Arthur Asher Miller (Nueva York, 17 de octubre de 1915 - Conectitud, 10 de febrero de 2005) |
El pasado 17 de octubre se cumplió el centenario del
nacimiento de Arthur Miller, uno de los principales autores teatrales del siglo
XX. Hijo de una familia de inmigrantes judíos que se arruinó durante la
Grab Depresión, desde sus primeros textos denunció la falsedad del sueño
americano y los valores conservadores de una sociedad con la que no se sentía
identificado. Víctima de la caza de brujas de
McCarthy, y a pesar de las presiones, se negó a revelar nombre alguno
vinculado con el Partido Comunista, siendo declarado culpable de desacato al
Congreso. Pasó a engrosar la lista
negra, aunque su causa resultó sobreseída un año después. Más tarde
denunciaría la intervención de los Estados Unidos en Vietnam.
En el año 2002 Arthur Miller fue galardonado con el Premio Príncipe de
Asturias de las Letras. Hoy queremos recordar el emocionado discurso en
castellano que se escuchó en el Teatro Campoamor de Oviedo, en el que hizo
mención a la Guerra española: «Mi generación tomó conciencia del siglo XX, el peor
de la historia, a través de este conflicto», dijo. «Durante
casi cuatro años lo primero que buscábamos en los periódicos de la mañana era
las noticias procedentes del frente español».
*
«La concesión de este gran premio a mi obra, me trae a la memoria mis lazos con España y su cultura. Nunca he vivido aquí, ni he pasado, a lo largo de los años, más que unas pocas semanas en mis diversas visitas con mi mujer, Inge Morath, ya fallecida. Sin embargo, desde mi juventud, España ha ejercido sobre mi conciencia efectos especialmente importantes e incluso dramáticos.
Acababa de
cumplir veinte años cuando estalló la Guerra Civil, con el alzamiento
encabezado por Franco contra la República. No hubo ningún otro acontecimiento
tan trascendental para mi generación en nuestra formación de la conciencia del
mundo. Para muchos fue nuestro rito de iniciación al siglo veinte,
probablemente el peor siglo de la historia. La agonía española se convirtió en
clásica, en modelo de otros muchos gobiernos democráticos derrocados por
fuerzas militares que predicaban la vuelta a los valores cristianos. Dos de mis
compañeros universitarios marcharon para luchar con la Brigada Abraham Lincoln;
uno, Ralph Neaphus, nunca volvió. Durante casi cuatro años lo primero que
buscábamos en los periódicos de la mañana era las noticias procedentes del frente
español.
La palabra
España en los años treinta era explosiva, el emblema esencial no sólo era de la
resistencia contra un retroceso obligado a un feudalismo eclesiástico mundial,
sino también contra el dominio de la sinrazón y la muerte de la mente. Para
muchos, incluso aquel entonces, la Guerra Civil, con los Nazis y las tropas de
Mussolini apoyando abiertamente a Franco, fue la primera batalla de la Segunda
Guerra Mundial.
A la vez, se
asociaba España con Picasso y su Gernica. Sí, resultaba difícil creer que un
piloto militar, aunque fuera de las fuerzas aéreas nazis, pudiese haber vuelo
rasante por encima de una plaza abierta y soleada y bombardear a civiles. Con
el paso del tiempo, España pasaría a ser ejemplo de las luchas de muchos otros
pueblos por alcanzar la modernidad, dejando atrás el oscurantismo y la
inutilidad de contumances instituciones feudales. A menudo se recordaba a
España en China mediante su lucha por librarse de hábitos y maneras de pensar
feudales. España venía trágicamente a la mente en Chile, donde Pinochet había
derrocado a otro gobierno surgido de las urnas más.
Más
reciente, Inge Morath me relevó otra faceta muy diferente de España, la España
que ella había llegado a querer, el país donde creo que más a gusto se encontraba.
Era el país de grandes pintores y de su amigo Balenciaga, pero también de
campesinos y de gente del pueblo y toreros, a quienes le encantaba fotografiar.
Veía el carácter español cierta aspiración a la nobleza que yo creo que
reflejaba la que ella misma tenía. A comienzo de los años cincuenta, cuando
España despertaba poco interés en el mundo de la cultura, hacía fotografías del
medio siglo con un amor y un respeto manifiestos por el alma de la gente, el
verdadero tema de su obra ante su dominio absoluto del idioma, de las
costumbres y de la historia de España, yo no podía más que observarla
maravillado.
Nuestra
vivencia española llegó a su punto culminante hace aproximadamente año y medio
cuando la acompañé en una visita al pueblo de Navalcán. Había en aquel momento
una exposición de sus fotografías en Madrid, entre ellas, una serie que había
sacado en los años cincuenta, en un pueblo entonces remoto y apenas visitado.
Ahora cincuenta años más tarde, había llegado a Navalcán la noticia de que el
pueblo había adquirido cierta fama. Un autocar lleno de gente fue a Madrid para
ver por sí misma el aspecto que tenían hace tanto tiempo. Estaba en la galería,
gente ya de mediana edad, supervivientes observándose, jóvenes y lozanos en sus
cumpleaños, bodas, sus campos y sus casas, rodeados de amigos, ya ancianos o
fallecidos. Volvieron a Navalcán e hicieron llegar a Inge una invitación,
insistiéndose para que volviera a visitarlo, viajamos con nuestro amigo Derek
Walcott, poeta laureado con el Nobel y un hombre de mundo con experiencia.
Seguramente había salido a la calle más de un millar de personas para saludar a
Inge y celebrar su vuelta. La policía y los bomberos enviaron a sus
representantes y se sirvió una comida en el ayuntamiento para sesenta personas.
Walcott nos acompañaba en medio de la muchedumbre, que no cesaba de regalar a
Inge ramilletes de flores, de ofrecerle con insistencia vasos de vino y bebés
para besar, a la vez que recordaban a veces su visita de hace medio siglo. Ella
no había hecho más que apreciarlos en un momento dado, y había otorgado un
reconocimiento y un recuerdo público a sus vidas sencillas. El cariño de sus
caras era palpable. Por casualidad miré hacia Walcott y vi lagrimas en sus
ojos. "En mi vida he visto algo tan bonito", dijo. El momento
culminante de la visita fue la presentación a Inge por parte del alcalde de una
nueva placa que decía "Calle Inge Morath". Iban a cambiar el nombre
de una calle en su honor.
Por lo
tanto, no vengo a ustedes y a la España moderna y democrática con las manos
vacías, sino con mis recuerdos personales, unos trágicos, otros felices. En
este el mismo espíritu con el cual quiero darles las gracias por su
reconocimiento y este gran premio.»
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