Gregorio Morán / La Vanguardia / 14-11-2015
Cuarenta años de la muerte de Franco. Ya
soy mayor y carezco de rubor y de mala conciencia. Lo que hice, en lo que me
equivoqué, lo he ido escribiendo desde el día que murió. Sólo sé que si me da
por escribir unas memorias, a las que soy poco propenso, tengo muy claras sólo
dos cosas; que debería empezarlas por el final y que llevarían un título
sarcástico: “Esperando al ictus”.
La edad y la trayectoria me consienten
decir que hay tres personas a las que yo hubiera matado de buen grado, sin la
más mínima duda, ni el menor remordimiento. El primero, Franco, por supuesto.
El tiempo que perdimos intentando que este pueblo nuestro se levantara contra
el dictador más sangriento y longevo de nuestra historia, se hubiera podido
paliar con un atentado. Necesité ser mayor para descubrir que nadie en la
cúpula del partido en el que milité once años hubiera osado tal cosa. En un
viejo libro, hoy fuera de la circulación Miseria y grandeza del PCE (1986) cuento
alguna historia sobre esto. Ahora lo entiendo: jamás la Unión Soviética hubiera
permitido que un partido subsidiario cambiara un mapa geoestratégico que les
venía muy bien.
He dicho tres y lo mantengo. Los otros
dos eran dos torturadores asesinos que respondían a los nombres de Melitón
Manzanas y Roberto Conesa. Al primero lo liquidó ETA, y de haberme tocado
hacerlo a mí, no hubiera dudado. El segundo fue conmemorado y enmedallado por
todos los gobiernos del franquismo e incluso de la Transición bajo la mano
cómplice del más sucio y cínico de los políticos de la época, Rodolfo Martín
Villa. No sé por qué tópico histórico se considera heroica la liquidación del
nazi Reinhard Heydrich en Praga y nosotros hemos de pechar con esa estupidez de
que matar a Melitón Manzanas, en San Sebastián, un inolvidable verano de 1968,
se considera un acto de terrorismo. Era un asesino impune y de haber
sobrevivido incluso se le habría cargado de medallas sobre la sangre de sus
innumerables víctimas. ¿Alguien imagina lo que hubiera significado denunciarle
ante los tribunales de la época? Una escena cómica. Murió como merecía un
criminal de guerra. Los Tribunales de Nuremberg no afectaron a nuestra miserable
historia.
Yo nací en 1947, apenas un año después
de que mi madre saliera de un tratamiento psiquiátrico donde había sido
sometida a corrientes eléctricas y demás adminículos que debía sufrir una
persona fuera de control. El camino hacia la locura. Volvemos a Franco, es
inevitable. El comienzo de la Guerra Civil en Oviedo, y en Asturias, tuvo
características muy peculiares. Había un general Aranda, al que la ciudadanía
republicana le tenía confianza. Excuso decir que el ambiente en Asturias estaba
muy caldeado desde la revolución de 1934, la operación más alucinante de la
clase obrera europea, porque carecía de cualquier salida y recordaba las
rebeliones de siglos anteriores donde se destruía el poder del enemigo, ya
fueran teatros, iglesias, curas, universidades, bibliotecas… para luego esperar
órdenes de aquellos estrategas de la nada: Largo Caballero e Indalecio Prieto,
al alimón con otros muchos.
Lo cierto y probado es que el comandante
Caballero, otro criminal de guerra que no sé si aún conserva calle en Oviedo,
organizaron una trampa para ingenuos: los que quisieran defender la República
amenazada por el fascismo debían ir a recoger las armas al cuartel de Santa
Clara. Allí los pillaron a todos los que querían defender la legalidad
republicana. Entre ellos estaba Guillermo Suárez, 19 años. Cumpliría los 20 en
las vísperas de su fusilamiento, el lunes 7 de diciembre de aquel infausto año
de 1936. Los liquidaron junto a los muros del cementerio de San Pedro de los
Arcos, vecino a la cárcel. Eran 28, incluido un ciego por esquirla de bala, un
joven de 18, nunca citado, González Granda, de Oviedo, y otro de Mieres,
González Peláez, de 19, la edad de Guillermo, mi desconocido tío.
La parodia de consejo de guerra a los 28
reos se hizo en lugar tan apropiado como la sala de subastas del Palacio de la
Diputación hoy sede del Parlamento autonómico asturiano. Fusilaron a 27,
porque uno de ellos se ahorcó en la cárcel. No todos eran de allí porque ese
asunto de las patrias de cartón piedra estaba fuera de lugar. Había uno de
Cádiz, dos gallegos, uno de León, otro de Logroño, y dos de Valladolid. Hube de
ir al Ferrol, donde se guardan por razones burocráticas los archivos asturianos
de entonces, y me llamó la atención la descripción que hacen de Guillermo. Como
no alcancé a conocerle y sólo dispongo de una foto desvaída, me parece un
retrato magistral: “Nacido el 28 de octubre de 1916, hijo de Eladio y
Enriqueta, 1,60, pelo castaño, ojos azules, nariz aguileña, boca pequeña y
barba poca”.
El detalle que parecería más novelesco,
si no fuera brutal, es que entre los guardias que protegían la entrada de los
reos en el Tribunal estaba su hermano mayor, Gregorio, llamado a filas en el
Oviedo franquista. Lo presenció todo y decidió que a la primera oportunidad se
pasaría al enemigo, es decir, a la República. Lo hizo sobre las 24 horas del 31
de enero de 1937, obsesionado porque se quedaría enganchado entre los pinchos
de las alambradas. Llegó a Gijón y corrió la suerte de los derrotados. En un
barco maltrecho llegó a Francia y le llevaron primero en un campo de
concentración y luego de penado en las minas francesas de Boghari, en Argelia,
donde moriría de tifus. “Ya oíamos los cañones norteamericanos que se acercan
aquí”, decía en una carta que mi madre quemó, como todos los recuerdos
desagradables.
No llegó a ver a los libertadores. Había
dejado en España a una mujer y a una hija a la que nunca conoció, Guillermina,
como su hermano fusilado.
Para una madre jovencísima con dos
hijos, como era la mía, la ayuda de la suya, Enriqueta, era fundamental. A su
marido, nuestro abuelo, maestro armero, veterano socialista “que había dado la
mano a Pablo Iglesias”, viejo y alcohólico, le habían desterrado a A Coruña, y
allí le acompañaron sus dos hijas solteras, feas y voluntariosas, la gorda
América y la delgada Oliva. Allí morirían los tres; él, conservado en alcohol,
dentro de una casa del antiguo barrio de Hércules y ellas limpiando los suelos
de una tienda que devendría histórica, la primera que montó en A Coruña Amancio
Ortega, el futuro magnate, entonces propietario de una sola tienda de ropa.
Cuando la abuela Enriqueta se enteró de
la muerte de su último hijo varón, mi tío Gregorio decidió morir y cumplió su
promesa en pocos meses. Mi madre se quedó al pairo, con un marido que había
hecho la guerra entre los vencedores. Yo no supe nada de esto hasta muchos años
más tarde. Había pasado más de una década de militancia y las preguntas, por
más insistentes que fueran, rebotaban. Esa había sido la victoria y la herencia
de Franco, el hombre que había condicionado mi vida y la de los míos, y las de
millones de personas que con el tiempo fueron atenuando los recuerdos, las
memorias, las vergüenzas, y convirtiéndose en eso que los hijos del silencio y
el arribismo alcanzaron a denominar “oposición silenciosa”.
El silencio fue forzado y el miedo,
explícito. Salvo una cosa. Algo que no se me puede quitar de la cabeza después
de tantos años y que era una pregunta, que, como tantas, no se podía hacer. Yo
nunca escuché durante mi larga y gozosa infancia un solo informativo en
aquellas radios que estaban permanentemente conectadas. En el momento en que
empezaba el “tararí, tararí… gloriosos caídos por Dios y por España…”. En ese
preciso instante una voz, de padre o de madre, pero de obligado cumplimiento,
decía: “Apaga la radio”. La realidad estaba prohibida.
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