Los guardias civiles y los de asalto, después del
ataque de «Seisdedos», retrocedieron y fueron a ocupar, con un pequeño
rodeo, las alturas inmediatas. Como hemos dicho, esas alturas
caían verticalmente sobre la torrentera y alcanzaban hasta cuatro o cinco
metros por encima de la choza asediada. La distancia que les separaba en
el caso máximo era de un tiro corto de piedra. Ocupadas las alturas
fronteras a la choza, rompieron el fuego. Se daban órdenes apresuradas. Los
guardias —siete guardias civiles y una compañía entera de asalto— hacían
fuego en descargas sobre la choza, de arriba abajo y a una distancia de
quince metros. El fuego se dirigía por dos frentes y las balas se cruzaban en
la techumbre. Como ignoraban que los sitiados se encontraban en un plano
inferior a la rasante del campo, no podían explicarse que después de dos
horas de fuego incesante continuaran en pie. El pueblo seguía colina
abajo, apenas acusado por los ángulos iluminados aquí y allá por algunas bombillas.
También en los momentos en que atenuaba el fuego se oía desde allí el
fatigado restallar del motor. Una parte de las fuerzas atendía a los
detenidos y cubría la espalda de los restantes. Como el terreno era muy
quebrado y lo desconocían por completo, y como las noches sin luna son
mucho más negras aquí que en Castilla o en el Norte, cualquier rumor,
cualquier sombra o engaño de la vista enturbiada por los nervios
determinaba alarmas y disparos en todas direcciones. Aquellas primeras
horas de la noche toda la parte alta de la colina crepitaba como una
hoguera de ramas verdes.
Dos guardias de asalto intentaron penetrar en la choza
por el boquete que la comunicaba con el corralillo de al lado. Saltaron la
cerca. «Seisdedos» y su yerno percibieron la maniobra y cambiaron
de frente. Hicieron dos disparos. Uno de los guardias retrocedió y volvió
a saltar la pequeña tapia. El otro recibió una herida en el hombro y cayó.
El resto de las fuerzas no habían advertido lo que ocurría porque las
sombras eran muy densas. Una hora después oyeron grandes lamentos y voces
pidiendo auxilio.
Cesaron los disparos y se oyó la voz del guardia
herido:
—¡No tiréis más! Acercarse y hablarles, que se
entregarán.
Los guardias creyeron que eran los de la choza, que
era el «Seisdedos», y redoblaron el fuego. Pero seguían los lamentos y de
nuevo los guardias dejaron de disparar.
—¿Quién eres tú?—preguntaron.
Dijo su nombre. Le pidieron los de sus jefes, y los soltó
de carrerilla. Entonces, y ante el temor de matar al compañero, destacaron
a uno de los detenidos, advirtiéndoselo a «Seisdedos». El detenido
era Manuel Quijada. Sin quitarle las esposas bajó y se acercó a la choza.
No se entendieron. «Seisdedos» no se entregaba.
Pedía que dejaran salir a las mujeres y a un niño; pero advertía que él, por su parte, seguiría defendiéndose. El detenido insistió, y «Seisdedos» repitió su súplica. Los guardias pensaron que aquello era una añagaza para escapar y se negaron. Entonces «Seisdedos» insultó y retó a sus sitiadores. Cuando volvía Quijada cayó herido por seis balas disparadas al mismo tiempo. Balas de máuser. (El forense tiene el informe.) El fuego se reanudó con la misma tenacidad. De la choza disparaban menos, quizá porque no podían hacer puntería y querían ahorrar cartuchos. Pero el guardia seguía gimiendo.
Pedía que dejaran salir a las mujeres y a un niño; pero advertía que él, por su parte, seguiría defendiéndose. El detenido insistió, y «Seisdedos» repitió su súplica. Los guardias pensaron que aquello era una añagaza para escapar y se negaron. Entonces «Seisdedos» insultó y retó a sus sitiadores. Cuando volvía Quijada cayó herido por seis balas disparadas al mismo tiempo. Balas de máuser. (El forense tiene el informe.) El fuego se reanudó con la misma tenacidad. De la choza disparaban menos, quizá porque no podían hacer puntería y querían ahorrar cartuchos. Pero el guardia seguía gimiendo.
—Asaltad la casa. Si seguís así me vais a matar.
Se fue a intentar el asalto; pero de tal modo aumentó
el fuego de los sitiados, que tuvieron que desistir. Eran ya las diez de
la noche. El jefe de las fuerzas de asalto dio orden de que pidieran más a
Jerez y bombas de mano a Cádiz.
Antes de media noche se oyeron algunas descargas cerradas al otro lado de las cercas. Las balas no pasaron sobre la choza. Se oyeron, en cambio, lamentos, súplicas y gemidos.
Antes de media noche se oyeron algunas descargas cerradas al otro lado de las cercas. Las balas no pasaron sobre la choza. Se oyeron, en cambio, lamentos, súplicas y gemidos.
Algunos vecinos oyeron con toda claridad voces
pidiendo auxilio:
—¡Compañeros, que nos asesinan!
El
viejo de la guerrera de rayadillo, muerto. Más fuerzas. Ametralladoras y bombas de mano
En
la total obscuridad de aquel sector, las fuerzas pensaron que habían obrado con
ligereza al permitir
que las chozas próximas quedaran ocupadas. Un destacamento salió para
desalojarlas. El guardia de
asalto Fidel Madras había recibido una perdigonada en el brazo y la mano
derechos, estando a cubierto del
fuego del «Seisdedos». Atribuyeron el disparo a algún campesino de los que
habitaban en las inmediaciones.
En
vano fueron recorriendo las chozas. Sólo había dentro de ellas mujeres, algún
niño y viejos inermes.
Obligaban a encender luz bajo la amenaza de disparar, y después cacheaban y
registraban, haciéndoles
salir seguidamente a la calle y marchar hacia el centro del pueblo. En algunas
chozas encontraron
hombres jóvenes, que fueron acusados de dirigir el movimiento, y esposados,
fueron conducidos
a las cercas donde estaba el grueso de las fuerzas.
Sucumbieron allí, José Toro
y Manuel Pinto,
éste hijo único de una anciana de ochenta y dos años, que en el momento de la
detención se hallaba enferma
en la cama, y que no contaba con más familia. Penetraron también los de asalto
en la choza del viejo
aquel a quien presentamos al principio vistiendo una guerrera de rayadillo. Era
el septuagenario Antonio
Barberán. Estaba, en la choza con un nietecillo de once años. Uno de los
oficiosos informadores afirmó
haberlo visto la noche anterior haciendo acusaciones ante «Seisdedos» y
excitando a la rebeldía a los
campesinos. Se refería, quizá, a las protestas del viejo —que nadie tomó en
cuenta— contra los jóvenes
descomedidos que le atropellaban con sus burros en las calles estrechas. Aunque
un guardia del puesto
declaró que no se había metido en nada, como el viejo, irritado, se levantara
lanzando exclamaciones
de protesta y el chico insultara a los guardias de asalto, éstos dispararon
sobre el anciano, que
quedó muerto en la propia choza. Tanto el cadáver del viejo como el de Andrés
Montiano fueron llevados
aquella misma noche al cementerio.
Cuando
se hubieron convencido de que los alrededores de la choza del «Seisdedos»
estaban totalmente
desalojados, las fuerzas volvieron a su puesto. Seguía la lucha. De la choza
partían fogonazos de
escopeta con lenta regularidad. De vez en cuando se oía también el estampido
del mosquetón cogido por
«Seisdedos» al guardia. Estos tiros eran poco frecuentes.
Pero
las fuerzas no querían que se hiciera de día sin haber liquidado aquéllo. Todo
tenía que estar resuelto
aquella misma noche. Al día siguiente, con la luz del día, podían surgir
complicaciones. El fuego no
cesaba. Advirtieron que ya no tiraban con bala ni con soñeras, sino con
perdigón; pero hacia las doce, en
lugar de disparar sólo dos escopetas disparaban tres. Sin contar el mosquetón.
La muchacha Francisca Lago
había vuelto a entrar —nadie ha podido averiguar todavía por dónde ni de qué
manera— llevándole a
su padre la escopeta prometida. Quedó a su lado, disponiendo la carga. A
medianoche tenían dos heridos:
Pedro Cruz, con un balazo en la cabeza, y Josefa Franco, con el pecho izquierdo
destrozado por un
rebote. Francisca Lago había dicho al entrar:
—El
guardia de la serca ha palmao, padre.
Pedro
Cruz se mantuvo hecho un ovillo en el suelo, con la cabeza ensangrentada. Su
sobrina, Mariquilla
Silva, quiso hacerle un vendaje y curarle; pero vio que había muerto.
Como el cadáver dificultaba los movimientos, fue sacado el del guardia y asomado a la cerca de al lado, donde quedó colgado hacia el corralillo. El de Pedro ocupó su lugar sobre el arca. Junto al cadáver del guardia dejaron dos gorras en lo alto de dos listones, que fueron acribilladas a balazos. Trataron de distraerlos para que pudieran huir las mujeres y el niño. Los atacantes, que tenían linternas de bolsillo y dejaron dos enfocando la choza desde lo alto, se dieron cuenta de la maniobra y arreciaron el fuego sobre la techumbre y los flancos. El guardia del corralillo seguía gritando y pidiendo auxilio, a pesar de lo que dijo Francisca Lago. En otro instante en que cesó el fuego, «Seisdedos» volvió a pedir una tregua para que se retiraran las mujeres y el chico. Los sitiadores consintieron en que saliera sólo el último. En cuanto a las mujeres, podía ser una estratagema para huir todos disfrazados. El muchacho salió, saltó la cerca sin dificultad y bajó hacia el pueblo corriendo.
Como el cadáver dificultaba los movimientos, fue sacado el del guardia y asomado a la cerca de al lado, donde quedó colgado hacia el corralillo. El de Pedro ocupó su lugar sobre el arca. Junto al cadáver del guardia dejaron dos gorras en lo alto de dos listones, que fueron acribilladas a balazos. Trataron de distraerlos para que pudieran huir las mujeres y el niño. Los atacantes, que tenían linternas de bolsillo y dejaron dos enfocando la choza desde lo alto, se dieron cuenta de la maniobra y arreciaron el fuego sobre la techumbre y los flancos. El guardia del corralillo seguía gritando y pidiendo auxilio, a pesar de lo que dijo Francisca Lago. En otro instante en que cesó el fuego, «Seisdedos» volvió a pedir una tregua para que se retiraran las mujeres y el chico. Los sitiadores consintieron en que saliera sólo el último. En cuanto a las mujeres, podía ser una estratagema para huir todos disfrazados. El muchacho salió, saltó la cerca sin dificultad y bajó hacia el pueblo corriendo.
«Seisdedos» ordenó
a Mariquilla:
—¡Anda
tú también! ¡Vivo!
Ella
se resistía. «Seisdedos» la empujó. Mariquilla se vio fuera, sintió unas
ráfagas de luz a su alrededor
y corrió a resguardarse junto al borrico. Le hicieron fuego; pero pudo saltar y
huir. El animal quedó
acribillado a balazos.
En
aquel momento llegaba otra compañía de asalto completa, con bombas de mano y ametralladoras.
Sería
la una de la madrugada o quizá algo más. Los cuatro hombres que quedaban en la
choza tenían
las armas siguientes: dos escopetas con perdigón conejero, una con postas
sotreras y el mosquetón del
guardia, al que todavía le quedaban lo menos ochenta tiros. Quedaban allí
dentro dos mujeres: Francisca
Lago, de dieciocho años, y Josefa Franco, de algo más de treinta. Ésta, herida.
Cuando comprobaron que Mariquilla, «la Libertaria», se había salvado, se sintieron reanimados. Era un verdadero triunfo. Quizá «Seisdedos» pensó que no se acabaría del todo su familia.
Cuando comprobaron que Mariquilla, «la Libertaria», se había salvado, se sintieron reanimados. Era un verdadero triunfo. Quizá «Seisdedos» pensó que no se acabaría del todo su familia.
Ramón J. Sender
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