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1805. Lo que será la República española XI

Senyera cubriendo el féretro de Blasco Ibáñez en su despacho de Menton, el 28 de enero de 1928. Junto a él su esposa Elena Ortúzar,
sus hijos Sigfrido, 
Libertad y Mario, y su yerno Fernardo Llorca (Fotografía Casa Museo de Blasco Ibáñez)


XI. Y creyendo en este ideal quiero vivir y morir

Porque creo firmemente que la República es la única solución posible de los males que sufre España actualmente; porque considero que esta forma de gobierno puede torcer en una buena orientación el curso de nuestra historia, elevando a cierta parte del pueblo español sobre el escepticismo repugnante o la bestial indiferencia en que le han educado los reyes y sus auxiliares; porque siento en mí una chispa del nuevo ideal que debe reemplazar al ideal muerto, y bien muerto, que en otros tiempos guió a nuestra raza, poseo la energía de una segunda juventud y marcho adelante, ignorando el miedo al obstáculo y al peligro.

Todos los días recibo amenazas de muerte, cartas groseras o anónimas repletas de insultos y calumnias. Creo inútil repetir aquí las persecuciones de que soy objeto por parte del rey y de sus defensores, gentes que solo son capaces de emplear la injuria y no pueden alegar en defensa de dicho monarca una sola razón que resulte aceptable ante la opinión universal. Con las pesetas de los contribuyentes españoles pagan a mercenarios de la pluma y a pobres diablos ganosos de notoriedad, para que escriban contra mí, sea lo que sea.

Si esperan cansarme o infundirme miedo, pierden el tiempo. Jamás me he sentido tan fuerte, tan satisfecho de mí mismo, con la tranquilidad interior que proporciona el cumplimiento del deber.

Hace cuatro meses nada más, antes de que publicase mi primer folleto sobre Alfonso XIII y la tiranía del Directorio, era yo, para los diarios monárquicos de Madrid, un gran novelista, una gloria nacional, comentando con satisfacción patriótica mis triunfos en el extranjero y los honores de que era objeto. Después de haber escrito contra Alfonso XIII, soy para los mismos periódicos un cualquiera, un escritor despreciable, y como no pueden negar mis éxitos fuera de España dicen que dentro de ella mis novelas son poco leídas, cuando algunas han llegado, como es sabido, a la más alta cifra de tiraje conocida en la época presente, tanto en España como en la América de lengua española.

Esto demuestra el apasionamiento grotesco y la pequeñez de espíritu de los que pretenden dirigir la opinión desde Madrid, bajo el reinado de Alfonso XIII. Para ser escritor en este desgraciado país hay que creer en la gloria militar y la sabiduría política de ese métome—en—todo coronado que quiso hacer una prueba de monarquía absoluta con un general presidiable, y ahora no sabe cómo salir del atolladero.

Repito que me siento satisfecho de mi cambio de existencia.

Podía haber permanecido indiferente ante los males de mi patria. Para algunos españoles a lo Sancho Panza esto hubiera sido lo oportuno. Los grandes diarios de Madrid, al servicio del rey, me habrían declarado genio, al envejecer un poco; los honores oficiales habrían llovido sobre mí; tal vez hubiese gozado el altísimo honor de que Alfonso XIII me diese algún día la mano, dedicando elogios a mis novelas (sin haberlas leído, pues los deportes no te dejaron nunca tiempo para leer), «honor» que trastornó las cabezas de algunos españoles ilustres, ya desaparecidos o anulados actualmente por su servilismo para la vida ciudadana, los cuales hicieron palpable con dicho trastorno lo poco que valían como hombres.

Pero en tal caso las gentes habrían recordado mi ignominia, hasta después de mi muerte, diciendo así: «Hubo un escritor que en pleno despotismo pudo protestar. Tenía todo lo necesario para cumplir este deber patriótico: vida independiente, fortuna, un nombre conocido en el mundo. Sus escritos eran traducidos a los idiomas más importantes, podía contar con d apoyo de miles y miles de diarios extranjeros, y sin embargo permaneció callado, indiferente a los males de su país. Fue un mal español, un individuo de crueles egoísmos, tal vez obró así por miedo. Dejemos aparte al novelista y digamos que el hombre fue digno de eterno menosprecio.»

No; pase lo que pase, estoy tranquilo, y contemplo sin miedo el porvenir porque sé que este dirá de mi:

«Pudo mantenerse al margen del combate y, sin embargo, se lanzó a él, convencido de que no iba a ganar nada y en cambio iba a perder mucho. Se unió sin vacilar con Miguel de Unamuno, con Eduardo Ortega, que luchaban valerosamente por la dignidad española antes de su llegada, sin fijarse en si sus nuevos compañeros de combate eran pocos o muchos. Dedicó el resto de su vida a la resurrección de España, al triunfo de la República, y solo tuvo una ambición: ocupar el extremo más saliente de la primera línea de asalto, donde se reciben los golpes más terribles, donde pueden devolverse más directos y certeros.»


Vicente Blasco Ibañez
Lo que será la República española - Capítulo X








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