José María Quiroga Plá, poeta y escritor, un intelectual cuya voz fue desterrada, celebró la proclamación de la Segunda República. Militante de Izquierda Republicana desde su fundación, al estallar la contienda se afilió al Partido Comunista, que abandonaría tres años más tarde. Fue nombrado jefe del Departamento de Censura de Prensa Extranjera en la Subsecretaría de Propaganda durante la contienda.
Se casó con Salomé, hija mayor de Unamuno y se convirtió en secretario de éste.
Desde su exilio en 1939 hasta su muerte en Ginebra en 1955, con tan solo 53 años, trabajó como jefe de traducción en la Unesco. Se murió anhelando regresar a España.
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Carta de José María Quiroga Plá a
Pedro Salinas en 1939
Mi querido y buen Salinas: ¿ya es tiempo de que le
escriba, no? El mes que viene hará tres años que nos separamos. Desde
entonces no he sabido de usted más que por una o dos cartas de Margarita, y por una de usted, que hará un año, con ocasión de una coladura de
Guillermo de Torre. No es mucho, pero menos noticias aún ha tenido usted de
mí. Las causas de ello son varias. Por una parte, un poco el pensamiento: «Que
Salinas se tome la pena de escribirme, –¡ya que yo no me tomo la pena de
escribir!–»; de otra, el no saber exactamente cuál era su posición de usted con
relación a nuestra guerra (en la que, por mi parte, y cada vez más a fondo,
después de plantearme no pocos problemas morales y políticos, estaba –estoy–
metido hasta la coronilla). Perdone usted esta última confesión. No es falta de amistad, como pudiera usted creer.
Por el contrario, era miedo a sufrir un choque más: usted sabe lo que era para mí
Caravia, «Pedro I». Ha sido terrible. Mientras él estaba en Asturias, y luego
en Barcelona (a donde se trasladó en el otoño del 36, para reunirse con su
prometida y casarse, más tarde, con ella), mis cartas rebotaban en él de una
manera que empezó desconcertándome, y bien pronto no me dejó lugar a dudas.
Después, ya en Valencia yo, en el hospital, fue a verme. Y luego hemos vivido
cerca, muy cerca, en Barcelona, y nuestros diálogos, a pesar de nuestros esfuerzos, eran choques dolorosos. Allá se quedó, esperando la entrada de los
fascistas, con su mujer, hablando de salir de España «más adelante», sin
adherirse por entero (¡eso faltaba!) a «los otros», pero, desde luego, más a su
lado que al nuestro. En los últimos días de mi estancia en España, me dejó unas
notas, una especie de diario que había ido llevando… y que, para seguridad
suya, no le devolví hasta horas antes de mi marcha. ¡Si le cogen aquello
encima, se lo cargan! Ahora, que me temo que sean los fascistas quienes le
hagan pasarlo mal, no obstante ser su cuñado jefecillo de horda en Zaragoza.
¡Pobre Pedro! En fin, comprenderá usted mi temor. Yo tenía noticia de la
salvajada que habían hecho con su casa de usted, con sus muebles y papeles, en
Madrid. Confiaba en la lealtad, en el republicanismo de usted pero, ¡qué
diablo!, todo tiene un límite, y hay reacciones que puede uno explicarse.
Cuando, hace un año, recibí la carta en que usted me remitía otra de Torre, me llevé un alegrón de los gordos. No le contesté, sin embargo, por
pudor. Yo era jefe del Gabinete de Censura de Prensa Extranjera, del Ministerio
de Estado. Porque la defensa de nuestra causa me tocaba muy de cerca al
corazón, no me era posible, por una parte, sustraerme a ella, olvidarla, al
escribir a un amigo, y más a un amigo querido, como usted. Pero había un freno
de delicadeza, justamente, que me impedía escribir con el calor que hubiera
querido hacerlo. ¿No podía parecer el señor que hace apologías oficiales, para
justificar la forma en que se está ganando el pan? Claro que yo no me ganaba el
pan, sino que cumplía con mi deber. De una manera o de otra, es lo que he hecho
durante toda la guerra. Al principio, cuando me faltaba no más un
ejercicio para acabar los cursillos (debía actuar la última vez el 20 de julio por
la mañana. Me despertó, a las 6 de la mañana, el tiroteo del Cuartel de la
Montaña. A las 10 fui, de todas maneras, a la Universidad. Los mozos de la
C.N.T me pusieron no pocas veces, en los escasos centenares de metros del
recorrido, la pistola al pecho), entré a trabajar en «Cultura Popular», en la
organización de bibliotecas para los hospitales, y luego para los frentes.
Trabajaba todo el día. A la noche, al volver a casa, no pocas veces bajo los
bombardeos de la aviación, me ganaba el pan traduciendo las últimas cosas que
me aceptaron en Calpe. En noviembre, volviendo a casa por la calle de la
Montera (el 17, la noche en que una bomba hundió el metro y empezó a arder
Madrid por los cuatro costados) me cayó una bomba incendiaria a menos de diez
metros. Suerte que solo era incendiaria. Seguí trabajando todo aquel mes. A
fines del mismo, mi enfermedad se agravó. Salió en la Gaceta mi admisión
como profesor de Lengua y Literatura. Pero las cosas no estaban como para
encargarme de un curso. El gobierno había salido de Madrid, ¡y cómo! La
artillería enemiga nos cañoneaba a diario. Empezaron a llenárseme de llagas los
pies y las manos. Cada mañana salía de casa trabajosamente, llegaba en metro
hasta la Puerta del Sol, y desde allí tenía que recorrer toda la calle Mayor,
hasta llegar a la del Sacramento, donde tenía mi trabajo. Cada paso era un
dolor del diablo. Además, cuando iba haciendo flinflanes de canguro, me
ocurría tener que tirarme al suelo: pasaba bufando un obús, y había que hacer
la rana sobre el suelo lleno de cristales y de escombros. Después de comer tenía que hacer el mismo viaje. Y a la noche
era peor, porque era la vuelta a pie y a oscuras, y con el agravárseme la
diabetes iba yo perdiendo vista por días. Luego, al volver a casa y querer
hacer mis curas, me encontraba con que no había agua caliente, ni carbón, ni
madera con que ponerme a calentar. Tenía que arrancarme las vendas,
ensangrentadas, con aguantoformo y agua fría. Insulina no se encontraba apenas.
Y con todo esto, apenas había qué llevarse a la boca. En diciembre caí en cama.
Eusebio Oliver se hacía el renuente, desde que supo mi posición política. Yo
me pasaba los días tiritando, en mi cuarto. Por la noches, me costó un triunfo
aprender a dormir oyendo el cañoneo y las rachas de ametralladora, cuando no el
estruendo de los aviones que volcaban como con cestos sus bombas sobre nuestro
pobre Madrid. A fines de año me llamaron de Valencia: recién creado el
Ministerio de Propaganda, Arturo Soria, secretario general del mismo, me
ofrecía una plaza. Yo esperaba encontrarla en el cementerio dentro de poco
tiempo. Así como así, estimaba preferible morir solo, completamente solo,
ahorrando a mis padres y a mi hermana el tártago final de asistir al último
ejercicio de mis «oposiciones a fiambre». Una mañanita de fines de enero salí
de Madrid. Un buen amigo me llevó en su coche –un coche de aviación–. Mal
viaje, y peores días los primeros que pasé en Valencia (cenetizada de mala
manera. En Madrid habíamos superado ya eso hacía meses). Gente bestial, dura. Por fin entré en un hospital. Allí pasé cuatro meses, entre la muerte y la
vida lo más del tiempo. Me decían que no me moviera. Podía presentarse una
embolia… Organicé una biblioteca, una escuela, lecturas. Iba de sala en sala
con mi máquina de escribir, haciendo de mecanógrafo a los muchachos que tenían
lejos su familia. Hice de enfermero de mi cuñado Ramón, que había
perdido un ojo, medio paladar y no sé cuántas cosas más en el Jarama… En abril
dejé el hospital, y entré en la Subsecretaría de Propaganda. Me reclamaron en
Prensa Extranjera. A los ocho días le jugaban una gatada a la cabra loca de
Soria. Escribí una carta al ministro (Carlos Esplá), renunciando a mi puesto
y echándole en cara su frivolidad y la de su cotarro. La gente de Prensa
Extranjera, y el partido en que me había apuntado desde septiembre del año
antes, intervinieron. Conmigo habían dimitido otros funcionarios. A esos se les
dejaba alistarse o hacer lo que quisieran. Yo tenía que volver a mi puesto.
Cerré el pico, por disciplina, pero me negué a ir a presentar mis excusas al
ministro. Este, por su parte, botó cuando se le habló de que yo volviese.
«Había de hundirse el ministerio en faltando él, y ese mozo no volvería a su puesto».
Todo un carácter, el hombre. Y empecé a trabajar «clandestinamente». Quiero
decir que trabajaba en casa, y no aparecía como funcionario. Así traduje los
documentos todos del «Libro Blanco» que Vayo presentó en
Ginebra. Tuve que empollarme un montón de libracos de guerra (se trataba de
documentos militares). Al caer Largo Caballero, se me nombró para la Censura
de Prensa Extranjera. Luego fue el traslado a Barcelona, donde nos quitaron la
Censura. Seguí en Propaganda. Dos meses, al frente de los traductores de la
Subsecretaría. Luego, de diciembre a marzo, sustituyendo al jefe de Prensa
Extranjera. Más tarde, me disponía a pasar a los servicios del estado Mayor,
cuando tuvimos nueva crisis, y Vayo me encomendó la jefatura de la Censura de
Prensa Extranjera. Al frente de ella he estado hasta el 4 de febrero, en que
pasé la frontera por orden de mis jefes. Pedí ir al centro. No me dejaron. Me
presenté a la gente de la Association Internationale des Ecrivains (la única
que ha hecho algo serio por los españoles, al menos por lo que se refiere a los
intelectuales). Ahí he estado y estoy trabajando cuanto puedo, sin poder hacer
otra cosa, como no sea proyectos que se me mueren en flor los pobrecillos. Al
llegar aquí, como tenía pasaporte diplomático (Vayo me había agregado a su
gabinete político y diplomático), nadie me molestó. Cuando empezaron las
persecuciones contra los españoles republicanos, hice visar mi pasaporte en la
embajada de los Estados Unidos, sin dificultad alguna. Conseguí más tarde el
«visa» de Cuba. Hoy no me sirven ni el uno ni el otro, después de reconocido
Franco por los Estados Unidos (¿qué otra cosa podían hacer, si el cuco cursi de
don Fernando «se dio el bote», dejándolo todo abandonado?), y
cuando ya no existe un gobierno republicano. Un periodista y escritor yanqui,
amigo mío, Bob Allen, me alentaba a ir ahí, asegurándome que durante el
verano él me conseguiría clases particulares suficientes para vivir el resto
del año. Vacilé un momento. Después me afirmé en mi voluntad de seguir aquí
mientras pudiera hacer algo por mis compañeros españoles. Por otra parte, creo
que lo nuestro «no ha hecho más que empezar», y que, como todo buen
revolucionario tiene que empezar por ser tradicionalista (¡de la tradición
revolucionaria, claro!), y la tradición revolucionaria española tiene solera de
París, aquí estaba mi sitio. Desgraciadamente, la policía francesa tiene sobre
este particular ideas propias, que discrepan bastante de las mías. En
consecuencia, cuando yo llevaba cincuenta y tantos días en París, me
expulsaron, señalándome Melun, a 45 kms de aquí. Hice constar mis profundas
dudas respecto a la posibilidad de que se me perdiese nada en Melun, conseguí
que se aplazara por tres días mi «santoninación»… y el bueno de Cassou logró parar el golpe. Y aquí me tiene usted esperando ¡desde hace un mes!, la
carte d’identité que me han prometido. Por los mismos días de la expulsión se
me propuso para ir a Méjico, en la lista que llaman aquí los españoles de «los
quince mariscales», capitaneada por Bergamín. Las condiciones
económicas no eran malas. Pero, por una parte, creo lelamente
que, parodiando la frase de Pasionaria, «vale más vivir en París, que
morir de rodillas». Además, todavía quedaba mucho por hacer aquí en bien de
los intelectuales españoles, y, finalmente, yo debía consultar con mis
compañeros de partido. Días más tarde, se me habló de ir a la U.R.S.S, para
ponerme al frente de unas ediciones. Ya estaba señalada la fecha de mi partida,
cuando hubo contraorden. Y aquí estoy, en disponibilidad. Por desgracia, el
dinero reunido por el Comité d’Accueil pour les Réfugiés Intellectuels
Espagnols está en los amenes. Con 700.000 francos reunidos (unos 300.000 en
Francia; el resto en Norteamérica, Inglaterra, y algo en Suramérica) se han
hecho milagros, sosteniendo durante tres meses a cerca de doscientos
intelectuales con sus familias, y ayudando a unos novecientos más. A mí, desde
hace mes y medio, me dan mil quinientos francos. Estuve resistiéndome mientras
pude, gracias a los envíos de algunos amigos ingleses y americanos. (Por
cierto: Llorens me habla de que le dio a usted mi nombre para una
lista de profesores de español a los que pensaban ayudar desde ahí los
spanishteachers norteamericanos. Llorens ha recibido ya 25 dólares. ¿Puede
usted hacerme beneficiar de esa ayuda?). Con 1.500 francos no se pueden hacer
milagros en París; sobre todo, cuando ayudan a reducir las posibilidades de esa
taumaturgia cierta propensión natural a vivir bien y a remediar lástimas
ajenas, así como la propensión, adquirida, a
comprar de cuando en cuando algún libro… De aquí a un mes, cuando esté
liquidada la actividad del Comité d’Accueil, estableceré en firme mis planes
(¡rediós con el galicismo, maestro! Usted disimule, como decíamos en nuestros
tiempos del Centro). Hace poco escribí a mis padres fingiendo que regresaba de
Norteamérica. Mi madre llevaba en cama desde fines de año. Me han contestado
a los pocos días. Para colmo de suerte, con la carta venían no solo noticias,
sino unos renglones de mi hijo y media plana de Felisa. Esta se había
presentado en casa de mis padres tan pronto como pudo, llevándoles víveres
(en su carta me lo dice mi madre) y dinero «porque el otro ha sido declarado
nulo». Donde mi madre escribe «el otro», una mano piadosa ha metido la pluma y
ha escrito «rojo». El caso es que Felisa ha estado con mi gente quince días,
que allí ha podido saber ya que he hecho durante la guerra, cuál es mi actitud
política, el camino que he tomado, en suma. Su reacción ha sido, al escribirme,
consultarme sobre la conveniencia de que este verano vayan ella y el crío «al
pueblo de Ramón». El pueblo de Ramón es, sencillamente, Hendaya, donde
piensa establecer sus reales este verano el menor de mis cuñados. Los otros
están en España. Todas las trazas son de que se encuentran bien, e incluso
«relacionados»: Fernando escribe a Ramón «ordenándole» que vaya a ver
a Lequerica, diciéndole que el señor Embajador «ha sido gran
amigo de nuestro padre». A continuación, sin hablar para nada de Felisa ni de
Miguel, hay una delicada indicación destinada a mí: «A José María,
que devuelva los originales de nuestro padre que se llevó. No creo que le
extrañe nuestro legítimo deseo de publicar las obras de nuestro padre en
nuestra patria antes que en ninguna otra parte». Esos originales «que me llevé»
son las poesías del Cancionero de don Miguel, escrito en el destierro, como
usted sabe. En Hora de España publiqué yo algunas. Pensar que el manuscrito
podrá ser editado en España es pensar la locura. Así, estoy haciendo sacar
copia de las poesías, de acuerdo con Ramón. Una copia a máquina será enviada a
Palencia, y allá ellos. Pero los manuscritos los guardaremos muy bien Ramón y
yo. Aparte de eso, y volviendo a mis planes: si de aquí a julio no se ha
declarado la guerra (los optimistas la esperan para mediados de julio;
los pesimistas, más cautos, para de aquí a un año), en cuyo caso ofreceré mis
servicios al gobierno francés, es la misma lucha que continúa, ¿qué quiere
usted?), buscaré un rincón en el campo, o a orillas del mar, en que
establecerme, y allí me dedicaré a traducir (para la Argentina y Chile, acaso
para una editorial importante que se va a fundar en Méjico), y a escribir. En
todo este tiempo no he hecho más que dos o tres poemas… y una docena de sonetos
amorosos. Me urge descargarme de mis novelas cortas en fárfora, las viejas
y las que andan dándome vueltas por dentro desde hace cosa de un año, y que
solo en ciertos respectos caerían dentro de lo que se llama literatura de
guerra. Trabajando esperaré a Felisa y al cachorro. Únicamente si pierdo la
esperanza de recobrarlos pronto, saldría de Francia. ¿Para ir adónde? A donde
sea. Acaso a la U.R.S.S, por ser el único sitio donde me dejará entrar sin
dificultad. A España no vuelvo hasta que se les acabe el destierro a aquellos
infelices. Quiero decir, a los que se han quedado allá. Porque son ellos los
desterrados, y no nosotros. Creo que fue en Polibio en quien leí, hace años,
la historia de unos soldados griegos que se pasaron al persa. Alguien les echó
en cara que abandonasen así su patria, y ellos, llevándose las manos a la
verija, respondieron que allí estaba su patria, donde se llevasen lo que les
colgaba. De hecho, allí está la patria de uno, donde pueda hacer hijos libres…
y hacer tiempo para volver a recobrar la patria vieja. Todo lo que he pasado en
estos tres años, desde la enfermedad hasta los sufrimientos morales, me ha
enseñado a confiar en mis propias fuerzas y en las de mi pueblo. Sé que a
España he de volver, y conmigo mis compañeros, y no como amnistiados, sino como
amnistiadores. Tardará más, tardará menos en llegar ese momento. Pero llegará.
Mientras tanto, no hay sino seguir viviendo y haciendo. Es la manera de seguir
trabajando por España y por cumplir el propósito.
En cuanto a mi salud, desde hace dos años no he tenido
tiempo de hacerme ver por un médico. Cuando se ha trabajado en esos dos años,
malcomiendo, sin descansar, con jornadas medias de doce a catorce horas, y
sigue uno tan tieso, es cosa de empezar a creer que no hay rayo que le parta a
uno. Y, en fin, si uno revienta antes de tiempo, otros harán lo que uno no pudo.
Nada sé de León. El pobre Dámaso quedó en Valencia. No creo que le pase nada. Me temo que a última hora
estuviese un poco amargado. Mientras yo le vi y traté en Valencia –donde me
visitaba a menudo en el hospital, primero, y más tarde en mi casa–, fue el de
siempre, noble, leal, y más de izquierdas, sinceramente, en el seno de nuestras
charlas, que cuanto hubiera podido creerse de él. ¿Qué puede usted decirme de
los demás amigos? De Guillén me dicen que anda por ahí. Le he defendido
muchas veces, cuando me han hablado de un discurso suyo de inauguración de un
curso en Sevilla. No sé qué puede haber de cierto. En todo caso, o me dejo cegar por la amistad, o no puede
tratarse más que de haberse visto Guillén puesto a parir por aquellos cafres.
¡No hay que pedirle a todo el mundo que haga el héroe, diablo! En cambio, del
canallita de Gerardo sé cómo estuvo aquí al pairo, hasta que pudo
volverse a Santander, para escribir allí una oda a las «alas negras», a los
aviadores italianos que nos achicharraron en Barcelona (Parece que el
bombardeo que «le dio marcha» poéticamente fue justamente uno en que estuve a
punto de «parmar» yo, en Barcelona: cayeron dos bombas en la misma manzana de
casas en que yo vivía, a fines de enero del 38. Yo estaba en la cama, y en ella
seguí –no he pisado un refugio en toda la guerra–. Saltaron todos los cristales
de las ventanas, y a poco nos ahogamos con el polvo y con el olor a
chamusquina. Afortunadamente, todos mis peligros de muerte se quedaron en
«casis». La última bomba que pasó cerca de mí, llevándose los alamares, como
aquel que dice, fue en el bombardeo gordo de Figueras, el 3 de febrero de este
año: cayó una bomba en el piso de al lado. Hubo seis muertos y diez y seis
heridos graves. Las paredes de mi despacho se cuartearon, y yo salí de allí
pensando seriamente en enviar un parte de nacimiento a mis amistades, porque la
verdad es que una vez más acababa de nacer).
Si sabe usted alguna posibilidad de trabajo para mí,
dígamela. Y, sobre todo, escríbame. Imagino que Solana debe estar
ya hecha toda una mujer, y Jaime un barbarote de una pieza.
¿Y Margarita? La he recordado muchas veces, y no sabe bien ella con
qué afecto. Lo mismo que a usted, por lo demás, mala persona. ¿Qué hace usted?
¿Escribe? ¿Publica? Ea, cuénteme todas esas cosas y muchas más. Escríbame aquí,
a las señas que le doy en mi carta, o bien a la Association Internationale des
Ecrivains. –29, Rue d’Anjou (Paris, VIII). Pero escríbame, si es que no se le
pone la carne de gallina de escribir a un rojo recalcitrante, condenado al
fuego eterno y a qué se yo cuántas cosas más. Salude a Navarro Tomás de mi
parte. Mándeme, si las conoce, las señas de Casalduero. Y usted,
con abrazos afectuosos para su gente, reciba uno muy fuerte y muy emocionado
–aunque usted no lo crea– de su viejo y leal amigo
Quiroga
Muy emotiva y clarificadora carta. Permítaseme, con todo, un par de precisiones a la presentación. Es cierto que Quiroga Pla se dio de baja en el PCE en el año 1939, como protesta por la firma del Pacto germano-soviético. Pero al acabar la II Guerra Mundial volvió al Partido y colaboró activamente en las actividades culturales organizadas en París por el PCE y sus plataformas afines.
ResponderEliminarEn la UNESCO tuvo como subordinado a un joven Jorge Semprún, recién regresado del campo de Buchenwald. En el libro "La aventura comunista de Jorge Semprún" (Tusquets, 2014), de Felipe Nieto, se recogen algunas anécdotas sobre la relación entre ambos.
Gracias por el comentario José Manuel, y por las precisiones.
EliminarSaludos.
En la página de Facebook "Literatura y arte de la guerra civil" he colgado el artículo completo del que está sacada la carta
EliminarGracias José Manuel. Desconocía este grupo. Acabo de pedir unirme a él.
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