Destacado y veterano
militante socialista, Sócrates Gómez ha consagrado su vida entera al servicio
del PSOE, en cuyas luchas interviene personal, activa y brillantemente durante
los últimos cincuenta años, los más agitados y dramáticos de su centenaria historia.
Carácter entero y voluntad firme no vacila en sus convicciones y continúa
rectilíneo su camino pese a sufrir persecuciones de todo género, torturas
morales y materiales, numerosas detenciones, lustros interminables de en-cierro
en los más inhóspitos penales, condenas, privaciones y hambres. Nacido en Vigo
en 1914 e hijo de José Gómez Osorio —fundador del Sindicato Nacional
Ferroviario, miembro de la Ejecutiva nacional del Partido y último gobernador
republicano de Madrid, fusilado por el franquismo en febrero de 1940—,
ingresaba en su infancia en las Juventudes Socialistas, en las que sobresale
pronto por su espíritu combativo, agilidad de pluma y facilidad de palabra,
cualidades que le valen no más tarde de 1930 formar parte de los organismos
rectores juveniles en compañía, entre otros, de Carlos Rubiera, Hernández
Zancajo, Juan Simeón Vidarte y Santiago Carrillo. Un año más tarde ingresa en
la redacción de «El Socialista», en el que sigue trabajando al producirse el
alzamiento militar del 18 de julio de 1936.
Durante la contienda
civil, Sócrates Gómez, tras luchar en diversos frentes en los primeros meses del
conflicto, pasa a integrar el Comisariado de Guerra y es designado director de
«La Voz del Combatiente», diario de y para los soldados, que edita el propio
Comisariado, se reparte gratis en las trincheras y contribuye eficazmente a
mantener intacta la moral de los hombres enrolados en el Ejército Popular.
Aunque como tantos otros puede escapar de Madrid y de España cuando, una vez
perdida Cataluña, no existen ya perspectivas de triunfo, permanece en su puesto
hasta después del último segundo. Apresado en el puerto de Alicante, pasa por
los terribles campos de concentración de Levante antes de ser trasladado a
Madrid. Durante un tiempo —que se prolonga varios años— todos sus familiares
—padre, madre y hermanos— penan en distintas cárceles y comisarías madrileñas.
Luego el padre es fusilado y la tragedia familiar se completa con el suicidio
de la hermana menor, cuyos diecinueve años no pueden sobreponerse a una
situación desesperada.
Condenado a largos años
de presidio, Sócrates sale en libertad provisional cuando la Segunda Guerra
Mundial se aproxima a su final. Sin vacilar un momento se lanza de nuevo a la
lucha clandestina. Detenido una vez más es juzgado en 1946 en otro consejo de
guerra sumarísimo en la ciudad de Alcalá de Henares, en unión de los demás
dirigentes de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas. Aunque la sentencia
rebaja en dos grados la pena de muerte solicitada por el fiscal, Sócrates ha de
permanecer varios lustros entre rejas. Pero ni los muchos años de encierros ni
las dificultades de una libertad que tiene mucho de provisional le hacen
abandonar la defensa activa de sus ideales. Elegido diputado en la consulta
electoral del 15 de junio de 1977, forma parte ahora de la Diputación
Provincial de Madrid en virtud de las elecciones municipales del pasado 3 de
abril.
Por qué perdimos la Guerra
—Son varias las causas que contribuyeron a nuestra
derrota en la guerra —dice Sócrates en respuesta a mis preguntas—. Estuvo en
primer término la actitud suicida de las democracias occidentales —Francia,
Inglaterra y Estados Unidos—, que faltando a sus obligaciones y compromisos
negaron a un Gobierno legítimo, que mantenía con todas ellas las más cordiales
relaciones, las armas que precisaba para su defensa. La farsa trágica de la «No
Intervención» no sólo hizo que una contienda que pudo resolverse en pocos meses
se prolongara cerca de tres años, sino que determinó la victoria del
franquismo, al que, aparte de ayudar abiertamente con hombres y material
Italia, Alemania e incluso Portugal, permitió que algunas empresas americanas
—la Texaco, por ejemplo— entregaran sin cobrar a las juntas de Salamanca o
Burgos los elementos bélicos que ni aun cobrando al contado facilitarían a los
gobernantes republicanos. Valiéndose de una serie de engaños y subterfugios
hicieron con los antifascistas españoles en 1936 y 1937, los mismo que
cínicamente harían en 1938 con Checoslovaquia, violando todos los tratados internacionales
suscritos por las grandes potencias, para entregarla atada de pies y manos al
nazismo hitleriano. Si a base de tan humillantes claudicaciones Londres y París
esperaban evitar la guerra, fracasaron; si únicamente pretendían ganar tiempo
para armarse adecuadamente, lo hicieron tan rematadamente mal que, como
demostró la primavera de 1940, Hitler y Mussolini aprovecharon mucho mejor el
tiempo. Aunque lo cierto es que tanto los radicales franceses como los
conservadores británicos tuvieran en el fondo mayor temor que a la misma
guerra, al contagio de la revolución española entre los trabajadores británicos
y galos.
Sócrates habla con seguridad y firmeza, dando la
clara impresión de haber meditado no poco sobre el tema. Tras hacer una ligera
pausa, prosigue diciendo:
—Claro que, aparte del indigno comportamiento de las
democracias, hubo otros factores que contribuyeron a nuestra derrota final.
Muchos de ellos pueden sernos imputados a los partidos y organizaciones
antifascistas que en vez de luchar en todo momento férreamente unidos en un
sólido bloque, nos dividimos y enfrentamos por cuestiones secundarias y
pretensiones hegemónicas de determinadas personas y grupos. Bueno será
subrayar, sin embargo, que esas divisiones se debieron en parte —o cuando menos
fueron incrementadas por ella— a la actitud de las democracias que, al negar
armas al Gobierno republicano, le obligaron a buscarlas en otra parte y a
depender de una fuente de suministros que no sólo obligaba a pagarlos en oro y
por anticipado, sino que trataba de ponerles un precio político adicional.
Consecuencia de ello fue que un grupo, muy minoritario al comienzo de la lucha,
pretendió imponerse al resto de los partidos y organizaciones, tratando de
minarles, dividirles y enfrentarles, perjudicando considerablemente el esfuerzo
común. La inoportuna crisis de mayo de 1937 que desplazó a Caballero de la
jefatura del Gobierno, dejando fuera del mismo a una parte considerable del
partido socialista y a las dos grandes centrales sindicales, constituyó un
grave error que tuvo repercusiones nada satisfactorias en el transcurso de la
contienda. Como lo tuvo, en el aspecto puramente militar, el desplazamiento del
general Asensio y la paralización de la ofensiva proyectada en la primavera de
1937 en Extremadura. También fueron equivocaciones lamentables el desenfrenado
proselitismo político, la enconada persecución contra los disidentes comunistas
y las campañas de desprestigio contra las figuras más descollantes del
antifascismo en cuanto no servían sumisamente a sus fines. Nada de esto
favoreció el esfuerzo de guerra y todo contribuyó en mayor o menor medida al
desastre final.
Los militares que luchan por la República
—¿No influyó también la falta de buenos técnicos
militares o el escaso aprovechamiento de los que teníamos?
—Indudablemente sí. Pero aquí conviene tener en
cuenta diversos factores. El primero de ellos es que mientras la República no
desencadena la guerra, que la coge totalmente des-prevenida y sin preparación
adecuada para hacerla frente, el franquismo cuenta desde el primero momento con
buena parte del Ejército y esa parte es la mejor armada y con mayor preparación
para el combate. Por otro lado, y aunque en el alzamiento no participase la totalidad del Ejército, las masas populares que, en unión de los guardias
civiles, de seguridad, asalto y carabineros fieles al Gobierno aplastan el
movimiento subversivo en más de la mitad del territorio nacional, sienten una
profunda desconfianza hacia la lealtad de los elementos castrenses que siguen en
las filas republicanas, desconfianza que explica no pocas tropelías
inexplicables de otro modo, y se desaprovechan durante los primeros meses la
adecuada utilización de numerosos militares que hubieran podido determinar la
suerte de la contienda.
Cuando se instaura el Comisariado se crea con la finalidad fundamental de que
la personalidad política del comisario abone ante los milicianos la conducta
antifascista del jefe militar y le sirva de escudo contra la barbarie de
quienes, para justificar su cobardía en algunas huidas vergonzosas, culpan a
los mandos de haberlos traicionado. Aunque algunos comisarios no están a la
altura de su difícil misión, son mayoría los que cumplen con su deber y su
tarea resulta eficaz en el transcurso de la con-tienda. Mucho más eficaz
resulta, natural-mente, la transformación de las columnas milicianas en un
ejército regular y disciplinado, porque una guerra sólo puede ganarse con un
buen ejército. Por desgracia, cuando tirios y troyanos se convencen de esta
verdad han pasado cerca de seis meses y se han desvanecido todas las
probabilidades de victoria rápida que la República puede tener en las primeras
semanas de la contienda.
Pretendo que precise algo más respecto a la valía de
los militares profesionales que hicieron la guerra en las filas republicanas y,
tras pensarlo un momento, Sócrates contesta midiendo cuidadosamente sus
palabras.
—No soy militar ni me tengo por experto en
cuestiones estratégicas. No obstante, por lo que entonces y después pude oír,
leer o saber de los juicios de quienes dominan la materia, tengo la impresión
personal que el más brillante y capacitado de los jefes castrenses que
combatieron a nuestro lado fue el general José Asensio Torrado. Era hombre de
clara inteligencia, de probado valor personal, con grandes dotes de mando e
inequívoca significación política. Consejero y asesor militar de Caballero,
prestó grandes servicios a la República, especialmente por su decisiva
intervención en la organización del Ejército Popular. Pudo haber hecho mucho
más, pero no le dejaron. Individuos y sectores a quienes estorbaba su leal
colaboración con el jefe del Gobierno, atacaron insidiosa y virulentamente al
general cuando iniciaron su maniobra para desplazar a Largo Caballero. Tras la
pérdida de Málaga consiguieron no sólo su sustitución, sino incluso
suprocesamiento y prisión. La realidad demostró más tarde tanto su lealtad a la
República como lo acertado de su comportamiento; pero para entonces el mal ya
estaba hecho y Asensio se vio privado de continuar actuando desde un puesto
clave. Fue una torpeza y un error que las armas republicanas hubieron de pagar
demasiado caros. Aparte de Asensio Torrado, hubo otros militares profesionales
que por su inteligencia y capacidad realizaron una gran labor. Entre ellos cabe
destacar al general Vicente Rojo, que pese a su dudosa significación política
al comienzo de la contienda, sirvió a la República con absoluta lealtad e
indudable talento; algunas de sus grandes maniobras ofensivas y defensivas
pudieran ser tomadas como modelo de habilidad estratégica. Si las grandes
batallas de Teruel y el Ebro no terminaron en aplastantes victorias
republicanas no cabe atribuirlo a inferioridad de los militares que luchaban a
nuestro lado, sino a la superioridad aplastante en aviación, artillería y
tanques de las huestes contrarias. Mientras el franquismo recibía cuanto
necesitaba y más en los momentos cruciales de la guerra, los cierres de la
frontera francesa y la irregularidad de los suministros por vía marítima ponía
al Ejército Popular en inferioridad de condiciones.
Sócrates habla a continuación de otros militares
profesionales que en puestos menos destacados demostraron sus excelentes
condiciones, luchando al lado del pueblo. Menciona el nombre de Pérez Salas,
uno de los mejores artilleros españoles y los de quienes, cualesquiera que
fuesen sus ideas políticas antes de iniciarse la contienda, hicieron honor a la
palabra empeñada, llegando al supremo sacrificio de la propia vida.
—La lista de generales fusilados por Franco al
terminar la guerra —Escobar, Aranguren, Martínez Cabrera, etc.— demuestra que
fueron más numerosos de lo que comúnmente se creen los militares profesionales
que lucharon al lado de la República.
Largo Caballero, Prieto, Negrín y Besteiro
El Partido Socialista Obrero Español no sólo
consigue mayor número de diputados en los tres parlamentos republicanos, sino
que desempeña un papel protagonista en todo el curso de la guerra civil. Si los
gobiernos presididos por Largo Caballero y Negrín dirigen la lucha desde
septiembre de 1936 a marzo de 1939, los socialistas son también un factor
decisivo, tanto en los dos primeros meses de la contienda como en las tres
semanas finales Quiero conocer la opinión de Sócrates Gómez sobre las cuatro
figuras más descollantes de ese período histórico, cada una de las cuales ha
sido centro de enconadas polémicas. Tras unos momentos de reflexión, Sócrates
va respondiendo a mis preguntas.
—Largo Caballero ha sido para mí el hombre que mejor
ha representado al movimiento obrero español y personificado esencialmente la
imagen del Partido después de la desaparición de Pablo Iglesias. En la guerra
civil su postura fue absolutamente coherente con su pensamiento y trayectoria.
Comprendió desde el primer momento todo el alcance y trascendencia del
alzamiento militar e hizo cuanto estuvo en sus manos para derrotarlo. No fue
desbordado por los acontecimientos, que supo encauzar en las más difíciles circunstancias.
Sus sinceros esfuerzos por unificar todas las fuerzas antifascistas pudieron
cambiar el curso de la contienda en sentido favorable para la República. Su
desplazamiento de la jefatura del gobierno en la primavera de 1937 fue obra de
quienes aspiraban a un dominio partidista del Frente Popular, secundados por
las mezquinas ambiciones de algunos hombres que no comprendieron toda la
gravedad de la hora ni la eficacia de su labor. En cualquier caso, y como
demostraron acontecimientos posteriores, la figura de Caballero era difícil de
sustituir, porque quienes pudieran hacerlo no estaban a su misma altura.
—¿Qué opinas de Prieto?
—Indalecio Prieto era un político neto y nato. Buen
periodista y magnífico orador parlamentario, resultaba temible como polemista,
tanto en la prensa como en la tribuna. No era, sin embargo, el hombre más
adecuado para dirigir el esfuerzo de guerra. De un lado, porque, en
contraposición a sus grandes dotes, estaba dominado por el pesimismo y no puede
suscitarse el entusiasmo de los demás cuando uno mismo no lo siente. Por otro,
Prieto tenía más de socialdemócrata que de socialista a secas, mientras los
trabajadores españoles en la coyuntura histórica determinada por la contienda
acariciaban ilusiones revolucionarias que estaban mucho más allá de una simple
democracia burguesa.
Tampoco la opinión de Sócrates con respecto a Negrín
resulta extremadamente favorable. Aun reconociendo sus méritos como
catedrático, considera que el político no estuvo a la altura del científico.
—Nadie puede discutir ahora —dice— su categoría como
maestro universitario. El simple hecho de que entre sus discípulos aparezcan
figuras señeras de la medicina como Ochoa, Albornoz, Rodríguez Delgado y Rafael
Méndez, basta y sobra para demostrar lo fecundo y eficaz de su labor. Por
desgracia, su obra como político resulta mucho menos afortunada y mucho más
discutible. Fuese impulsado por la ambición personal o por una visión
totalmente equivocada de las circunstancias, colaboró eficazmente en las
maniobras comunistas contra Caballero y Prieto, que perjudicaron tanto al
partido socialista como al esfuerzo bélico del pueblo español, destrozando la
unidad de las fuerzas antifascistas lograda en los primeros meses de la guerra
y haciendo inevitable el enfrentamiento final en la zona centro-sur. En el
balance de su actuación predominan los factores negativos.
Totalmente opuesto es el juicio que le merece Julián
Besteiro, y no sólo por su comportamiento al final de la guerra, quedándose
voluntariamente en Madrid para compartir la suerte del pueblo.
—Es el intelectual español que, con errores o sin
ellos, ha estado más hermanado con el movimiento obrero y especialmente con el
socialista. Su vida, su prisión y su muerte constituyen para todos nosotros un
ejemplo de ética política de incalculable valor.
Cuarenta años de represión
El recuerdo de la prisión y muerte de Besteiro nos
lleva de manera inevitable a hablar de la terrible represión que siguió al
final de las hostilidades y se prolongó sin solución de continuidad hasta la
desaparición física del dictador. Con un conocimiento directo de sus terribles
efectos, Sócrates Gómez habla con claridad y precisión de un tema acerca del
cual se ha guardado durante largos lustros tan absoluto silencio.
—Si muchos alemanes alegaban en 1945 absoluta
ignorancia de la existencia de los campos de exterminio hitlerianos, no poco
españoles actuales parecen no haberse enterado —o no quererse enterar— de la
intensidad y la extensión de la represión franquista entre 1939 y 1975. Que en
esos treinta y seis años hayan pasado por las cárceles y los presidios, las
comisarías y los cuartelillos, los campos de concentración y los batallones de
castigo y fortificaciones más de un millón de ciudadanos españoles; que sólo en
Madrid hubiese en 1939 y 1940 más de cien mil prisioneros; que según el propio
Franco en carta dirigida al conde de Barcelona en 1943 hubiese en nuestro país
cuatrocientos mil procesados y que, en fin, muy cerca de doscientas mil
personas perecieran en las prisiones españolas víctimas del hambre y de los
pelotones de fusilamiento es algo que se niegan a admitir porque resulta
terriblemente incómodo para la tranquilidad de sus conciencias. Prefieren
pensar que el fascismo español fue mucho menos sanguinario y cruel que el
nazismo alemán y que aquí no hubo mentes tan morbosas y siniestras como las de
Himmler o Eichman. Aunque las hubo y millares y millares de familias españolas
cuentan con alguno de sus miembros desaparecidos en las más trágicas
circunstancias, el absoluto secreto guardado sobre la represión durante ocho
interminables lustros y las cínicas manifestaciones de los corifeos del
franquismo negando las más palmarias realidades, siembran todavía la duda en
algunos espíritus acomodaticios sobre su dramática realidad.
Cuando se habla de la larga permanencia de Franco en
el poder suelen atribuirla sus partidarios a las dotes supuestamente
carismáticas del general, a su habilidad maniobrera de cacique e incluso a una
protección especial de la divina providencia. La realidad es, sin embargo, que
más eficaz que todos esos factores e incluso del apoyo de la Iglesia, de la
ayuda del capitalismo nacional e internacional y de los sectores más
reaccionarios del país, fue la dureza de una represión implacable continuada
año tras año y lustro tras lustro, pisoteando todos los derechos humanos,
habidos y por haber. Muchos dictadores impopulares se han mantenido largo
tiempo en el poder merced al fusilamiento de todos sus adversarios. A este
respecto conviene no olvidar que Franco pone sus últimos cinco enterados a
otras tantas penas de muerte el 27 de septiembre de 1975 cuando le quedan menos
de dos meses de vida.
Si muchos pueden hablar con perfecto conocimiento de
causa del alcance y dureza de la represión, pocos podrán hacerlo con mayores motivos
personales que Sócrates Gómez, que pasa en presidio todos los años de su
juventud, igual que le sucede al resto de su familia, cuya madre sufre ocho
años de presidio, cuyo padre es fusilado y cuya hermana menor toma una decisión
desesperada al no poderse sobreponer a las terribles circunstancias que la
rodean antes de cumplir los veinte años. Pero ninguno de esos golpes quiebra su
ánimo y una y otra vez retorna con mayores bríos a la lucha empeñada, una lucha
que en muchas ocasiones adquiere matices de auténtica epopeya.
—Volviendo la vista atrás, a los años más difíciles
de nuestra existencia—dice con aire evocador— hay un aspecto de la lucha
clandestina de la que nadie habla, al que ni los propios interesados concedemos
la importancia que tuvo. Es la abnegación y el entusiasmo de cuantos al final
de la segunda guerra mundial salían de los presidios tras permanecer en ello
cinco o seis años y haberse librado por verdadero milagro en ocasiones del
fusilamiento y participaban de nuevo, sin tomarse un día de descanso, en los trabajos
de la clandestinidad. Aunque una mayoría estaban destrozados moral y
materialmente, todos anteponían el ideal político al intento de rehacer sus
vidas. Los riesgos, como demostraban las constantes redadas, los
interrogatorios y los fusilamientos, no eran baladíes y ninguno lo ignoraba.
Que en esas circunstancias fuesen pocos los que se apartasen de los riesgos del
trabajo clandestino habla muy alto del temple de una generación que no sólo
luchó en la guerra, sino que continuó su labor mientras le quedaban alientos y
fuerzas.
Eduardo de Guzmán
Tiempo de Historia número 62, enero 1980
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