Entrada del ejército franquista en Gijón. Fotografía de Campúa
Una de las primeras cosas que hace en nuestro país
cualquier movimiento político es cambiar el nombre de las calles. Inocente
manía, que parece responder a la ilusión de borrar el pasado hasta en sus vestigios
más anodinos y apoderarse del presente y del mañana. En el fondo, es una
muestra del subjetivismo español, que se traduce en indiferencia, desamor o
desprecio hacia el carácter impersonal de las cosas. Madrid administrado casi
siempre por forasteros y analfabetos, ha dado sobre el particular ejemplos de
muy mal gusto, y no ahora, sino desde hace mucho tiempo. Sobre todo cuando le
sobrevienen a un concejal ataques agudos de cursilería, y encuentra poco
distinguido, impropio de una gran ciudad, que ciertas calles se llamen del
Lobo, o La Gorguera, o El Soldado, o ¡Válgame Dios!, etcétera, etcétera.
En mi triste Alcalá he visto convertirse la calle de
las Flores en calle de Navarro y Ledesma; la de Libreros en general Allende
Salazar; la de Roma, nada menos, en general Fernández Silvestre… (Consultese el
Anuario Militar). Conviene perfectamente a la inconsciente sorna e impensada
ironía de los alcalinos, el que al advenir de la República diesen el nombre de
Plaza de la Libertad a la antigua glorieta de San Bernardo, tan gustada por mí,
y que es una plazuela cerrada en tres de sus caras por la cárcel, un convento y
el archivo. Ahora con motivo de la guerra y la revolución, se han visto
ocurrencias divertidas, dentro del afán de rebautizar las calles. La de
Alcalá-Zamora, antes de Alfonso XII, en Madrid, se llama «de la Reforma
Agraria».
En Valencia ha aparecido una «Plaza de los Derechos
del Niño». Y en la antigua de la Lealtad, después de Antonio Maura, también de
Madrid, se llama «calle de las Milicias de Retaguardia de las Juventudes
Socialistas Unificadas».
En Madrid tenían calles propias la Santísima Trinidad,
el Divino Pastor, el Amor de Dios etcétera, sin contar las que derivaban su
nombre de la vecindad de alguna iglesia o convento; pero este motivo, puramente
local es cosa distinta. La manía es común a todas las banderías políticas. Si
los rebeldes tomasen Madrid, veríamos probablemente a la calle del Barquillo,
la del Arenal o la de Carretas cambiar su nombre típico por el de algún general
cargado de laureles. En el siglo pasado, los progresistas impusieron a la calle
de Alcalá el nombre del general Espartero. Después nos hemos contentado con
mantener en esa calle la imagen broncínea del caudillo liberal. Si los
italianos acaban por triunfar, quizás se la lleven a Roma, como trofeo, para
juntarla al león de Judá, que sacaron de Adís Abeba.
Manuel Azaña
Cuaderno de La Pobleta 1937, Memorias políticas y de Guerra
No deja de seer gracioso que Azaña se quejase del cambio de las calles y sus herederos en Madrid lo hayan hecho queriendo cambiar la historia.
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