José Blanco Amor
(Bergondo, A Coruña, 3 de diciembre de 1914 - Buenos Aires, 10 de marzo de 1989)
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Gallego, periodista, escritor y emigrante en Buenos Aires. Miembro de las redacciones de "El Mundo", "La Prensa" y "La Nación", secretario de Organización Republicana Gallega Autónoma (ORGA), que dirigía Santiago Casares Quiroga, y fundador del Comité Iberoamericano al Servició de la Independencia Española.
«Quedó con los ojos fijos en la puerta por la que ella
había desaparecido y la mano, con un impulso mecánico, le depositó la copa en
los labios. Dio algunas vueltas sin sentido y se dejó caer pesadamente en un
sillón. Todo lo hacía con inconsciente automatismo. Se oprimió las sienes con
los pulgares como si temiera que le estallaran. De pronto la imaginación, en un
intento por rescatarlo, lo trasladó a un momento ciego de su vida: la noche del
6 de noviembre de 1936 en Madrid. Todo cobró una espectacular agitación:
muebles, cuadros, el busto y el retrato, los libros y las revistas, todo empezó
a danzar con movimientos grotescos. Hasta le pareció sentir el característico y
penetrante olor de la pólvora. Estornudó, y los ojos se le poblaron de vivos
fogonazos como estallidos pirotécnicos. La ciudad estaba a oscuras y las gentes
marchaban adosadas a los muros. Los cuerpos chocaban en la oscuridad y se
alejaban unos de otros desconfiados y hostiles. Se había iniciado la lucha por
sobrevivir. Los silbidos de los obuses surcaban el cielo de la ciudad, y el
estruendo permanente era la evidencia de la catástrofe. El resplandor de los
incendios eran los fanales que servían a la multitud para orientarse. La gente
gritaba y se acosaba en la calle, y los focos de los autos sufrían el apagón
repentino de certeros disparos. Nadie sabía de dónde procedían aquellas
descargas que cruzaban rasantes las bocacalles y levantaban esquirlas en el
pavimento. Pronto se conoció la verdad: la quinta columna, aprovechando la
confusión general, había iniciado el tiroteo. Se vio rodeado de un grupo de
hombres armados. La credencial del Ministerio de Estado, vista y revisada a la
luz de una linterna oculta debajo de un gabán negro, lo salvó de ser aupado en
un camión. “Te salvaste del paseo, chico”. Todos hablaban de la quinta columna,
pero había tanta confusión en los juicios como en la calle. Él siguió
orientándose entre corridas, gritos histéricos, lamentos, imprecaciones y
pedidos de auxilio de quienes se consideraban traicionados porque el gobierno
se marchaba para Valencia. No se había hechos anuncio oficial alguno pero todo
Madrid lo sabía. Él tenía el propósito de viajar al día siguiente, y después
vendría a buscar a su familia. Había que infundirles aliento y asegurarles que
no les pasaría nada sin él. Una ola trepidante le arrebató el sombrero, y el
abrigo lo alzó como un globo. Un estampido le reventó en la cabeza, y se sintió
como succionado por una boca de aire. Cuando volvió en sí era de día. El
bombardeo había cesado. Estaba en el hospital. A su lado descubrió el rostro
sereno y resignado de Elvira, su mujer, y la mirada fría de su madre. Su madre
vestía ropas negras cerradas con un medallón debajo de la nuez, y tenía puesto
un sombrero, también negro, bordeado de cabellos blancos. Su madre pensaba que
los que disparaban a mansalva en la noche eran los protegidos de Dios y las
víctimas, como su hijo, estaban condenadas al infierno. Bastaba verla ahí,
lejana, silenciosa, hosca, para comprender cuáles eran sus sentimientos. Él
orientó los ojos en busca de Clara Lucía y de Paquito, también allí en
asombrada mudez, les acarició el rostro y les dedicó la única sonrisa. El
médico restó importancia a las heridas, pero él descubrió, pocos días después,
que la pierna derecha le quedaría lisiada. Partió para Valencia aún
convaleciente. Los árboles del Retiro mostraban los muñones secos de sus ramas,
y el viento tocaba en ellos una música fúnebre. De Valencia se trasladó en
misión a Bilbao para tratar con el cónsul inglés la evacuación en caso de que
se precipitara la caída del Norte. Allí lo sorprendió el colapso de la ciudad y
de Bilbao salió para África. Estos y otros hechos de aquel “minuto ciego” de su
vida –como él llamaba al episodio de la noche en que recibió las heridas−, se
le atropellaban ahora en el recuerdo para cubrir el vació de su vivir actual. »
José Blanco Amor
Duelo por la tierra perdida (extracto)
Buenos Aires: Editorial Losada, 1959
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