La sangre que alzó ayer como columnas
Sus brazos sin defensa, solitarios,
La fuerza que arrastraba las montañas
Y ocultaba el latir de los espacios
Donde cadentes ríos sin origen
Sus enlazados pechos asomaban.
Pero en viva batalla está su muerte
Bajo pisadas que la luz condena;
En más honda pasión está el latido
Que cuando a verdes cimas ascendía,
Por un himno de angustia convocado.
Bajo la tierra en que el reposo habita,
Alza su frente iluminada y abre
Sus venas al que busca el bien perdido;
Llama al hombre lejano y enardece
El corazón, de los corazones vírgenes
En que el dolor tan sólo abrió esperanzas
Y vigilan sin número entre sombras.
Y a su voz, de las tumbas como rosas
Sales los dueños que jamás olvidan
Los verdaderos cuerpos no extinguidos,
Duros como la sal, como aquel día
Cuyas ramas de fuego van creciendo
Y al cielo alcanzan ya como una hoguera.
¿Quién detendrá esta suma, esta corriente
donde truncados árboles navegan
por una herida hacia la mar del sueño?
¿Quién negará este cuerpo, este horizonte,
más claro en la tiniebla, más cercano
para el que mira lejos y no duerme?
Viviendo, ardiendo, sube su centro,
A libertar el viento encadenado,
Los ánimo más puros cuyas manos
Recorren avenidas temblorosas,
Se crispan en un mundo calcinado,
Poblado de cadáveres ausentes.
No quisiera escatimar palabras.
Quisiera seísmos de antologías para remover
el almacén trasero de la memoria.
Se muere una sola vez.
O se muere tantas veces
Que no se llega a nacer.
Morir... cuando descansemos;
Pero, mientras, que la muerte
No nos lleve a su terreno.
Que del nacer al morir
La distancia no es muy larga
Pero es dura de cubrir.
Cúbrala el hombre con sus hazañas.
Juan Rejano
Fotografía: Francisco Giner de los Ríos en El Pardo / Fundación Francisco Giner de los Ríos (ILE)
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