Lo Último

1766. Madrid (1939)

Carmen Conde Abellán
(Cartagena, Murcia, 15 de agosto de 1907 - Madrid, 8 de enero de 1996)


Hace seis meses que terminó la guerra civil española, y uno casi que empezó la de Alemania-Polonia-Inglaterra-Francia. No nos habíamos repuesto, ni remotamente, de nuestras inquietudes, cuando muchísimo menos de las catástrofes y ya estamos dentro de la órbita dramática de la amenaza nueva. Aquí, cárceles, campos de concentración, penas de muerte; hambre, persecución, centenares de hojas con centenares de avales; los oprimidos de ayer tiranizan a los oprimidos de siempre que, por primera vez han osado revelarse contra el látigo. ¿Cómo aprobar la actuación salvaje de los que escapando de todo control, robaron y asesinaron a los ricos, a los curas, y a los déspotas? Iríamos contra el más elemental principio, el derecho de la vida. Pero, acabada, rendida la guerra, ¿a qué éxito social conduce ensañarse con los vencidos? Bien que el delincuente sufra pena; pero, ¿son delincuentes todos los que apoyaban al gobierno legítimo de la España republicana? Constituido aquel Estado, por la libre voluntad de todo el país, los que le declaran la guerra en julio de 1936 fueron verdaderos delincuentes. Su actitud desencadenó las fuerzas ciegas, primitivas de las masas; ¿cómo podría esperarse que reaccionaran gentes oscuras, sojuzgadas, hambrientas, ignorantes, que propagandas violentas iban envenenando progresivamente? La única acción satisfactoria, pacífica, era la educación sistemática del país; la evolución creciente. Pero las clases ricas, aristócratas y clericales, estaban debilitadas por siglos de incuria y demolicie; la pereza mental y sensible se había petrificado; masas tan nefastas, la de abajo como la de arriba, se enfrentaron por virtud del choque bélico. Una clase servicial, la militar, se puso al servicio de los agonizantes. El Ejército se suicidó en sus principios éticos, como el pueblo en los suyos dejándose ensangrentar por los forajidos. Precisamente el dolor, la amargura, de los partidarios de la libertad, han sido los mejores colaboradores del Ejército perjuro. No se podían aprobar, ni con pasividad, ni con inhibición siquiera, los desastres que causó la sublevación. De los casos individuales de criminalidad, de asalto, de salvajismo, se llegó a la organización del fraude, del sabotaje, del nuevo despotismo. Surgió una clase responsable, que atiborrada de ignorancia suplía, gracias al esfuerzo, las funciones más serias del Estado. Se demostró hasta la saciedad que un pueblo es capaz de vivir tan rápidamente sus etapas de acomodación, que alcanza la edad adulta con facilidad suma. Los abismos de incultura no cuentan ya que se trata de acción. Para un día lejano, los dirigentes sueñan y dibujan grandes proyectos de enriquecimiento instructivo. El sabio es ya tabú. Del brujo que solo veía en el hombre un clerical, un militarista, un carca, llegamos al aprovechamiento de cuanto era una realidad digna. El afán de seleccionar la cultura llevaba, implícito, el de no ver ya si era o no, de la situación quien la ostentaba. ¿Qué ocurría en la otra España?

Dígalo el que la vivió.

Sin embargo, una descomposición feroz se infiltraba en los organismos; el enemigo trabajaba sin tregua. Tenía derecho, porque sólo veía de acá lo que se hacía malo; feo, torpe, sectario; en definitiva cada uno ve aquello que armoniza con su temperamento. Allí y aquí, debió ser lo mismo. Y cosas buenas y hermosas las hacían todos; pues ni las virtudes ni los vicios están adscritos a un solo aspecto de la sociedad.

El hecho de que el Gobierno no atendiera a sus compromisos con el pueblo, producía descontento. Un Ejército militarista había impuesto desde el primer día una disciplina insobornable. Aquí los soldados fueron antes guerrilleros, milicianos; y la confianza que da ir entre compañeros se relajó -si lo hubo alguna vez- el deber de hacer frente al enemigo, lentamente, y solamente en los campos de batalla. Recordemos, no obstante, que Pío Baroja, hablando en sus Memorias de un hombre de acción de la guerra civil (eterna) entre carlistas y liberales, dice "como los defectos de las masas no son sino la suma de los individuales". España está podrida y como tal había que actuar en todas partes. Esencias nobles tiene, en todas partes, y ellas solo hicieron lo único que tenían el deber de hacer: apartarse, pensar, ver, sufrir; pues en balde se entregaron al ardor de influir provechosamente. Una revolución necesita consumirse a sí misma. De ella no será posible tomar después sino aquellos materiales cuya incombustibilidad es signo de templanza, exponente de sólida cimentación para el futuro. 

Cuando un ser no puede convencer con palabras, recurre a las armas que son las defensoras de su debilidad. Cuando fracasa con ellas, vuelve a las palabras angustiosamente. Tal la Propagan de guerra en uno y otro bando. La rendición de Madrid y Levante y parte de Andalucía fue hija del desaliento, de la convicción del fracaso, NO GUERREROS SINO MORAL. Las dos Españas luchaban bien, pero fracasaron a la par. Si una, la roja, se adelantó no puede la otra cantar victoria. Sobre la paz ficticia flotaba la irreconciliabilidad ancestral. Si los vencedores pueden arruinar a los vencidos bien saben que un día del mañana pagarán sus contribución más cara que otras veces.

Porque no son las guerras civiles hechos que se liquiden con la conquista de la tierra. Son explosiones horribles de las disensiones raciales del país. Inútil guerrear. Lo que se impone es un régimen educativo, de tolerancia en vías de acomodación entre todos; que las excelencias se sumen, y los defectos se limen hasta borrarlos. Un bien común, nacional, nos importa a todos. Ningún individuo debe creerse desligado de los otros, ninguna clase superior a ninguna. Cada cual en su función para la marcha del todo social, y en cada caso el máximo cordial de deberes y derechos.

Pero tal concepto de la vida no ha sido tenido en cuenta por ninguna parte combatiente, y ahora, ¿qué? Millares de expatriados, de muertos, de presos, de escondidos, de castigados. ¿Por culpas? ¡Bah! Por represalias, en muchísimas ocasiones inmerecidas, contra la idea que defendieron cuando había una guerra.

¿Generosidad que, en definitiva es diplomacia? ¡Dejaríamos de ser españoles! Pueblo bárbaro que coloca por encima de sus intereses, no la idea espiritual que sería un exponente de su potencia soñadora, sino la cerrazón fanática que sustituye a la idea, al verdadero espíritu.

Un pueblo traicionado por sus últimos gobernantes, entregado como un esclavo, rendido, decepcionado, ¡que jubiloso habría caído en poder del vencedor si este se mostrara clemente, comprensivo y unidor de todos los sufrientes! Falló la diplomacia. No es Maquiavelo quien podría venir a la España de nuestros días, a tomar motivos para sus filosofares sociales. Somos fieles a la tradición. Por rara casualidad nace en el Príncipe. Y es lo curioso que el Estado español presenta habla sin cesar del Imperio y de sus fundadores, sin recordar honradamente la Historia; (¡Propaganda, propaganda! Lo que sustituye a las armas, cuando estas se han contagiado de la debilidad que defendieron)

Y ahora, ¿qué hacemos? Los que nos conservamos libres y procuramos enriquecer y sanar nuestros espíritus y ahora nos hallamos desposeídos por la guerra y por la paz de las humildes casas que constituyeron nuestra hacienda ¿a qué nos dedicamos? Un sistema policiaco nos impide buscar trabajo a la luz del día porque vivimos en la España sometida; un imperativo ético nos impide ofrecernos a aquello que no sentimos plenamente; y en tal actitud somos consecuentes con el ayer próximo, en el que tampoco hicimos otra cosa que poseernos en soledad y en limpieza total.

¿Crear arte? ¡Dichosa ventura si lo consiguiéramos como cuando éramos jóvenes, que la entrega a la obra nos llenaba de loca felicidad sobre la lucha diaria económica dura y amarga! ¿Y cómo evadirse de la crisis de nuestro tiempo? Los años de guerra nos han obligado a proyectarnos poco o mucho, hacia fuera. El seísmo de la paz - que ha decepcionado hasta a los que pueden disfrutar de sus ventajas-, nos ha arrojado tan fuera de nosotros, que..., ¿De dónde sacar fuerzas para la abstracción imprescindible que la creación requiere?

Las vinculaciones familiares, las costumbres, se diluyeron con los días de la guerra; y no es esta paz momento propicio para reanudarlas. ¿El hogar, la familia?; ¡Ay, paradoja tremenda! Los años de dolor, de muerte colectiva, de combates y bombas, han sido los más despreocupados de mi vida.

¿Dónde hallar una luz? El mundo tiembla. La temida Asia se empieza a mover hacia Europa, y en su movimiento, no es ademán fatuo, sino exacto y férreo venir. Yo no temo a las guerras ya; se que de ellas se sale, o se muere, con una impermeable corteza indiferente. La Historia es más grande que las Artes, porque estas las hacen los hombres pensativos, radiantes de divinidad, propios de estancias diáfanas del Tiempo, y aquella es producto del ímpetu destructor de los pueblos. Cuando se construye, no se hace historia, se hace arte. Por eso ahora hay déficit de belleza estética, porque el dinamismo ha sustituido a la contemplación.

¡Mi generación! Da pena hablar de la flor que una mano de hierro estruja sin adherirse siquiera su perfume.

Ayer: Un ensueño ardiente. Hoy: una espera desilusionada. Mañana..., ¡Que cansancio tendremos, que resentimiento! No seremos capaces de gozar de los jóvenes, y pensaremos sobre ellos como sobre nuestras almas pensaron los viejos. ¿Es porqué ninguna vida se realizó por lo que no podemos realizarnos? 

Pero yo estoy viva, sana, fuerte, y si ahora me debato entre sombras se que contengo potencias sin estrenar, afanes, heroísmos. Y mi heroísmo es saber lograr esperar.

Los que no abren en su vida un tiempo sin tiempo, no conocen el violento dolor de retenerse. Esto me lo dan mis dos patrias: la intransigente y la liberal. Porque yo soy de las dos. Todos somos de las dos Españas.

Y ha empezado, con la agonía ya larga de la civilización cristiana, la hora inevitable de ser así o de otro modo. Ser uno para la unidad.

¿Cual?

Es mi unidad aquella a la que aspiro desde mi infancia: la de la creación. Búsquese honradamente cada cual la suya.


Carmen Conde
Mientras los hombres mueren  (Valencia, 1938-1939)







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