilecto en ese mundo, muchas de cuyas reivindicaciones y
autoreivindicaciones lo han dejado y siguen dejándolo de lado, lo cual es
simplemente natural. (...)
En México Ramón Gaya se movía principalmente entre un
grupo claramente anómalo en los medios del destierro español, que eran ya por
sí mismos claramente anómalos en los medios mexicanos; un grupo que compartía
muy pocas de las ideas comunes y valores establecidos del mundo español desterrado,
aunque esas pocas cosas en común bastaban para hacer de ellos inexorablemente
esa clase de personas que entonces llamábamos refugiados. Eran gentes como Luis
Cernuda (un Luis Cernuda entonces muy marginal, inimaginable para quienes sólo
lo han descubierto en su sorprendente gloria), María Zambrano (menos marginal,
pero tan independiente y suelta como fue siempre), Juan Gil-Albert, Concha
Albornoz, Soledad Martínez, Esteban Marco, y otras que, como éstas, en su mayor
parte no aparecen en la memoria oficial del exilio, y que no se rozaban mucho
con los León Felipe, los Max Aub y otras figuras conspicuas del destierro
español (...) este grupo constituía un exilio dentro del exilio, pero es
tentadora la idea de que el temprano retorno de Ramón Gaya a Europa era en
parte una huida de ese mundo y sus límites. Y no es lo mismo una huida que un
exilio, ni desde luego, para un refugiado español, una vuelta a Europa que una
vuelta a España; pero ese regreso (...) es a todas luces, la búsqueda o la
aceptación de un destino incapaz de identificarse con un destino de exiliado
español.
Ha sido el propio Gaya quien lo ha dicho: el exilio
fue para él ante todo exilio de Pintura, y para él la Pintura estaba en Europa.
Pero maticemos. La Pintura para él está también en Japón y en China, y sin
embargo nunca se le pasó por la cabeza trasladarse al Extremo Oriente para
vivir cerca de ella. Sí se le pasó un poco más la idea de visitarla en los
museos, aunque en realidad, aparte de México, nunca pisó más que museos europeos.
Se ve que no era sólo por las visitas a los museos por lo que añoraba Europa,
sino por la posibilidad de estar rodeado de museos en un lugar donde a la vez
podría vivir con una naturalidad que necesitaba para beber en esos museos, no
el arte, sino la naturalidad del arte.
Esa “naturalidad del arte” (...) es la que le apartó
decididamente de lo que un francés llamaría las “ideas recibidas” de nuestra
época, y tengo para mí que esa toma de posición tiene algo que ver con el
exilio. Es claro que Ramón Gaya empezó a desconfiar de las consignas y normas
del llamado “arte moderno” mucho antes de la guerra civil española, pero tengo
la impresión de que durante los años que van de las primeras decepciones
parisinas a la tremenda experiencia de la guerra, el joven Gaya sabe ya
bastante bien lo que no quiere, pero no tan claramente lo que quiere. (...)
Ramón Gaya ha dicho de mil maneras que el arte (o “la creación”, en su
vocabulario) no es una cosa que se hace, sino una cosa que se es. Un joven
artista que se ha asomado prematuramente a su destino tiene que ver mucho más
nítidamente lo que quiere y lo que no quiere que lo que es. (...)
(...) Yo veía en México a un Ramón Gaya que había
apurado el cáliz de la guerra y el exilio (hay que decirlo así, con la debida solemnidad),
pero que efectivamente lo había apurado. Aquel horror ni había corrompido para
siempre la naturalidad del arte, puesto que no había corrompido para siempre la
naturalidad del hombre, ni lo había arrancado personalmente de esa naturalidad
para ponerlo a salvo. Ese cáliz apurado lo dejaba convertido en lo que era:
naturalidad. No sé si habrá que aclarar lo que esa palabra puede significar
aplicada a él. La naturalidad no es, por supuesto, la Naturaleza, ni en el
sentido de los biólogos ni en el de los viejos filósofos de la “Madre
Naturaleza”, mucho menos en el de los naturistas de este fin de siglo; pero
tampoco es lo que se opone a lo histórico, o a lo humano, ni siquiera (aunque
Ramón Gaya lo haya dicho a veces) a lo social. La naturalidad del hombre no es
la bestialidad del hombre, ni siquiera bajo esa sutil metáfora estilizada en la
que el cinismo coquetea con una retorcida superioridad de esa bestialidad. Es
más bien el lado humano de la naturaleza, del cruel tirano Naturaleza, que
tiene su “lado humano”, como tantos tiranos y otros seres crueles. Nuestra
naturalidad es claramente otro lado de lo natural, ese otro lado que en el
tirano de nuestro ejemplo resulta más escandaloso aún que una maldad sin falla,
sin flaqueza, sin otro lado. (...)
Yo veía pues en México a un pintor exiliado que me
enseñaba a buscar en la pintura una naturalidad que, en mi impericia, yo
saboreaba quizá ante todo como desobediencia a esas recetas y consignas de la
época que veía acatar sumisamente a todos mientras se convencían de ser así
libres y originales, y que era efectivamente desobediencia, pues equivalía a no
fundar la pintura en una estética, sino en la raíz mucho más profunda de la
naturalidad del hombre y de su vida. Y esa misma persona me enseñaba también a
ver en el exilio español una naturalidad humana que en mi impericia tenía que
hacerme sentir inconforme y hasta disidente. (...) yo siempre he vivido la
pintura y el pensamiento del Ramón de esa época como un Renacimiento, o más
bien como un renacer. Yo sabía que me abría unas evidencias que él había estado
mirando casi desde siempre, y que el pintor que era lo había sido también desde
siempre… Después del gran cataclismo general, y de su negra noche personal en
la que yo era demasiado niño para participar, todo volvía a empezar, y eso, que
todo vuelva a empezar, es lo menos parecido que hay a una repetición. (...) La
Pintura seguía estando viva, tan viva como siempre y en cierto sentido más que
nunca puesto que estaba viva de una vida salvada. La Pintura, y con ella, por
supuesto, la poesía, las artes, el pensamiento. No pensábamos en otra cosa, eso
era lo que yo aprendía de Ramón Gaya, y nada en cambio de pérdidas añoradas o
de heridas reclamadas. Ramón estaba impaciente de dar el salto a Francia, a Italia,
a Holanda. Era el salto alborozado del animal que huele a su amo redivivo al
otro lado del muro, desde donde le llama la más viva cacería. Eso no tenía nada
de vuelta atrás, ni siquiera era un verdadero retorno, mucho menos un refugio
nostálgico: a nosotros nos parecían mezquinos coleccionistas de lánguidas
reliquias los que seguían atesorando y cubriendo de oropeles los sobados y
deslavados andrajos de unas vanguardias que obviamente no habían vivido la gran
catástrofe como un bautismo, puesto que no renacían sino que se repetían de
manera cada vez más compulsiva, académica y fatua. (...) Ramón Gaya no ha
vuelto nunca: se nos fue, se nos fue del exilio por los montes y ríos de una
naturalidad del arte que corre por Italia, por Francia, por Holanda, pero
también por China y Japón, y por supuesto por España, pero que lo saca de todas
las posibles listas donde se hace figurar a un artista, las del exilio como las
de las “escuelas” o los “ismos” o esos “grupos” relativamente nuevos y mucho
más temibles, que son un poco en el arte lo que las mafias en la sociedad.
(...) sería absurdo reivindicar como pintor exiliado a alguien para quien el
exilio fue casi en seguida un lugar de donde partir, que nunca se demoró en su
suelo y saltó de él no a un retorno o una recuperación, sino a una vasta
aventura con la pintura (y la vida) que no miraba mucho atrás; alguien para
quien la experiencia conjunta de la guerra y el exilio constituyó un verdadero
bautismo, claramente un “bautismo de fuego”, como suele decirse, pero en un
sentido muy diferente del que suele darse a esta expresión, porque ese fuego,
ese horror, trajo el bautismo, pero el bautismo era de luz, era, como todo
bautismo, una confirmación, la confirmación de lo que Ramón Gaya había sido
siempre, y a la vez un verdadero nuevo nacimiento, porque sólo después del
exilio, o eso me parece a mí con evidencia, Ramón Gaya podía asumir lo que era
y sólo aceptar de lo que quería la parte que coincidiera con eso.
Tomás Segovia
Fragmentos extraídos de "La
Obra Pictórica de Ramón Gaya en Murcia"
Publicado en febrero de 2000
Publicado en febrero de 2000
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