Antonio Muñoz Molina / ElPais.com / 26 Diciembre 2015
Esos jóvenes vivieron la II República como
una excitación jubilosa, pero todo lo arruinó la gran carnicería de la guerra
Uno nunca
sabe donde va a encontrarse con las grandes lecturas, las voces inesperadas que
suenan a veces con una extraña realidad en las páginas impresas. Tuve que ir a
México, a la feria del libro de Guadalajara, para encontrar una voz española
que desconocía, la de Carmen Parga, que murió en 2004, con casi noventa años,
después de una vida a la vez común y prodigiosa, una de esas vidas arrebatadas
por la fuerza centrífuga de los exilios y las guerras que sin embargo preservan
como un germen indestructible de sensatez y serenidad. En Guadalajara alguien
me habló de la situación penosa del Ateneo Español de México, y cuando me dijo
que su presidenta se llamaba Carmen Tagüeña le pregunté si no sería hija del
teniente coronel Manuel Tagüeña, uno de los héroes del Ejército republicano
durante la Guerra Civil. La coincidencia avivó la conversación. Yo conocía las
memorias de Tagüeña, Testimonio
de dos guerras, uno de esos relatos en primera persona
fundamentales para conocer desde dentro los años que van desde la llegada de la
II República en España hasta lo más tenebroso de la Guerra fría, el tránsito de
una vida desde la ilusión juvenil de la libertad política y la justicia social
hasta el sombrío desengaño en la Unión Soviética de Stalin y en las dictaduras
que se llamaron sin sarcasmo “democracias populares”.
Cuando
empezó la guerra en España, Manuel Tagüeña, a los 23 años, era un doctor en
Matemáticas y Física. En el verano del 36 ya mandaba patrullas de milicianos en
la Sierra de Madrid. Su valentía personal destacaba tanto como su sentido de la
disciplina y de la estrategia. Dos años más tarde, ascendido a teniente
coronel, tuvo a su cargo un cuerpo de Ejército en la batalla del Ebro. Militó
en la Juventud Socialista Unificada y luego en el Partido Comunista. En sus
memorias el relato pormenorizado de las operaciones de la guerra tiene un
poderoso pulso narrativo y al mismo tiempo está despojado de sectarismo
ideológico. Tagüeña escribía en México, en 1969, sabiéndose ya muy enfermo, con
la seguridad de que el libro solo se publicaría después de su muerte, resuelto
a contar la verdad de lo que había vivido y también a que su testimonio no
pudiera ser manipulado por la dictadura franquista. Su experiencia en la Unión
Soviética, en Yugoslavia y en Checoslovaquia lo habían desengañado del
comunismo, pero el desengaño, en lugar de convertirlo en un reaccionario, había
acentuado su sentido de la justicia y del valor de las libertades civiles y la
soberanía personal. Su curiosidad, su entereza, su voluntad de aprender,
asombran tanto como su determinación de no cerrar los ojos ni rendirse al
infortunio. Aprendió ruso, francés, inglés, serbocroata, checo. Fue profesor
con apenas 30 años en la academia militar Frunze, de Moscú, y asesor del
Ejército yugoslavo. Hizo entera la carrera de Medicina en Checoslovaquia. Llegó
a México con su familia en 1955, después de trámites y esperas de pesadilla
para que le permitieran irse de la Europa comunista, y se ganó la vida en un
laboratorio farmacéutico.
En
las memorias de Tagüeña hay una presencia discreta y asidua de su mujer, Carmen
Parga. Los dos pertenecen a esa generación que retrata mejor que nadie Max Aub
en La calle de
Valverde: hombres y mujeres que eran muy jóvenes en las vísperas
prometedoras de la II República y que vivieron ese tiempo como una excitación
jubilosa que no era solo política, porque tenía el impulso de la irrupción
personal en la edad adulta, el de las promesas prácticas que ya estaban
cumpliéndose y las expectativas racionales o utópicas que quedarían igualmente
arruinadas por la gran carnicería y la destrucción de la guerra, y luego del
régimen vengativo de los vencedores. Carmen Parga, en la República, a los
veinte años, es una de esas muchachas que aparecen en los anuncios de las
revistas ilustradas o en las páginas deportivas en huecograbado de los
periódicos: delgada, con el pelo muy corto y la raya a un lado, vestida unas
veces para ir a la universidad o al trabajo en una oficina y otras para
practicar un deporte. Carmen Parga, como Manuel Tagüeña, como los amigos reales
y los personajes inventados de Max Aub, tiene la buena suerte biográfica, más
acentuada todavía en las mujeres, de ser joven en un tiempo en el que se abren
posibilidades políticas y educativas que no habían existido antes. Tagüeña
disfruta las ventajas del gran salto en la enseñanza y en la investigación
científica que había iniciado Ramón y Cajal y que sostenían sus discípulos.
Carmen Parga, a los 20 años justos, pertenece al primer grupo de estudiantes,
mujeres en su mayoría, que inaugura el edificio de Filosofía y Letras en la
Ciudad Universitaria de Madrid.
Dice
Henry James que todos los futuros son crueles. El de los jóvenes de esa
generación fue inaudito. Estudiaron con los mejores maestros que ha tenido
nunca el conocimiento humanista y científico en España. Disfrutaron de los
primeros grandes logros modernos de la cultura popular, el cine sonoro, la
radio, los bailes con música de jazz, las piscinas públicas, los deportes.
Vivieron por primera vez la posibilidad de una relación igualitaria entre
hombres y mujeres, en la vida privada y en el activismo político. Todo ocurrió
a una velocidad de la que es difícil darse cuenta: en la primavera de 1939
Carmen Parga y Manuel Tagüeña son dos refugiados que han logrado escapar al
cautiverio indigno en los campos de concentración franceses y viajan en un
carguero por el golfo de Finlandia, camino de Leningrado.
Pero
ahora el libro de memorias que sigo no es el del marido, sino el de la esposa.
A los ochenta años, en México, viuda desde hacía mucho y ya jubilada de sus
tareas como profesora, Carmen Parga siente la necesidad de consignar por
escrito lo que ha contado muchas veces en voz alta a los amigos que le
preguntaban por los mundos ya lejanos que ella había conocido. Se lo ha
propuesto de vez en cuando, y siempre lo ha postergado. Pero le da
remordimiento pensar que algunas de las personas que le pedían que escribiera
ya han muerto. Y ahora, urgida por el tiempo, comprende que debe hacerlo, antes
que sea tarde, antes de que la desmemoria y la muerte borren sin rastro todo lo
que ella ha conocido, lo que han visto sus ojos, la belleza de los ideales y la
lucidez de los desengaños necesarios, la exaltación liberadora en el Madrid de
la República y el veneno lento del terror en el Moscú de Stalin, el miedo y la
alegría de dar a luz a una hija sana y vigorosa en un invierno soviético de
guerra y de fríos polares. Antes
que sea tarde, llamó Carmen Parga a sus memorias cuando se
decidió por fin a escribirlas. Leerlas al mismo tiempo que las de Manuel
Tagüeña es un ejercicio de restitución de una memoria civil verdadera, no
banalizada ni simplificada. Y también una lección tan necesaria hoy como hace
un siglo: sin libertad de conciencia y de expresión, sin ejercicio de la
crítica y de los controles democráticos, sin respeto a lo singular y a lo
minoritario, los ideales más seductores de igualdad y justicia acaban en tiranías
monstruosas.
Testimonio
de dos guerras. Manuel Tagüeña Lacorte. Planeta, 2005. 750 páginas. 29
euros.
Antes
que sea tarde. Carmen Parga. Compañía Literaria, 2002. 182 páginas. 6
euros.
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