El pasado 12 de diciembre fallecía Luis Alberto
Quesada. Queremos recordar sus 96 años de vida y lucha recuperando un artículo
de César G. Calero, periodista español afincado en América
Latina, publicado el 20 de junio de 2013 en FronteraD.
1. La memoria
deshabitada
Las casas abandonadas suelen albergar historias
extraordinarias. En el barrio porteño de Caballito se esconde una de esas
casas. Entre sus muros están marcadas las huellas de una vida prodigiosa, una
historia de amor y guerra, de poemas y balas, de libertad y cautiverio. La vida
de Luis Alberto Quesada, el hombre colectivo, parece haber sido recreada por la
pluma de un Malraux, de un Hemingway, de un Max Aub. Una figura digna de haber
transitado por las páginas de La esperanza, Por quién doblan las
campanas o El laberinto mágico. Pero Quesada no es un
personaje ficticio. Comisario político en la Guerra Civil con 17 años, maquisard en
la Francia ocupada, agitador cultural en la cárcel de Burgos, poeta infatigable
en su exilio argentino… A sus 93 años, es uno de los últimos exponentes vivos
de la lucha antifranquista.
La primera vez que oí
hablar de Luis Alberto Quesada fue en mayo de 2008. Un grupo de jóvenes
historiadores de Mar del Plata, con Jerónimo Boragina a la cabeza, presentaron
en el Centro Cultural de la Cooperación de Buenos Aires un pormenorizado
estudio sobre los seiscientos brigadistas argentinos que combatieron en la
Guerra Civil española. Ya apenas quedaban dos o tres brigadistas vivos, entre
ellos la legendaria líder comunista Fanny Edelman, fallecida en Buenos Aires en
noviembre de 2011. Como un detective salvaje, Boragina busca historias anónimas
utilizando la oralidad como herramienta de trabajo. En su libro Voluntarios
de Argentina en la Guerra Civil Española, Boragina incluyó una mención a
Quesada (nacido en Argentina de padres españoles) y conversó con él para que su
testimonio quedara grabado en el documental Esos mismos hombres,
que narra la historia de los brigadistas argentinos. Allí aparece el viejo
militante comunista, con ochenta y tantos años a sus espaldas, una mata salvaje
de pelo blanco cubriendo su cabellera, las cejas espesas, los ojos tristones,
la voz firme, hablando de sus vivencias en la guerra y en el exilio: “Yo salí a
los 16 años como voluntario, éramos jóvenes de la Juventud Socialista
Unificada, jóvenes socialistas y comunistas, y ahí andábamos con los jerséis de
diferentes colores, los socialistas unos y los comunistas otros, pero nos los
cambiábamos para seguir siendo de la JSU. Yo fui el comisario político de brigada
más joven cuando empezó lo del comisariado”.
Recordé esas palabras
de Quesada cuando hace unos meses golpeaba la puerta del caserón del barrio de
Caballito, la morada de Luis Alberto Quesada. Me quedé un rato pensando en que
detrás de esos muros desleídos se escondían mil y una historias que merecían
ser contadas. Sabía que Quesada había nacido en la localidad bonaerense de
Lomas de Zamora un 22 de agosto de 1919, que sus padres habían regresado a
España cuando él sólo tenía tres años y que al estallar la Guerra Civil se
convirtió en el comisario político más joven del bando republicano. Sabía que
había luchado en la Resistencia francesa, en la célebre Línea Maginot, y que
había purgado muchos años de cárcel durante la dictadura franquista. Y sabía
también que había compaginado en su vida la acción y la escritura. Sus libros
de cuentos La saca, Vida, memoria y sueñoso Mineros, y
sus poemarios El hombre colectivo y Espigas al viento son
clásicos descatalogados de la literatura política. Compañero de lucha y amigo
de Marcos Ana y de Rafael Alberti, Quesada nunca diferenció la actividad
política de su pasión por las letras.
Antes de darme por
vencido, llamé una vez más a la puerta de la casona con la esperanza de que me
abriera Quesada y me contara cómo se las apaña el hombre colectivo en esta
época en que impera el individualismo más rancio. Pero cuando se entreabrió el
ventanuco del portón principal, quien asomó la cabeza no fue el viejo militante
comunista sino una mujer de mediana edad. Me presenté rápidamente,
trastabillando las palabras al preguntar por Quesada, pues no estaba seguro de
si todavía vivía. Le dije que estaba interesado en escribir un perfil sobre el
viejo luchador antifranquista y que sólo disponía de esa dirección, que me
había proporcionado Boragina. La mujer sonrió ante mi abrupta exposición y se
presentó:
—Yo soy su hija,
Sonia Quesada.
La casa abandonada no
me defraudó. Allí había vivido Luis Alberto durante muchos años, allí había
escrito la mayoría de sus poemas, artículos, cuentos, cartas… Allí se había
reunido con los intelectuales y artistas de su círculo. Allí estaban sus
cuadros, sus archivos atestados de papeles y casetes, sus muebles… Y todo
desordenado, como si el poeta se hubiera tenido que marchar repentinamente unos
minutos antes, como aquella vez que tuvo que huir a toda prisa de Burdeos al
sentir el aliento de la Gestapo en la nuca.
Sonia tenía prisa esa
mañana, había pasado fugazmente por la casa sólo para recoger el correo. Antes
de despedirnos, me contó que su padre estaba vivo pero había contraído la
enfermedad de Alzheimer y ahora vivía en una residencia. La madre de Sonia,
Asunción Allué, la compañera de Quesada de toda la vida, había muerto hacía
unos años, acelerando tal vez la enfermedad de su marido. Antes de despedirme
de Sonia le rogué entre bromas que no se perdiera. Era mi única puerta para
entrar en el universo de Luis Alberto Quesada. La búsqueda del hombre colectivo
había comenzado.
2. Todas las
trincheras de Luis Alberto Quesada
Madrid, julio de
1936. En el barrio de Cuatro
Caminos hay un joven, casi niño, que no le tiene miedo a las balas. Junto a
otros entusiastas defensores de la República, Luis Alberto Quesada, madrileño
de adopción aunque argentino de nacimiento, se lanza a la calle. Apenas tiene
16 años. Corre hasta la sede de un sindicato del barrio donde ya se están
reuniendo los primeros hombres, muchos de ellos barbilampiños, como Luis
Alberto, para conseguir armas y luchar por la defensa de Madrid. El Batallón
Chapaiev (bautizado así en honor a un revolucionario ruso muerto en 1919), que
cobraría notoriedad en el transcurso de la guerra, acaba de nacer. “¿Qué haces
tú con ese arma?”, se mofan algunos del joven estudiante de Agronomía. Minutos
después, el padre de Quesada aparece en el sindicato acompañado de un guardián
y se lleva a su hijo. “Es un menor de edad y no puede estar aquí”, sentencia el
padre. Luis Alberto obedece, su primera batalla tendrá que esperar, pero no por
mucho tiempo. A los pocos días se escapa de la protección paterna y se esconde
en casa de unos amigos. Afiliado a la Juventud Socialista Unificada (JSU), la
filial juvenil del PSOE y embrión del Partido Comunista de España (PCE),
Quesada no se lo piensa dos veces y se integra en una columna de jóvenes que
marchan al frente entre cánticos revolucionarios. Pero el segundo intento de
Luis Alberto por ir a la guerra también acaba en fiasco. El grupo de jóvenes
militantes cae bajo las órdenes de un sargento del ejército que de improviso se
pasa al enemigo. “Dejen ahí las armas, muchachos, no hacen falta”, les ordena
el militar en el mismo pedregal donde se suponía que tendrían que atrincherarse
para responder a las embestidas de los golpistas. Obedecida la orden, el
sargento se agranda y se confiesa: “¡Viva, Franco!”, grita ante el estupor de
su inexperta milicia. En una de esas escenas tragicómicas que ofrecen las
guerras, los jóvenes comunistas se retiran del frente gateando hacia atrás
mientras los soldados de Franco avanzan a unos metros del lugar del esperpento.
“No os retiréis, cobardes”, les recriminan las mujeres. Pero había que
salvar la vida. Ya vendrían más batallas. Ya vendría la hora del maldito
heroísmo.
Una de las primeras
experiencias militares de Quesada fue su fugaz paso por el Batallón Comuneros
de Castilla, conformado por milicianos libertarios que, como todas las unidades
anarquistas, se oponían a la militarización de sus batallones. “Nosotros somos
voluntarios y nos vamos del combate cuando queremos”, le advierten los
milicianos cuando se presenta el joven comunista. Su credencial de la JSU no le
ayuda. El desencuentro entre anarquistas y comunistas era constante. Los
primeros querían hacer la revolución y la guerra al mismo tiempo; los
comunistas anteponían la victoria militar a cualquier cambio en las condiciones
sociales de los trabajadores. El don de gentes del que ya hacía gala el
adolescente Quesada le sirve para salir airoso ante los bregados guerrilleros
anarquistas: “¡Pero cómo os vais a ir cuando queráis, de pronto, en un
combate!”, les reprende. Y a continuación les echa una breve perorata sobre la
necesidad de organizarse por el bien de la lucha antifascista. Un viejo
anarquista del batallón se apiada del joven emisario del gobierno y le da la
razón para apaciguar los ánimos. Quesada no lo duda y propone al veterano
miliciano como nuevo comisario del batallón. Y acto seguido decide mudarse de
frente.
Frente Sur del Tajo,
verano de 1937. “A la hora de
mi llegada, el pueblecillo goza de un crepúsculo suave y morado (…) El
comisario accidental de la División –me dicen- se encuentra lejos de aquí, en
una reunión, pero a la noche lo tendremos de nuevo en su puesto”. José Luis
Gallego, corresponsal de guerra del diario madrileño Ahora –órgano
de difusión de las JSU- encuentra a ese comisario accidental por la noche. Luis
Alberto Quesada es entonces el comisario de batallón más joven de las tropas
republicanas. Tiene 17 años. Antes ya ha sido sargento y capitán. Gallego y
Quesada se conocieron esa noche y sus vidas se cruzarían varias veces más, en
la clandestinidad, en el exilio, en la cárcel… Unas vidas marcadas por la
guerra y la poesía, por la reclusión forzosa y el ansia de libertad.
Pero quedémonos en el
frente Sur del Tajo. El lado irreverente del joven Quesada entra en acción.
Enterados del severo bando que los mandos republicanos habían promulgado en
Navahermosa, Luis Alberto y otros jóvenes militantes de la JSU deciden
subvertir el orden establecido. La ocurrencia es tan insolente como simple.
Bastaba con darle la vuelta al bando castrense. Nada más. Tristan Tzara y Hugo
Ball habrían estado orgullosos de ellos. ¿Cabría mejor performance para el
Cabaret Voltaire? Si el artículo primero dice: “Está prohibida toda reunión de
más de tres personas sin permiso de la comandancia militar”, el bando
“dadaísta” señala: “Todas las personas que quieran reunirse, sean tres o más,
no necesitan permiso de la comandancia militar”. Donde el mando republicano
decreta: “Los caballos y enseres de los campesinos están a merced de las
órdenes que puedan recibir en el momento en que sea necesario”, los jóvenes
transgresores de la JSU sugieren: “Los caballos y enseres de los campesinos no
pueden ser utilizados más que con el permiso de sus dueños, y no lo puede
exigir la comandancia”. ¿Qué hacer con estos osados niñatos? ¿Mandarlos de
vuelta a casa? ¿Llevarlos a un consejo de guerra? Nada de eso. Contra todo
pronóstico, el teniente coronel Ropero, militar de profesión al frente de
la compañía, da el visto bueno al bando informal del grupo de Quesada. La relación
con los campesinos de la zona mejora enseguida. Los soldados, además, forman
una fuerza de segadores para que no se pierda la cosecha. Quesada ha ganado una
nueva batalla personal, aunque la guerra colectiva, la que de verdad le
interesa, la están perdiendo los suyos.
Y cómo no la iban a
estar perdiendo si el gobierno republicano se batía en retirada a las primeras
de cambio. La defensa de Madrid pasará a la historia como una hazaña de todo un
pueblo, ese ser colectivo al que más tarde cantará Quesada en sus poemas. En noviembre
de 1936 la capital es un caos absoluto. El Ministerio de la Guerra al que llega
el joven comisario es un edificio fantasmal. Despachos vacíos, papeles
timbrados por el suelo, cajones abiertos. Y nadie a cargo. Bajo el impulso
organizativo de Margarita Nelken y el coronel Meretskov, se crea de la nada la
unidad que contribuirá decisivamente a salvar la ciudad: el batallón
antitanques. Pero lo único que tienen son viejas ametralladoras de la guerra
del 14. A Quesada lo protege el destino. La brigada que le asignan está
compuesta por mineros de Río Tinto. “Si hay dinamita, seremos el batallón
antitanques”, le sugieren. Dicho y hecho. Meretskov les enviará toda la
dinamita que requieran. Y los mineros harán el resto. El sector de la plaza de
la Moncloa se llena de zanjas regadas de cartuchos. Y el batallón logra repeler
los tanques enemigos, como relatará más tarde Quesada en su libro Vida,
memoria y sueños.
Batalla del Segre.
Abril de 1938-enero de 1939. Quesada
continúa librando su guerra particular. Al joven Luis Alberto no le agrada que
haya tantos jefes tomando decisiones, equivocadas en la mayoría de los casos.
Sigue en búsqueda del hombre colectivo capaz de sobreponerse al ángel de la
historia. No sólo organiza las trincheras, también se encarga de iluminar el
espíritu de los combatientes con relatos que se perderán al final de la guerra.
Y ya entonces repara en la relevancia de ese sujeto colectivo capaz de cambiar
el curso de la contienda. Los mineros de Río Tinto o la fantasmal brigada antitanques
que detiene al enemigo a las puertas de Madrid encarnan a la perfección ese
ideal. Como lo simbolizan también los pastores del río Segre. Las tropas
franquistas han decidido romper a la República en dos partes antes de lanzar la
conquista de todo el territorio español. El Estado Mayor republicano encarga a
la Brigada 68, a la que pertenece Quesada, la peligrosa misión de cruzar el río
y quebrar el frente franquista. La primera incursión había sido un desastre, y
el joven comisario y su tropa deciden que entre en acción ese sujeto colectivo,
anónimo, invisible, que está al margen de las decisiones de los que mandan.
Todos los vados señalados en los mapas están militarizados y el riesgo de
cruzar el río por esos corredores es altísimo. Pero los pastores conocen los
vados no militarizados –sus vados-, aquellos que cruzan a cada rato con sus
rebaños. Quesada sigue sus indicaciones a pies juntillas. Y la brigada cruza el
río entre Aitona y Serós.
“¿Dónde están los
soviéticos?”, se pregunta el jefe del batallón franquista cuando su tropa al
completo cae en manos de los hombres de Quesada, un puñado de imberbes que, con
más artimañas que poder de fuego, se las apañan para seguir deteniendo
enemigos. Desprendiéndose de sus emblemas republicanos, los soldados de la
Brigada 68 reducen a varios oficiales franquistas, los mandan presos a la
retaguardia y siguen avanzando. ¿Hasta dónde pueden llegar?, se preguntan ellos
mismos. Y deciden enviar un mensajero para informar a sus superiores de que el
camino está despejado si se sabe por dónde cruzar el río. Pero el Estado Mayor
republicano hace gala nuevamente de su nula capacidad táctica y ordena a los
audaces soldados de Quesada que se replieguen. No hay refuerzos y ahí queda esa
milicia de intrépidos en tierra de nadie, entre Aitona y Serós, tomando
posiciones por la noche que luego perderán al amanecer. Hasta que se aburren de
guerrear sin ton ni son y regresan a territorio republicano.
Francia, invierno de
1939. La nieve dificulta el
avance de las columnas de desheredados que abandonan España rumbo a un destino
incierto, a los campos de refugiados, primero, y al exilio definitivo, la
cárcel o la muerte, después. Quesada tiene 19 años. Termina la guerra como
comisario de la 30ª División que comanda el teniente coronel Castillo. El
pueblo de Le Tech lo ve pasar junto a sus hombres. La derrota tiene el color
blanco de la copiosa nevada que cae en la frontera. El joven Luis Alberto nunca
olvidará esa nieve que decora una retirada sangrienta, con los aviones del
ejército franquista ametrallando las desordenadas columnas de refugiados. Junto
a un grupo de compañeros, organiza la JSU en el campo de refugiados de
Barcarés. Redactan boletines y comunicados sobre la situación a ambos lados de
la frontera. El objetivo: levantar la moral de la gente. A Quesada no le falta
ánimo para seguir escribiendo, como hizo durante la guerra. No abandona la
ironía, la sátira, el humor en la desesperación. La ruta francesa de Quesada
acaba de comenzar. De campo en campo. De lucha en lucha. De Barcarés a Saint
Cyprien y de allí a Gurs. En este último campo de internamiento Quesada se
convierte, por su condición de argentino, en un brigadista internacional a los
ojos de las autoridades galas. Comparte barracón con suramericanos y árabes. El
gobierno francés les tiene preparada una desagradable sorpresa: enrolarlos en
la Legión Extranjera para combatir a Alemania. La Segunda Guerra Mundial acaba
de estallar. La segunda guerra de Luis Alberto Quesada.
El destino lo sitúa
ahora en la Línea Maginot, como fuerza de choque contra las primeras embestidas
de las bien pertrechadas tropas del Tercer Reich. A pesar de su juventud, pero
gracias a su ya dilatada experiencia militar, Quesada es elegido jefe por el
grupo de latinoamericanos desplazados al frente. Pero Luis Alberto sigue
confiando más en las decisiones colectivas que en las individuales y, como ya
hiciera con el bando castrense de Navahermosa, propone su propia fórmula: una
dirección colegiada de la que forman parte junto a él Carlos Guano Moretti y
Alfonso Cámara. En una carta, Quesada relata su experiencia: “Nos llevaron al
mejor lugar. Era la frontera belga, en la parte de la prolongación de la Línea
Maginot. Se trataba de hacer un camino nuevo que cruzara Les Bois de Moin,
lugar donde los alemanes en la guerra del 14 habían tirado hiperita. En ese
lugar no se quería exponer nadie del ejército francés. Llegamos a la
conclusión, en broma, de que la hiperita era de izquierdas, ya que nadie, pese
a levantar las piedras del piso –decían que debajo de ellas había gas-, tuvo
ninguna molestia. En el bosque, los árboles se caían al tocarlos y el panorama
era de terror para los que no tuvieran nuestro espíritu. Yo escribí un cuento
sobre el tema que rompió después la policía española”.
La decadencia de la
sociedad francesa y el desánimo de ejército galo ante la invasión alemana
fueron descritas con acierto por el periodista Manuel Chaves Nogales en su
brillante crónica-ensayo La agonía de Francia. Quesada es testigo
de esa desidia de los militares franceses. Baste un ejemplo: ante la inminencia
de la invasión alemana, un gendarme pone sobre aviso a Quesada y al resto de
efectivos latinoamericanos; el capitán del regimiento ha decidido entregarlos
al enemigo. En un despiste de los oficiales franceses, Quesada y Cámara toman prestadas las bicicletas del capitán y de un sargento. A
todo gas, monte abajo, se aferra Luis Alberto a la libertad. Las balas de los
gendarmes silban a centímetros. Pero el ciclista pedalea a velocidad de
vértigo, la cabeza gacha, el corazón en un puño. Y así, pedalada a pedalada,
llega Quesada hasta lo que parece su perdición. Un soldado le da el alto. Luis
Alberto frena y se resigna a rendirse. La aventura ha terminado. O no. El soldado
avisa al joven militar extranjero que circule bajo las normas establecidas.
“Lleva el farol encendido y no se puede llevar así de día”, le amonesta.
“Gracias, soldado”, le responde Quesada. Y apaga su farol mientras le alcanza
Cámara, el otro Anquetil improvisado. A golpe de pedal y viajando por caminos
secundarios, Quesada y Cámara alcanzan Burdeos. Allí, en esa ciudad sitiada, el
joven Luis Alberto conocerá a la que sería su compañera de por vida, Asunción
Allué, una jovencísima refugiada española. Sin días de vino y rosas, ganándose
la vida descargando barcos, trabajando como peón en el mercado central, Quesada
sigue en guerra. El enemigo es el mismo que ayer aunque hable un idioma
distinto. La Resistencia lo necesita. Sin papeles legales y en busca y captura
por la Gestapo, no abandona sin embargo la lucha. Junto a su grupo de acción,
organiza sabotajes contra intereses alemanes, como la quema de depósitos o el
descarrilamiento de trenes. La Gestapo le pisa los talones y Quesada ve
entonces el momento adecuado para volver a España y hacerse cargo de la
secretaría de la JSU en la clandestinidad. Apenas le da tiempo a ver el
nacimiento de su primer hijo, Luis Alberto, y de despedirse de Asunción.
Ligero, muy ligero de equipaje, cruza la frontera por Fuenterrabía gracias a la
ayuda de los enlaces que los comunistas tienen entre los trabajadores de la
zona, pero una traición lo dejará en manos de la policía política de Franco. Su
guerra ha terminado.
¿Habrá paz, piedad y
perdón para los derrotados?
Visita de familiares a la cárcel de Burgos en 1953. Quesada, segundo por la derecha, junto a otros compañeros |
3. Un poeta entre
rejas
Burgos, 1945. Ni paz ni piedad ni perdón. ¿Será necesario
entonces hacer algo más?, se pregunta Luis Alberto Quesada en su celda de la
cárcel de Burgos. En sus noches de insomnio recuerda su caída en la Puerta del
Sol de Madrid, tres años antes. La traición de un compañero de la Resistencia,
Laureano González Suárez, alias Trilita, lo ha dejado en manos
de la policía de Franco. Quince días y quince noches está el reo recibiendo
mamporros de los guardias en los calabozos. Quince días y quince noches en la
tenebrosa Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol. Trilita todavía
tiene estómago para ir a Burdeos y convencer a Asunción de que viaje a España
bajo el ardid de que su esposo ha conseguido trabajo y les espera a ella y al
bebé en Madrid. Días después, Quesada oirá el llanto inconsolable de un niño.
Más tarde descubriría que ese niño era su hijo Luisito.
Pero las noches de
insomnio no son sólo para atormentarse con aquellos días aciagos en los que el
reo tendría que vivir con el peso de una condena a muerte que más tarde sería
conmutada por la de treinta años de reclusión. También pueden servir para crear
y Quesada es un creador nato. Es en la cárcel donde Luis Alberto compone
algunos de los cuentos y poemas que publicará ya en libertad. Para desarrollar
su talento sólo necesita rodearse de un grupo de presos con sus mismas
inquietudes políticas y literarias. Y entre esos compañeros estará quien a la
postre sería el preso político del franquismo con más años de reclusión a sus
espaldas: el poeta Marcos Ana (seudónimo de Fernando Macarro Castillo), a quien
las autoridades penitenciarias habían confinado en una celda de aislamiento
nada más llegar a la prisión. Su amistad con Luis Alberto queda sellada después
de que el argentino desplegara su inventiva para que Marcos
Ana abandonara su confinamiento en solitario. Después de varias intentonas
fallidas de algunos compañeros, a Quesada se le ocurre que la mejor manera de
que Marcos Ana abandone la celda de aislamiento es simular una enfermedad. Y se
las compone para que se someta a unos análisis por un supuesto dolor en el
pecho. Los compañeros de Quesada dan el cambiazo y sustituyen esas pruebas por
las de unos esputos de un reo que padece tuberculosis. Marcos Ana pasa así a la
enfermería, donde entablará relación con otros dos presos con inquietudes
literarias: Manuel de la Escalera (un intelectual renacentista) y el poeta José
Luis Gallego, el corresponsal del diario Ahora que entrevistó
al joven Quesada en el Frente Sur del Tajo. Ellos serían, junto a Quesada, los
promotores del Grupo Aldaba (que toma el nombre de un cuento de Quesada), una
tertulia literaria entre rejas, otra forma de rebelión. El penal de Burgos será
conocido desde entonces, irónicamente, como la Universidad. El
grupo edita clandestinamente una revista, La Aldaba, que logra
sacar de la prisión gracias a las añagazas habituales de los presos. Desde
entonces, la amistad entre Luis Alberto Quesada y Marcos Ana no se
desvanecería nunca.
*
El Retiro madrileño
debe parecerle la Polinesia de Gauguin a quien ha estado media vida habitando
en un tabuco de dos por dos rodeado de cemento, ladrillos y rejas. A Marcos Ana
le sienta bien toda esa luz a su alrededor. Como la que se filtra por los
ventanales de su piso madrileño, a dos pasos del gran pulmón verde de la
ciudad. Tiene más de noventa años, una lucidez envidiable y una sonrisa que no
se le borra ni siquiera cuando echa la vista atrás y habla de los años en
cautividad. “Será un placer poder hablar contigo sobre Luis Alberto”, me había
contestado en un mail a mi solicitud de entrevistarlo en Madrid para charlar
sobre su relación con Quesada.
A pesar de todos los
años transcurridos, la memoria de Marcos Ana sigue intacta: “Luis Alberto y yo
nos conocimos en la prisión de Burgos, a mitad de los años cuarenta; coincidí
muchos años con él, desde 1945 hasta que salió de prisión en 1959. Estuvimos
muy unidos porque teníamos ideas comunes y la misma intrepidez de la juventud
(…) Luis Alberto era un chico muy amable, muy ingenioso y muy querido por la
gente; él formó parte de la tertulia que yo fundé: La Aldaba. Participaba en
todas nuestras actividades y siempre de una manera muy inteligente; tenía una
gran capacidad para encantar a los demás, se los ganaba, siempre se reía en las
conversaciones, con chistes y anécdotas… Fuimos muy amigos, formamos parte de
las mismas iniciativas; tenía una gran imaginación y era muy simpático. Quesada
siempre tenía buenas ideas, como cuando se las ingenió para sacarme del
aislamiento. Fue un gran combatiente: comisario político en la guerra de España
y maquisard con la Resistencia en Francia”.
Si hay un suceso que
a Marcos Ana no se le va de la cabeza es el homenaje que los miembros de La
Aldaba le dedicaron al poeta Miguel Hernández. “Nunca se había hecho nada así
en una cárcel, con tanta pasión y con tanto riesgo”, relata Marcos Ana en su desordenado
piso madrileño. “Y Luis Alberto tuvo una importante participación en ese
homenaje”.
Su mesa de trabajo
está repleta de libros, papeles, apuntes manuscritos… Y presidiendo todo, una
gran pantalla de ordenador en la que trabaja casi todos los días. “Recibo más
de cincuenta mensajes de correo al día, invitaciones, preguntas, solicitudes de
entrevistas…”. Marcos Ana es una excepción entre los seres anónimos que
abarrotaron las cárceles franquistas. Es un personaje célebre. Gracias en parte
al apoyo decidido de Rafael Alberti y María Teresa León, desde que en 1963
salió de la cárcel se convirtió en un emblema de la resistencia antifranquista.
Pero lo que ha encumbrado a Marcos Ana es la publicación de sus memorias, Decidme
cómo es un hombre (Umbriel, 2007), que va ya por la séptima edición.
El interés de Pedro Almodóvar en el libro ha tenido mucho que ver en ese éxito
de ventas. Entusiasmado con un pasaje de la vida de Marcos Ana, el cineasta
manchego compró los derechos audiovisuales para llevar la historia al cine
algún día.
“Almodóvar leyó una
entrevista que me hicieron en el periódico en la que yo contaba que mi primer
amor tras salir de prisión fue una prostituta; parece que le chocó la historia
y a partir de ahí leyó el libro y compró los derechos para hacer la película; y
sigue pensando en hacerlo”, cuenta Marcos Ana. Y a continuación vuelve a
rebobinar la memoria para relatar, emocionado, el encuentro que tuvo con
Quesada después de su despedida en la cárcel de Burgos en 1959. Ocurrió en el
estadio Luna Park de Buenos Aires, donde Marcos Ana fue homenajeado por la
izquierda argentina. Entre los presentes al acto estaba su antiguo compañero de
prisión: “Lo vi entre el público y le dije que subiera al escenario, allí lo
presenté a los miles de simpatizantes que abarrotaban el Luna Park, fue un
encuentro muy emotivo”. Después se vieron algunas veces más durante las visitas
que Marcos Ana realizaba a Buenos Aires.
4. El transterrado
Quesada
Quesada montó su
particular cuartel general en el exilio en la calle Hipólito Irigoyen, en el
barrio porteño de Caballito. Su nacionalidad argentina le valió para que en
1959 la dictadura franquista le conmutara la pena de treinta años por la de
extrañamiento perpetuo. Se fue a la guerra con dieciséis años y salió de la
última trinchera a los cuarenta.
Gracias a las
gestiones de su tío, el escritor y periodista Manuel Cerbán Rivas, y sobre todo
al denodado empeño de su esposa Asunción en la embajada argentina de España,
Luis Alberto (junto a otros dos luchadores antifranquistas de origen argentino)
se embarca hacia el lugar que lo vio nacer. Pero todavía no es un hombre libre.
Durante la travesía, los activistas están bajo arresto y supervisión del
capitán, a quien Quesada también se acaba ganando con su inagotable don de
gentes. El capitán Muñoz será, con el tiempo, un amigo más de la familia
Quesada en Buenos Aires durante muchos años.
Nada más llegar a
Buenos Aires, Quesada encuentra trabajo en una cooperativa de papel, Coopigra.
Sus estudios de contabilidad en la cárcel le sirvieron para ganarse la vida en
Argentina. La cooperativa será, además, una plataforma idónea para llevar a
cabo su labor propagandística en reivindicación de los presos españoles. “Se
levantaba muy temprano con su café y los periódicos y se iba a la cooperativa,
al otro lado de la casa donde vivíamos –cuenta Sonia Quesada-. Cuando se iba
todo el mundo, él se quedaba una o dos horas escribiendo. Entonces yo iba a
buscarlo y le pedía permiso para entrar a verlo mientras él seguía a lo suyo,
escribiendo y organizando sus eventos”. Recuerda Sonia que su casa era una
especie de hemeroteca. Quesada guardaba toda la colección del diario La
Opinión, que dirigía Jacobo Timmerman. Era un lector de periódicos
compulsivo. Ojeaba todos los que caían en su mano, subrayaba todo lo que le
llamaba la atención, archivaba recortes… No faltaban los ejemplares deMundo
Obrero, el órgano de expresión del Partico Comunista de España (PCE), que
le llegaban regularmente. Todo era política para Luis Alberto Quesada. Su
activismo lo llevó a organizar múltiples eventos políticos y culturales para
reclamar la liberación de los presos.
Junto a otros
activistas, se encarga de sacar adelante la Organización para la Amnistía de
los Presos Políticos de España y Portugal. Quesada promueve homenajes a presos,
poetas y escritores de izquierda encarcelados en las cárceles franquistas o
asesinados en los años de plomo. Participa en conferencias, mesas redondas,
cine-debates, programas de radio y televisión. Se relaciona con artistas
argentinos, a los que promociona en actos y exposiciones. El retratista Anatole
Saderman, los actores Fernando Labat, María Luisa Robledo, Elena Tasisto, María
Rosa Gallo, los pintores Luis Barragán, Alberto Bruzzone, Elsa Pérez Vicente,
compositores de ópera como Pompeyo Camps, entre otros muchos… Todos quieren
estar en la órbita del inquieto poeta, que publica por entonces El
hombre colectivo y otros poemarios donde la política y sus
experiencias en la guerra están siempre muy presentes.
“Mi padre incentivaba
a los artistas plásticos que conocía para que colaboraran en la creación de
afiches, ilustraciones de libros, catálogos para aniversarios especiales… Él
actuaba como el motor que dinamizaba a los demás en todas sus iniciativas. Se
encargaba de todo, desde armar los catálogos a color de las exposiciones hasta
escribir las reseñas de los artistas”, rememora Sonia.
Luis Alberto
comprendió de joven que el fomento de la cultura y la educación era vital para
construir una sociedad más justa. Por eso estimulaba la lectura entre los
trabajadores de la cooperativa y llegó a crear una gran biblioteca para que
todo aquel que se acercara a visitarlo se llevara un libro.
Trabajador
incansable, Quesada parece querer aprovechar al máximo el tiempo que le robaron
durante sus años en prisión. No pasa un 14 de abril sin que saque a la luz un
recordatorio del advenimiento de la Segunda República. Incluso en los años
negros de la dictadura argentina, a finales de los setenta, Luis Alberto se
permite el lujo de seguir organizando sus eventos culturales, en los que no
pierde la ocasión para exponer sus principios. Esa labor de agitador social y
cultural tendría su reconocimiento en 1999, cuando Quesada recibe la distinción
de “ciudadano ilustre” de la ciudad de Buenos Aires.
La experiencia de la
guerra le dejó a Quesada una certidumbre: son los personajes anónimos los
principales actores de la Historia. Su decepción con los mandos superiores
durante el conflicto bélico español y la resistencia francesa contra la Alemania
nazi lo lleva a desconfiar de generales y líderes políticos. “Nosotros, mi
generación –escribe Quesada en una carta- padecimos el sueño de la cultura, tal
vez por no tenerla. El sueño de la libertad, porque recién lograda nos la
arrebataron por la fuerza. Pero el sueño de la cultura y de la libertad era
para sembrarlo en el campo y en la ciudad, y con el cuenco de nuestras manos,
llegada la cosecha, repartirlo (…) Todavía en mí existe ese sueño. Mi
planteamiento es que el futuro del hombre ha de ser poético. Y en este estadio
concreto de la humanidad, para que el futuro sea poético, tiene necesariamente
que ser colectivo. Cuando las mayorías sean poéticas el mundo colectivo habrá
encontrado su camino”.
Cuando el Alzheimer
hace su aparición en la vida de Quesada, allá por el año 2006, el viejo
luchador antifranquista, al que le mueve un innato “optimismo de la voluntad”,
no desiste en su empeño de proseguir con su labor política y cultural.
En los últimos años,
la memoria de Quesada se ha ido resquebrajando pero no así su vitalismo: “Cada
vez que voy a verlo a la residencia está de buen ánimo –relata Sonia-; aunque
no se puede comunicar verbalmente, él sigue haciendo bromas y regalando
sonrisas, siempre fue así, nunca perdió el buen humor”.
Puede que la memoria
de Luis Alberto Quesada ande maltrecha, pero la huella del hombre colectivo es
ya imborrable. Una trayectoria vital en la que hay un denominador común: el
combate al derrotismo y la apuesta por una sociedad más justa, más poética. Dicho
en sus propias palabras: “O creamos el hombre colectivo / o morirá el hombre
verdadero / y morirá la vida / y morirá la ciencia”.
César G. Calero,
periodista español afincado en América Latina desde hace 15 años, es autor del
libro de crónicas Cuba a cámara lenta (RBA, 2011)
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