Guardias Civiles Pedro Salvo y Manuel García (Foto Campúa) |
A
la entrada del pueblo, las fuerzas echaron pie a tierra y desplegaron. Entraron
por distintas calles. Toda
la parte sur de la colina se cubrió de uniformes, que sobre la cal de los
edificios resaltaban vivamente.
Siete guardias civiles y un sargento y toda una compañía de guardias de asalto
con sus oficiales
y clases. Los de asalto iban comprobando a culatazos si las puertas estaban
cerradas. En las calles
no se veía un alma. Los que bajaban por la que se dirige a la plaza atisbaban,
dispuestos a disparar, las
ventanas. El silencio era absoluto. Al volver una esquina, advirtieron la
presencia de un campesino de aspecto
pacífico, sin armas. Estaba a unos diez metros. Un guardia preguntó, preparando
el fusil:
—¿Qué
hace usted ahí?
Y
antes de que respondiera le ordenó:
—Entre
usted en su casa y cierre la puerta.
Cuando
el labriego volvía la espalda para obedecer, oyó un tiro y cayó herido. La bala
le atravesó los
flancos, entre las costillas y la cadera. No le recogieron hasta dos horas
después. Hoy está hospitalizado
en Cádiz y se puede identificar fácilmente, porque es el único obrero de Casas
Viejas que se halla
en ese establecimiento, y también el único herido que no fue rematado.
Los guardias de asalto siguieron adelante. En la plaza no había fuerzas. Fueron al cuartel y se dispusieron a prestar auxilio a los dos heridos. Luego subieron hacia las chozas de lo alto de la colina. El guardia civil Salva, que llevaba algún tiempo en el pueblo, les condujo al Sindicato y arrancaron la bandera anarcosindicalista, poniendo en su lugar la republicana. Al volver hacia la calle que da acceso a la torrentera donde vivía el «Seisdedos», alguien advirtió otro campesino también a la puerta de su casa, más abajo, en un lugar por el que habían pasado ya. Sin previo aviso, los de asalto se echaron el fusil a la cara y dispararon. El vecino tampoco llevaba armas, y se daba el caso de que, estando enfermo, había salido por curiosidad a la calle a ver lo que ocurría. Recibió varias heridas y murió casi en el acto. Se llamaba Andrés Montiano.
Los guardias de asalto siguieron adelante. En la plaza no había fuerzas. Fueron al cuartel y se dispusieron a prestar auxilio a los dos heridos. Luego subieron hacia las chozas de lo alto de la colina. El guardia civil Salva, que llevaba algún tiempo en el pueblo, les condujo al Sindicato y arrancaron la bandera anarcosindicalista, poniendo en su lugar la republicana. Al volver hacia la calle que da acceso a la torrentera donde vivía el «Seisdedos», alguien advirtió otro campesino también a la puerta de su casa, más abajo, en un lugar por el que habían pasado ya. Sin previo aviso, los de asalto se echaron el fusil a la cara y dispararon. El vecino tampoco llevaba armas, y se daba el caso de que, estando enfermo, había salido por curiosidad a la calle a ver lo que ocurría. Recibió varias heridas y murió casi en el acto. Se llamaba Andrés Montiano.
Ya
había cuatro bajas: dos guardias y dos obreros. Con la «ventaja» para las
fuerzas de la represión de
que una de las bajas del enemigo había sido por muerte. El sargento y el
guardia heridos, todavía vivían.
Claro que—ya es sabido— el sargento murió luego.
En
la roca monda del pavimento sonaban los zapatos de la fuerza o las culatas de
los fusiles cuando los
guardias se detenían para indagar o registrar. Dos o tres, que iban delante,
disparaban a la menor sospecha
sobre las cercas o las chumberas. Se hacía la descubierta en guerrilla
dispersa, siguiendo la inspiración
momentánea de cada cual, como en Marruecos. También sobre tierra calcárea y
entre chumberas.
El pueblo estaba desierto, como las cabilas rifeñas cuando llegaba la
vanguardia. Los vecinos esperaban,
atemorizados, en el fondo de sus casas. Eran las cinco, y el sol había brincado
desde la cumbre pelada
de la colina hasta las crestas de la sierra de Ronda. Sol rondeño para las
coplas donde aparece siempre
un guardia civil cruel y sanguinario y un bandido gentil y generoso. En el
silencio atemorizado del
pueblo veían las fuerzas algo misterioso y amenazador. Los tres heridos —dos
guardias y un campesino—
habían sido evacuados a Cádiz, y el muerto—Andrés Montiano—seguía donde cayó.
Comenzaron
a registrar algunas casas, orientados y asesorados por los guardias del puesto
y por los paisanos
Manuel Grimaldi Gallardo, de la organización socialista de Medina —cuyo primer
apellido lo lleva
también una de las víctimas, y el segundo no se puede decir que le corresponda
por antonomasia—; el
tendero Francisco Vega y el propietario Vela. Los guardias habían sacado de su
casa a Manuel Quijada y
esposado lo llevaban delante, a empujones y culatazos, para que les indicara el
camino. Emprendieron el
de la choza del «Seisdedos», torrentera arriba. A medida que subían, el camino
era más accidentado. Los
tres que les orientaban voluntariamente se iban quedando rezagados, y entonces
tenía que actuar de delator
Quijada. Como se negaba, le golpearon con las culatas de los fusiles hasta
derribarlo. Luego lo levantaron
a patadas. En los últimos veinte metros, el terreno presentaba cortaduras e
irregularidades muy sospechosas.
Los guardias que iban delante no cesaban de gritar:
—¡Eh!
¿Quién va?
—¡Fuera
de ahí!
Y
disparaban a bulto sobre las chumberas. Les precedía una zona de alarma, como
en los ojeos de las
cacerías. No había nadie, ni salía nadie, ni les agredía ningún vecino. Todo
aquello estaba desierto, pero
las condiciones estratégicas de las cercas y de los desniveles eran insuperables.
Iban delante con Quijada,
que se arrastraba con dificultad porque tenía fracturado un tobillo y dos
costillas rotas, el guardia de
asalto Ignacio Martín y el civil Salva. En todo aquel trecho no había chozas.
Luego venía una cerca de una
choza desmantelada, y pegada a ella, la del «Seisdedos». Esa cerca levantaba
apenas un metro, y la utilizaba
la familia como corral y vertedero. Dentro había un asno pequeño y gris, con la
tripa y las orejas blancas. Era de Francisco Lago y constituía el borrico
aguador, del que disponen cada ocho o diez chozas, por
miserables que sean.
Después
de un instante de vacilación avanzaron el guardia civil y el de asalto. El
silencio de la choza
coaccionaba a los guardias. El sol se estaba poniendo y el cono de sombra de la
techumbre de paja se
adaptaba difícilmente al terreno y trepaba por un pequeño montículo.
Ramón J. Sender
Viaje a la aldea del crímen (Documental de Casas Viejas) 1933
Ramón J. Sender
Viaje a la aldea del crímen (Documental de Casas Viejas) 1933
A veces, cuando voy a escribir España me sale Espanto.
ResponderEliminar"Este país de todos los demonios" (Jaime Gil de Biedma)
Eliminar