En el primer tercio del presente siglo, el exclusivismo español de las izquierdas y de las derechas encontraba formidable apoyo en la compleja reacción iniciada en Europa frente a la crisis que atravesaba el liberalismo. La reacción traía el dominio de “la colectividad”, la prepotencia del Estado, sea comunista, sea nacionalista, y el nuevo estado dictatorial europeo no admite disidentes, consintiendo sólo el llamado “partido único”, expresiva contradicción verbal: una parte que quiere ser el todo, prescindiendo de las otras partes. Tal exclusivismo engranaba perfectamente bien con la habitual intransigencia española, robusteciéndola; era insuficiente el no transigir con la media España adversaria, había que suprimirla totalmente para ser todo sin ella.
La monarquía, en su
última fase, formuló con la mayor solemnidad la negación de la otra España. Fue
con ocasión de la visita de Alfonso XIII a Roma en noviembre de 1923. El rey,
en su discurso en el Vaticano, anuncia al papa que la España de hoy continúa la
España de Felipe II, guerrera a nombre de la Iglesia: “Si en defensa de la fe
perseguida, nuevo Urbano II, levantarais una nueva cruzada contra los enemigos
de nuestra sacrosanta religión, España y su rey jamás desertarían del puesto de
honor”; sobre lo cual afirma el rey la unanimidad del país, “los anhelos de mi
pueblo todo”, recordando en especial “la consagración que en el Cerro de los
Ángeles, con aplauso de todos mis súbditos y la presencia de mi Gobierno, hice
de España al Corazón Sacratísimo de Jesús”. Pero en su respuesta Pío XI,
precisamente el papa que consagrara el mundo al Sagrado Corazón, no cree
oportuno ni leal negar así el problema de las dos Españas, y hace al rey una
paternal amonestación, recordando que en el grande y nobilísimo pueblo español
“hay también hijos nuestros infelices, aun cuando siempre amadísimos, que se
niegan a acercarse al Corazón Divino; decidles que no les excluimos por eso de
nuestras oraciones ni bendiciones, sino que, por el contrario, van hacia ellos
nuestros pensamientos y nuestro amor”. Así el papa, aun en esta ocasión de
protocolaria cortesía, no puede menos de denunciar y corregir como un error
político la afirmación de una España única, dispuesta a montar a caballo como
“pueblo predilecto de la Providencia” según decía el discurso regio; no
contesta palabra ninguna de agradecimiento por aquella oferta de cruzada, y en
cambio encarga que se tenga presente a la España disconforme. ¡Cuánto trastorno
catastrófico, y qué inundación de sangre se hubiera evitado si los unos y los
otros, en vez de negar existencia a la España contraria, la hubiesen reconocido
mutuamente con amoroso deseo de atracción, según la reconoce conmovido Pío XI,
cual un hecho inevitable que exige una comprensiva y benévola convivencia
ciudadana!
Los derechistas
continuaron mirando a los disidentes no como un sector integrante de la nación,
sino como enemigos de ella. Los denominaron la “anti-España”, la “anti-patria”,
imitando la “anti-France”, que dijo la Action française con Charles Maurras, la
“anti-Italia”, la “antinazione”, que dijo el fascismo con Marinetti; pero en
España se aplicaba ese “anti” con máxima extensión a toda persona, por mucho
sentido nacional que tuviese, si no era incondicional de esas
ultraderechas. El mismo intento de suprimir el adversario dominó naturalmente
entre los izquierdistas. Ellos, por boca de Azaña, anunciaron que la España
católica había dejado de existir el preciso día 12 de abril de 1931, en que
triunfaron en las elecciones los republicanos. Ellos solos eran la patria
única; los contrarios eran unos “cavernícolas” despreciables, y si éstos
pensaban que era preciso suprimir los siglos XVIII y XIX, los triunfantes
republicanos declararon que la historia de España venía errada desde la
conversión de Recaredo.
La España única
Larra lamentó por
muerta media España, y sin embargo el difunto se puso en pie para continuar el
combate mortal; un siglo después, anunciada por Azaña la muerte de la España
católica, ésta se yergue y la que fenece es la España republicana... Fatal sino
de los dos hijos de Edipo, que no consintiendo reinar juntos, se hieren de
muerte a la vez. ¿Cesará este siniestro empeño de suprimir al adversario?
Malos tiempos corren cuando un extremismo que deja muy atrás al de España,
aparece por todas partes, cuando una feroz división, como antes no existía, hace
imposible la convivencia nacional en muchos pueblos, imbuyendo un furibundo
exclusivismo en la colectividad prepotente. Mussolini llamaba al siglo XX el
siglo colectivo, el siglo del Estado; mas para Italia y Alemania ese siglo duró
sólo un par de decenios. No sabemos aún, verdad es, cómo las democracias
saldrán de su victoria, compartida ésta con el comunismo, pero sin duda frente
a la colectividad, todopoderosa en su unanimidad lograda mediante cruel
exclusivismo, la individualidad volverá a recobrar todos sus derechos que le
permitan franco paso a la acción discrepante, rectificadora e inventiva, la
individualidad a quien se deben siempre los grandes hechos de la Historia.
Suprimir al
disidente, sofocar propósitos de vida creída mejor por otros hermanos, es un
atentado contra el acierto. Y aún en aquellas cuestiones en que una de las
partes se vea en posesión de la verdad absoluta, frente al error de la otra
parte, no es un bien el sofocar toda manifestación de la parte errada (que
suprimir la parte misma es imposible) para llegar a la enervante y
desmoralizadora situación de vivir sin un contrario, pues no hay peor enemigo
que el no tenerlos. Un gran fondo de prudencia encierra el humorístico deseo de
Ganivet, que los católicos españoles renunciasen a su falta de
contradictores, trayendo acá algunos protestantes o herejes de alquiler para
que tonificasen el catolicismo peninsular.
La dura realidad de
los hechos afianzará la tolerancia, valioso don histórico que la experiencia de
los más nobles pueblos ha obtenido y que no puede ser cancelado por el
extremismo colectivista tan extendido hoy por el mundo. No es una de las
semiespañas enfrentadas las que habrá de prevalecer en partido único poniendo
epitafio a la otra. No será una España de la derecha o de la izquierda; será la
España total, anhelada por tantos, la que no amputa atrozmente uno de sus
brazos, la que aprovecha íntegramente todas sus capacidades para afanarse
laboriosa por ocupar un puesto entre los pueblos impulsores de la vida moderna.
Se trata de dos órganos funcionales necesarios para la vida: Una España
tradicional inquebrantable en su catolicismo, pero que por evitar el mayor mal
de las reacciones convulsas y abominando la violencia, no solo se abstendrá, en
el ejercicio del poder, de toda presión exclusivista contra los disidentes,
sino que compartirá con ellos en convivencia fraterna y leal todo el cuidado de
los intereses terrenos, tanto ideales como materiales, que el Estado tiene como
fin propio para el bien común, ofreciendo comprensivamente a los innovadores,
como dijo Balmes, cauces de evolución y de reformas. A la vez, una España
nueva, llena de espíritu de modernidad, muy antiaislacionista, muy atenta a los
patrones del extranjero, pero no con indolente sumisión a ellos, sino con originalidad
arraigada en lo “castizo eterno”, como Unamuno decía, ni en lo “castizo
histórico”, mirando sin embargo la obra pretérita hispana no bajo el símil del
fúnebre sudario castelarino, ni tan solo con un frío respeto hacia el pasado,
sino con afectuoso interés hacia la vieja España, cuyo brillo ilustra
importantes períodos de la historia universal.
El dolor de la
España única y eterna, entrañado en todos los espíritus que se elevan a una
consideración histórica por cima de tantas convulsiones pasadas, traerá la
necesaria reintegración, a pesar de la tremenda borrasca de antagonismo
inconciliables que azota al mundo. La normalización de la vida exigirá, mañana
mismo, ideas de convivencia por las que cada español, movido de fecunda
simpatía hacia su hermano, deje agitarse dentro de sí las dos tendencias,
tradición y renovación, las dos fuerzas que siempre han de contender y
compenetrarse, impulsando los más beneficiosos aciertos, las dos almas
contradictorias que siente dentro de sí todo el que pugna en los altos
problemas y aspiraciones de la vida (zweiSeelen vohnen, ach! in meiner Brust),
las dos almas que decía Unamuno llevar en su pecho, de un tradicionalista y de
un liberal en inacabable y siempre fructífera discusión, los dos impulsos que
hacían a Menéndez Pelayo exaltar la intolerancia de espada y hoguera, y
rectificar después, teniendo por verdaderamente cristiano el “no matar a
nadie”; que le hacían menospreciar la reputación literaria de Galdós, y luego
buscar la más solemne ocasión para hacer de Galdós un caluroso elogio,
lamentando haberle antes atacado “con violenta saña”. La comprensiva ecuanimidad
hará posible y fructífero a los españoles el convivir sobre suelo patrio, no
unánimes, que esto ni es posible en un mundo entregado por Dios a las
disputaciones de los hombres, ni es deseable, pero sí, aunados en un anhelo
común hispánico, que irremediablemente no puede ser el mismo que los aunó en la
época áurea. Confraternados en los grandes e inmediatos designios colectivos,
concordes en instaurar la selección más justiciera, sin acepción de partido,
acortarán las depresiones e interrupciones en la curva histórica de nuestro
pueblo, y acabarán al fin con tantos bandazos de la nave estatal, para tomar un
rumbo seguro hacia los altos designios nacionales.
Ramón Menéndez
Pidal
Este texto es la
parte final del capítulo V “Las dos Españas”, del libro Los españoles en la
historia, escrito por Ramón Menéndez Pidal en los primeros años del franquismo, que sirvió de prólogo al tomo I de la Historia de España publicada en 1947. Con algunas revisiones, apareció como libro exento
en Buenos Aires en el año 1951.
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