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1748. Discurso de Tristan Tzara en el II Congreso Internacional de Escritores

El problema del intelectual que se plantea hoy con más intensidad, es el de la conciencia: la conciencia del escritor y la conciencia que el escritor debe despertar en las masas. Intentaré tratar estos dos aspectos del problema, aspectos de un solo y mismo problema. Pero únicamente podremos establecer un debate sobre este asunto desde su ángulo actual, pues es evidente que, desde que el hombre piensa, en cada uno de los grados de su desarrollo, la adquisición de su conciencia y su devenir, han sido el centro de todas las preocupaciones de la razón humana.

Ciertamente, la mayoría de los escritores, tanto por sus orígenes como por el mundo de las ideas en que vivían, se han situado hasta aquí al margen de las luchas sociales. A lo sumo, ha podido influir en ellos el carácter efectivo de estas luchas. Pero en el momento en que estas luchas estáticas se convierten en luchas dinámicas, en el momento revolucionario que hace estallar la guerra, ante la conflagración general de todos los elementos de una civilización, el escritor, si no quiere correr el riesgo de desaparecer como tal, debe tomar posición.

Por desgracia, hemos visto escritores que vuelven a una torre de marfil que su razón había condenado hacía mucho tiempo. Hemos visto a escritores que, en nombre de la razón misma, se refugiaban, si no en una indiferencia ante los acontecimientos, por lo menos en un estado de ánimo en que la justicia y la humanidad no tienen nada que hacer, y que, bajo la aridez de una balanza de carácter puramente mecánico, oculta la condenación de toda participación activa.

En esta tesitura, hemos de habérnoslas con el espíritu de no intervención aplicado de manera efectiva al mundo de las letras. Toda la juventud del mundo condena unánimemente a este falso espíritu. ¿Cuáles son hoy los escritores que, basándose en una ideología pacifista o antimilitarista, aplican íntegramente los preceptos formulados en monopolio burgués a un estado de cosas que representa precisamente la transformación de este estado?

Son los mismos que, atrapando, por así decirlo, por los pies una época revuelta, tratan de justificar como revolucionario aquello que hace tiempo ha dejado de serlo.

Nos  hallamos nuevamente en presencia de todo un mundo de descontentos, de insatisfechos, que aplican los mismos descontentos y las mismas insatisfacciones allá donde los acontecimientos han rebasado sus objetivos. El mundo es un cambio incesante, un movimiento continuo. Y es propio de épocas revolucionarias que estos cambios sean rápidos. La espontaneidad de estos cambios, su brusco movimiento, son los que abren las compuertas a razones insospechadas, a energías latentes.

El reconocimiento de estos fenómenos sociales, ante los que el escritor no puede quedar indiferente, implica de su parte el reconocimiento de una conciencia revolucionaria. Se sitúa sobre un nivel superior, en relación con la conciencia pacífica de las épocas prerrevolucionarias. Nada puede impedir la indivisibilidad del espíritu humano. Establecer en este dominio una separación artificial sería ir contra la naturaleza de las cosas.

La razón humana es una e indivisible y sus relaciones con la vida deben ser constantes. Pero, ¿cuántas veces no hemos oído decir que la libertad de la conciencia es un bien sagrado de la humanidad que hay que salvaguardar, pase lo que pase? Sí, camaradas: éste es nuestro deber, pero, ¿de qué libertad se trata, y de qué conciencia? No tenemos derecho a desplazar el problema. ¿Es de la libertad que, en nombre de una abstracción generosa, pero abstracción al fin, mina los fundamentos de un futuro del que ya se entrevé el sentido? ¿No sabemos ya demasiado que la libertad que usurpa la de otro individuo se llama tiranía? ¿No es acaso la peor tiranía, aquella de los instintos incontrolables que, por satisfacciones momentáneas, pone en juego el destino de esta misma libertad que pedimos para los pueblos?

Hay, pues, que denunciar una gran confusión en aquellos que invocan la libertad a toda costa, porque, de un lado, la libertad ha de estar forzosamente limitada por necesidades sociales del momento —en perpetua transformación—, y, por otro lado, la conciencia misma cambia de contenido en cada fase de la historia.

Si la finalidad sigue siendo la misma, la dignidad del hombre en la conciencia y la libertad, sería criminal la aplicación en épocas revolucionarias, de yo no sé qué principios paradisíacos como reivindicación inmediata que la realidad de las cosas hace imposible o perjudicial.

Por esta razón, la palabra puede ser un arma más terrible que los cañones más potentes. Yo sé hasta qué punto puede agudizarse el conflicto en un ser sensible, entre la conciencia de la finalidad a perseguir y el pasaje necesario para llegar a esa finalidad. No se trata de aminorar al hombre, de castrarlo, sino, por el contrario, de enriquecerlo, de conducirlo hacia la plenitud. No se trata de renunciamiento, sino tan sólo de hacer sensible el beneficio en dignidad de la persona humana. He visto aquí, en los frentes, a campesinos que de buen grado han renunciado a cuanto tenían pero que, no obstante, al adquirir ese mínimum de conciencia de que son también hombres —pues que precisamente esto es lo que se les negó durante siglos de opresión—, se han sentido lo bastante maduros para dar sus vidas en lo sucesivo unificadas.

No nos engañemos: además de la adquisición de una conciencia revolucionaria en el escritor, hay que despertar en las masas la conciencia de la calidad de hombre y el deseo de alcanzar la dignidad, de hacer sensible a los hombres el sentido mismo de esta dignidad.

Las masas son flotantes; el papel del escritor es enorme en la batalla que ha de librar para romper su indiferencia.

El poeta ya lo ha dicho, es un hombre de acción. Hasta aquí ha rechazado su deseo de acción y lo ha sublimizado para crear un mundo suyo, en el que la plenitud humana podía darse libre curso. Después de los trágicos acontecimientos —más icuan llenos de esperanza!— que laboran vuestra tierra española y elevan el espíritu a alturas de una inexpresable pureza, hemos visto a estos mismos poetas identificarse con vuestra lucha. Esta lucha ha sido la solución de sus conflictos interiores. Nada puede impedirles ya que luchen hasta la victoria total, y esta victoria será una nueva luz que brillará en el horizonte del mundo entero como una señal definitiva de todas las victorias que se trata aún de ganar, y también de merecer.


Tristan Tzara
10 de Julio 1937

Publicado en Hora de España VIII
Valencia, Agosto 1937







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