Desde
aquel último recodo todavía se alcanzaba a ver el mar. Las laderas se quebraban
en barrancos grises y pardos y se allanaban a lo lejos, en eriazos con rodales.
Hacia arriba los cerros aparecían pelados como si la tierra estuviese
descorticada en terrazas sucesivas, sin hierbas ni flores: sólo los sarmientos
plantados al tresbolillo, como cruces de un cementerio guerrero. Los jorfes,
cubiertos de zarzamoras y chumberas cuadriculaban la propiedad siguiendo,
geométricamente, los pliegues del terreno; la carretera serpenteaba, cuesta
abajo, camino de Motril, y el polvo caminero se salía de madre: las collejas,
las madreselvas, los cardos y otros hierbajos cobraban bajo su efecto un aire
lunar, y los juncos, más lejos, se defendían sin resultado: lo verde vivo se
cargaba de piedra, lo cana era sucio, pero lo que perdía en lozanía lo ganaba
en tiempo: aquel paisaje parecía eterno; el polvo se añascaba por las ramas más
delgadas: para quien gustare verlo de cerca parecía nieve fina, una nieve de
sol, o mejor harina grisácea, molida a fuerza de herraduras y llantas y
esparcida por el viento. Los automóviles levantaban su cola de polvo: por el
tamaño podía un pastor entendido en mecánicas, que no faltaba, estimar el número
de caballos del armatoste, y su velocidad. Desde aquel hacho se divisaba siempre
una teoría de carros, camino de Málaga o, en sentido inverso, hada Armería.
Tiraban de ellos dos, tres o cuatro faela y como no carecía de salero no
tuvo que insistir mucho para que la chavala se fijara en él. Se quedó allá.
"¿Qué haces?" — le preguntaba la mocita. "Chalaneo" — le
respondía. Y ella se daba por satisfecha. El seguía ganando su vida como podía:
lecho no le faltaba. Una noche en que prestaba sus servicios entre gente de
paso le reconoció un señorón de los de la tierra, don Manuel Hinojosa.
"¿Dónde te has guardado aquella voz?". "Aquello se acabó, don
Manuel". "¿Y qué piensas hacer?". El cantaor se encogió de
hombros, don Manuel tenía el vino generoso y en uno de los descansos mientras
los amigos estaban "arriba", como el Cojo le hablara de la muchacha,
arrastrado por la mucha manzanilla que el rumbo de los mequetrefes descorchaba,
el señorón le dijo de pronto: "¿Quieres una colocación?" El
amontillado le abría la espita de la filantropía: aquella mañana había
rechazado con mal humor el arriendo de aquella casucha, sus viñedos y sus
cañaverales a varios campesinos a quienes debía algunos favores electoreros,
pero ahora, de pronto, con el calor del alcohol en el estómago y un vago
optimismo en la cabeza le hacía gracia convertir aquel infeliz testigo de sus
jolgorios en trabajador de sus tierras, un capricho que se pagaba. "Con
tal de que tengas por allá algunas botellas de la Guita y una guitarra, por si
caemos por allí". Se rió. "¿Y esta niña? ¿Es de la casa?". El
Cojo puso cara seria. "No, hombre, no, ya sabes tú que yo no.,.". En
efecto, aquel hombre acompañaba a los amigos, era buen pagador de escándalos
pero su condición de acaudalado le permitía mantenerse aparte de ciertos
contactos que por lo visto juzgaba poco en armonía con sus posibilidades. Esos
aires de superioridad, de juez de los divertimientos ajenos y arbitro de los
placeres que pagaba el vino y a veces hasta las mujeres, le proporcionaba andar
siempre rodeado de una corte de aduladores capaces de las más extraordinarias
bajezas. Nunca consideró como hombres los seres que le rodeaban. "Es una
chica decente" — dijo el Cojo con certa vergüenza. El amo se echó a reír.
Aún le duraba los hipos y los borborigmos cuando bajó el tropel de sus falseadores.
Y
allá se fueron, después de las bodas, el Cojo de Vera y la Motrilera; el
trabajo era duro y más todavía para él que había olvidado en pocos años lo que
era el mango de una herramienta y no había conocido apero. El sueldo era de
seis reales al día. No se quejó nunca pero apareció mudo y se le fue
ensombreciendo el rostro como a ella que, como mujer leal, se le fue pareciendo
a medida del tiempo pasado; y así fueron paridos al azar de las piedras hasta
nueve varones y una hembra. Esta y uno de aquellos sobrevivieron sin más razón
que la casualidad. El chico murió de cinco años atropellado por un automóvil
que desapareció sin rastro. Los entierros fueron las faenas más desagradables
de todos esos años.
*
Allá
a la derecha quedaba Nerja; el mar de tan azul desteñía sobre el cielo. Aquello
era el río de la Miel. La costa era abrupta pero sin festón de espumas: la mar
se moría de quieta. Las rocas y los peñascos se podían ver los pies limpios
dándoles mil colores a las aguas. Las barcas, con su vela terciada, entreabrían
sus caminos. Veleros pequeños, peces pequeños, vida pequeña, miseria bajo un
cielo unicolor. Monotonía terrible, falta de agua, sólo los geranios rompían lo
uniforme y crecían a la buena de Dios. Sobre las trébedes los pucheros de barro
y con el espinazo roto aventar las brasas. Las berzas, el gazpacho y demasiado
pan. Así un día y un año y otro. Las cañas de azúcar se escalofrían en los
aires y silban. Mirando a lo alto, hacia la derecha, los olivares y los
espartales, el polvo, más arriba la sierra entre azul y morada: abajo todo es
parduzco, gris sin color, verde patinado. Allá enfrente se adivina Málaga con
un ruido de vida olvidada. La vida cae como el sol, entontece. Trabajar, sudar,
sentarse en las piedras cuando no se hace sombra a esperar, bajo el olivo más
cercano o en el jorfe más propicio, que le traigan a uno el almuerzo, idéntico
al de ayer. Ni ella se acuerda del nombre del Cojo de Vera ni él del de ella.
Ya no se hablan casi nunca, los ojos se les han vuelto pequeños porque ya no
tienen que mirar. Viven en su noche. La Virgen de las Angustias lo preside todo
con manso amor.
El
Cojo, de vez en cuando le echa unas miradas a la niña. ¿Cómo ha crecido? ¿Cómo
han podido pasar esos diez y ocho años? La medida del tiempo se la dan cepas,
olivos y cañas, el metro humano se le escapa y sorprende. Se le menean las
teticas que deben ser blandas. El padre corta con su navaja su pan de almodón,
mira sin ver hacia la almarcha. ¿Cómo han pasado esos diez y ocho años? No se
contesta. Mira la almanta que acaba de trazar, ¿le dejará el amo plantar
tomates? Ya le dijo que no, pero él piensa insistir y si vuelve a negar
los plantará de todas maneras; nunca viene por aquí. Masca el almodrote
con sus dientes blanquísimos. No podré pagar si no planto los tomates y el
señor tiene a menos que su tierra los produzca. "Eso es bueno para los que
no tienen extensión y quieren que una fanega les de un poco de todo. Yo no soy
de esos". Pasan unos grajos gañendo. Tendré que ir a Cerro Gordo...
Por
una historia de loriga saltada apareció por allí un Juan Pérez cualquiera,
carrero de Vélez-Málaga. Un tanto harbullista y fandanguero el mozo, pero su
misma media lengua le da un toque gracioso. Se acostumbró a descansar unas
horas en la casucha, cada diez o quince días, al paso. Se encaprichó con la
moza y la moza de él; las cosas vinieron rodadas. A los padres no les pareció
mal (se entendieron con un gruñido y un encogerse de hombros) y los casaron, la
chica hace tiempo que tenía ganas de saber como era "eso". Debía de
correr por entonces la Navidad de 1935. La niña se fué con su marido a vivir a
Vélez-Málaga; sus padres se quedaron en el recodo, esperando la muerte, los
enterrarían en la hoyanca de Nerja, el camino era largo, hacía tiempo que él no
lo había hecho, pero, ¡por una vez!. De la proclamación de la República se
habían enterado sin comentario, de lo de Asturias ya se había hablado más, el
yerno mismo y Alfredo el Pescadilla, el carrero que bajo su lona les traía las
pocas cosas que necesitaban. Le llamaban el Pescadilla porque, a veces, si la
casualidad lo quería, solía traer pescado para venderlo a su clientela. En su
carromato se encontraba de todo: botijos, velas, chorizos, palillos, criollas,
lendreras, papel de escribir y de adorno, jabón y cintas de colores, azafrán,
pozales, toallas, horquillas y perfumería, broches y espejos, neceseres y todos
los encargos que le hubiesen hecho la semana anterior. Al Cojo todo aquello de
la República y la revolución no le interesaba. El no era partidario de eso. Las
cosas como eran. Si así las habían hecho bien hechas estaban y no había porqué
meterse en honduras. Eso era cuestión de holgazanes. El —que ha vivido lo suyo—
lo sabia. Que cada uno coma su pan y que no se meta donde no le llaman. Los
señoritos son los señoritos. Ya sabemos que son unos tontainas: veinticinco
años después el Cojo seguía teniendo el mismo concepto del mundo que cuando vivía
en la promiscuidad de los prostíbulos malagueños. No se podía figurar el mundo
ordenado de otra manera. Y en el fondo le quedaba un resquemor contra sus
primeros camaradas, los mineros, que, al fin y al cabo, le habían estropeado la
voz, produciendo tanto polvillo rojo "que lo penetraba todo". La
madre ni siquiera oía, encaparazonada bajo el techo de sus partos y sus ropas
negras. Una mañana, allá por agosto del 36, vinieron dos hombres del pueblo a
quienes conocían apenas, con escopetas de caza al hombro. "Salud".
"Hola". "El Comité te ha asignado esta tierra, desde la cerca
aquella al barranco, del barranco para allá la debe de trabajar Antonio el
Madera". "Ya has tenido suerte, había quien quería dejarte fuera de
la colectividad". "Tienes que bajar al Comité". Y se fueron. El
Cojo se encogió de hombros y siguió haciendo su vida de antes, como si nada
hubiese sucedido. Una mañana se encontró con el Cuchipato. "¿Qué haces por
aquí?". "Esta tierra es mía". El Cojo le miró con desprecio.
"¿Es que don Manuel te la ha vendido?". El hombre dijo:
"Bien". Y le volvió la espalda. Le llamaban el Cuchipato porque andaba
un tanto espatarrado.
Se lo llevaron a la
mañana siguiente entre las dos escopetas de caza, terciadas en las espaldas.
Los cañones relumbraban al sol. Bajaron hacia el pueblo, había dos kilómetros
de buena carretera. Uno de ellos, el que iba a la derecha dijo: "Bueno está
el campo del Francés". Los otros asintieron sin palabras. Hacía demasiado
calor para hablar. Al Cojo no se le ocurría gran cosa, andaba, se daba cuenta
de que sus miembros acogían con gratitud aquel paseo. "Y si me matan, que
más da, para lo que le queda a uno de vida... Ya me he levantado, me he
vestido, he comido, trabajado y dormido bastante. Tanto monta la fecha del se
acabó. Sí, el Francés siempre cuidó bien su campo, pero ya lo he visto muchas
veces, que más da no volverlo a ver. Además, no me van a matar". Se le
metió una guija en la alpargata, dobló la pierna y la sacó, los otros, cinco
metros más abajo, esperaban. "Ya podía el tío Merengue tener esto mas
decente", dijo el Hablador, el de la derecha. En esto llegaron al pueblo.
En una plazoleta donde crecían seis acacias cercadas por una tira de ladrillos
estaba la casa del Conde. Una casona enlucida con un portalón y dos rejas que
ocupaba todo un lado de la plaza. El sol la apuntalaba con un prisma de sombra.
En el zaguán enlosado con lonchas sombrías estaba reunido el Comité. Era donde
corría más aire. Un botijo, en el suelo, parecía un gato acurrucado. Esperaron
un momento, al soslayo de la sorpresa del cambio de temperatura; el sudor,
de pronto, adquiría calidad de parilla helada. "Hola, Cojo —dijo uno de
los que estaban sentados alrededor de la mesa—. Siéntate". El hombre
obedeció. El Comité lo formaban cinco hombres a quien el Cojo conocía vagamente,
tres di ellos estaban en camiseta, los otros en mangas de camisa. "¿Dicen
que no quieres la tierra que te ha tocado?". El enjuiciado se encogió de
hombros. "¿Por qué?". Hubo un silencio y el más gordo dijo con sorna:
"Le tiene miedo a la guardia civil". Y otro: "Es un esquirol de
toda la vida". Y el Cojo: "No es verdad". El que estaba sentado
en medio atajó. "Tú eres un obrero, has trabajado bien esa tierra, es
natural que te corresponda, ¿comprendes?". El Cojo gruñó. El gordo
intervino: "Me alegra poder decírtelo en la cara. Cojo, como lo dije hace
unos días en el Sindicato: eres un mal bicho y lo que hay que hacer contigo es lo posible para que no hagas daño". "Yo no me he metido con
nadie". Y el Presidente: "Por eso, por no meterte con nadie, por
aguantarte, por cobardía, es por qué el mundo anda como anda, si todos fuesen
como tú, los amos seguirían siendo siempre los amos —y añadió, dándose
importancia— La propiedad es un robo". "Ya lo sé —comentó el Cojo—.
No soy tan tonto". "Tu ex-amo don —y recalcó el calificativo— Manuel
Hinojosa está con los rebeldes, nosotros nos repartimos sus tierras para
trabajarlas en pro de la colectividad". El Cojo ya no comprendía nada,
estaba como borracho, sentía una barra pesada en la frente. "Y porque
queremos que todos los trabajadores participen de los beneficios de !a reforma,
hemos decidido darte tu parcela sin tener en cuenta que nunca has querido nada
con nosotros. Tampoco has estado en contra, hay que reconocerlo". Hubo una
pausa. El que debía ser presidente se levantó: "¿Aceptas tu tierra o no?".
El Cojo cogió un palillo que le había caído de la cintura al suelo. Se levantó,
dijo: "Acepto". Y el presidente: "Pues ya estás andando".
Cuando hubo salido se enzarzaron en una discusión: "Siempre estaremos a
tiempo" — sentenció el gordo.
El
Cojo echó hacía arriba, las manos tras la espalda, en una posición que le era
familiar, poco corriente entre campesinos y que quizás no era extraña a la fama
de raro que tenia. Miraba la carretera: el polvo y las piedras. "La tierra
es mía, me la dan". Se paró un segundo. "Me la dan porque la he
trabajado, sin que tenga que rendir cuentas. Claro, si yo no hubiese
estado allí veinticinco años, la tierra se hubiese podrido, lo que es mío es el
trabajo. No la tierra, lo que produce". Se volvió a detener. "Pero si
yo no hubiese trabajado la tierra me hubiese despedido y hubiera puesto a otro
en mi lugar. Entonces, claro está, la tierra debiera ser de ese otro".
Volvió a echar adelante más ligero. "Si quiero la puedo dejar en
barbecho". Se rió. "Sin comprarla, sin heresarla". Pensó en su
mujer y se extrañó de ello. "Plantaré tomates. Don Manuel se opuso
siempre. Decía que las viñas se podían estropear. ¡Qué terco era! Sí,
tomates". Tropezó con una piedra y la apartó del camino. Refrescaba,
llegaba el viento en rachas, cargado de mar, levantando polvo. "Hace
demasiado calor para la fecha en que estamos. ¿Qué día es hoy? No sé, pero sin
embargo es un día importante. Desde ahora soy propietario". La palabra
chocó en su pecho, le molestaba. No quiso acordarse de ella y sin embargo se la
notaba en la mollera, como una piedra en la alpargata. "Habrá que trabajar
más. Sí, era evidente, además, él lo podía hacer. Desde mañana, no, desde
aquella misma tarde, tan pronto como llegara". Apretó el paso. "Ya se
lo habían dicho, ¿o no?, de eso no le dijeron nada, ¿no dijo el Miguel que
ahora trabajaría para todos? No se acordaba; de aquella conversación en el
zaguán se le había borrado todo, sólo prevalecía una cosa: había aceptado la
tierra. El comprendía que trabajando para él trabajaba para todos, ¿se lo había
dicho alguien alguna vez? No lo acababa de comprender, pero sentía que esa idea
estaba bien y le tranquilizaba". Se paró a mirar el paisaje; no lo había
hecho nunca, nunca se le hubiese ocurrido pararse a mirar una tierra que no tuviese
que trabajar. Ahora descubría la tierra, le pareció hermosa en su perpetuo
parto. Allí a lo lejos unos hombres la herían cuidándola. Le dieron ganas de
correr para llegar antes. Se reprendió. "Dejémonos de tonterías" y
pensó algo que nunca le vino a la imaginación: "Si tuviese uno veinte años
menos..." ¿Qué traía el aire? Le acometieron ganas de fumar y se las
aguantó por no perder tiempo. Sin darse cuenta ya estaba en el caminejo de su
casa.
La
mujer no dijo nada al verle entrar. Le miró y él huyó los ojos. Ahora —iba de
descubrimiento en descubrimiento— se dio cuenta de que había perdido la
costumbre de hablarla, y que le era difícil, así, de buenas a primeras, darle
la noticia. Se quedó plantado en medio de la habitación. Ella: ¿Qué
te querían?". Estuvo a punto de contestar: "Nada". "Nos dan
la tierra". Ella que estaba a media agachar se quedó inmóvil esperando más
palabras; pero el Cojo se calló y ella se enderezó poco a poco. "Ah",
dijo, y no hablaron más.
El
salió al quicio de la puerta y se estuvo quieto mirando, mucho tiempo. En las
esquinas de sus ojos habían unas lágrimas que por no saber su obligación se
quedaron allí, secándose al aire frío de un otoño ya en agonía. La mujer vino
arrastrando una silla y se sentó en el umbral. El Cojo se acordaba de aquellos
hombres de los cuales nunca había hecho caso: anarquistas y socialistas y que
ahora le daban la tierra. Sentía, de pronto, un gran amor hacia ellos, no se le
ocultaba que aquel agradecimiento era interesado, pero comprendía que a pesar
de todo aquel sentimiento era puro. Le remordían ciertos chistes, el desprecio.
"Si lo llego a saber. Pero, ¿cómo lo va uno a saber? ¿Quién me lo iba a
decir? No había quien me explicara...". La mujer rompió los silencios —el
suyo y el de ella—. "Y si vienen los otros...". El hombre no
contestó. No vendrían, y si venían a él no había nadie que le quitara la
tierra. Era suya, se la sentía subir por la planta de los pies, como una savia.
Tan suya como sus manos, o su pecho, más suya que su hija. "Que
vengan", dijo, y se sentó en el suelo. Al entrecruzar las manos sobre las rodillas se acordó de las ganas de fumar que había pasado subiendo del pueblo
y que luego se le habían perdido en la concatenación de sus ideas. Con toda
calma sacó su petaquilla de Ubrique, deforme, pelada (la había comprado al
cosario hacía diez o doce años) y pausadamente lió un cigarro rodando con
ternura la hierba en el papel a favor de los pulgares sobre los índices, lo pegó
con lentitud humectándolo de izquierda a derecha con un movimiento de cabeza,
se lo echó a la esquina siniestra de la boca, sacó el chisquero, encendió a la
primera. Recostó la espalda en la pared y aspiró hondo, se quemó el papel,
prendió el tabaco, la boca aspiró el humo: era su primera bocanada de hombre,
el primer cigarro que fumaba dándose cuenta de que vivía. Por lo bajo, con su
voz atelarañada empezó a cantar hondo. Mil ruidos de la tierra le contestaban:
era el silencio de la noche.
Pasan
los días, en una parata, recostado en un acebuche, el Cojo fuma unos pitillos
delgaduchos, deformes, como sus dedos; no piensa en nada; el sol le llega a
través de una chumbera subida en el borde del bancal inmediato. "Aquellos
sarmientos que planté hace tres años y que se dan tan bien... esos son los más
míos que los otros. De eso no hay duda porque don Manuel no sabía nada de ello.
No me recibió, hace dos años, cuando se lo fui a decir." Rompe una
tijereta y la lleva a la boca, masca su sabor agraz. Baja después la mano a la
tierra, la tienta: es una tierra dura, difícil de desmoronar, seca, un poco
como yo —se le ocurre — y de pronto quisiera verla transformada en tierra de
pan llevar, rica, henchida, de savia trigueña, llena a reventar. Acaricia la
tierra, la desmenuza en la palma de su mano, la soba como si fuese el anca de
una caballería lustrosa. Nota como el olivo le cubre la espalda, le resguarda.
Le invaden ganas de ir a tartalear por trochas y abertales, pero le basta con
el deseo. Al abrigo del jorfe crece una mata de tamujo, la alcanza con el pie y
juega a doblar el mimbre. La tierra sube por todas partes: en la hierba, en el árbol, en las piedras y él se deja invadir, sin resistencia notando tan
sólo: ahora me llega a la cintura, ahora al corazón, me volveré tarumba cuando
me llegue a la cabeza.
A la
caída de la tarde todo es terciopelo, el Cojo vuelve con el azadón al hombro:
se cruza con el Cuchipato: "Hola". "Hola". Cuando les
separan más de diez metros, el Cojo se vuelve y le interpela: "Oye, ¿dónde
puedo encontrar una escopeta?". "Pídesela al Comité". Se fué
para allá.
—¿Qué
quieres?
—Un
arma.
—¿Para
qué?
—Por
si acaso...
—No
tenemos bastantes para la guerra.
—¡Qué
le vamos a hacer!
Y
se vuelve para su tierra.
Una
mañana aparece por allí la hija, con un barrigón de ocho meses.
—¿Y
tu marido?
—Por
Jaén. De chófer. En el batallón X...
—¿Y
tú estás bien?
—Bien.
—Eso
es bueno
La
madre se afana. La madre: "Dicen que vienen". La hija: "Sí,
moros e italianos". El padre: ¿Por dónde?. "Por Antequera". El
padre: "Aún falta. No llegarán aquí". La madre: "No sé por
qué". El padre la mira y se calla, casi dice: "Porque la tierra es
mia..."
La
madre y la hija se pasan el día sentadas en el talud de la carretera pidiendo
noticias a todo bicho viviente. Pasan y repasan autos, pronto se nota que van
más de Málaga a Almería que no al contrario. Los días pesan... "¿No tienes
fresco?" —le pregunta de cuando en cuando. "No se preocupe,
madre". No saben que esperan. Allí viene un burro, en él montado una mujer
con un niño en los brazos, detrás con una vara en la mano un gañán cubierto con
un fieltro verde, de viejo y negro. Les interpelan al paso: "¿De dónde
sois?". "De Estepona". "¿Vienen?". "Dicen que
sí, y que lo queman todo". Ya están lejos. El Cojo, allá abajo, no sale del
majuelo; la carretera va adquiriendo una vida nueva: corriente. Poco a poco ha
ido creciendo su caudal, primero fueron grupos, ahora es desfile. Y los hombres
atraen a los hombres, se puede dejar pasar indiferente una comitiva, no un
ejército. A la mañana siguiente el Cojo subió a la carretera y se estuvo largo
tiempo de pie, mirando pasar la cáfila. Venían en islotes o archipiélagos
agrupados tras una carretilla o un mulo: de pronto aquello se asemejó a un rio.
Pasaban, revueltos, hombres, mujeres y niños tan dispares en edades y
vestimenta que llegaban a cobrar un aire uniforme. Perdían el color de su
indumentaria al socaire de su expresión. Los pardos, los grises, los rojos, los
verdes se esfumaban tras el cansancio, el espanto, el sueño que traían
retratado en las arrugas del rostro, porque en aquellas horas hasta los niños
tenían caras de viejos. Los gritos, los ruidos, los discursos, las
imprecaciones se fundían en la albórbola confusa de un ser gigantesco en marcha
arrastrante. El Cojo se encontraba atollado sin saber que hacer, incapaz de
tomar ninguna determinación, echándolo todo a los demonios por traer tan
revuelto el mundo. Los hombres de edad llevaban a los crios, las mujeres con
los bártulos a la cintura andaban quebradas, las caras morenas aradas por
surcos recientes, los ojos rojizos del polvo, desgreñadas, con el espanto a
cuestas. Los intentos de algunos niños, de jugar con las gravas depositadas en
los bordes de la carretera, fracasaban, derrotados implacablemente por el
cansancio pasado y futuro. De pronto la sorda algarabía cesaba y se implantaba
un silencio terrible. Ni los carros se atrevían a chirriar, los jacos parecían
hincar la cabeza más que lo acostumbrado como si las colleras fuesen de plomo
en aquellas horas. Lo sucio de los calamones de cobre en las anteojeras daba la
medida del tiempo perdido en la huida. Los hombres empujaban los carromatos en
ese último repecho; las carretillas, en cambio, tomaban descanso. Las mujeres
al llegar al hacho rectificaban la posición de sus cargas y miraban hacia
atrás. De pronto el llanto de los mamones, despierto el uno por el otro. Una
mujer intentaba seguir su camino con un bulto bajo el brazo derecho y un chico
a horcajadas en su cintura mantenido por su brazo izquierdo, cien metros más
allá lo tuvo que dejar; se sentó encima de su envoltorio, juntó las manos sobre
la falda negra, dejó pasar un centenar de metros de aquella cadena oscura
soldada por el miedo y el peso de los bártulos; echó a andar de nuevo
arrastrando el crío que berreaba "No puedo más, no puedo más". Ahora
pasaba algún coche, dos camiones, llegaban jadeando en segunda, desembragaban
al llegar allí y seguían en directa; ese silentio, de una marcha a otra, era
como un adiós al mar. Se veían los vendajes de algún herido, el rojo y negro de
los gorros de la F.A.I. El terror se convertía en muerte, las hileras de gente
en multitud. El Cojo bajó a la casa y le dijo a las mujeres: "Tenéis que
marcharos". "¿Y tú?" "Yo me quedo". No protestaron, y
con un hatillo se unieron al tropel. Les empujaba algo que les impedía
protestar, huían por instinto, porque sabían que aquello que llegaba era una
catástrofe, algo antinatural, una mole que los iba a aplastar, un terremoto del
que había que apartarse a cualquier precio así se fuese la vida en la huida
misma. "Mi padre que vivía en Ronda..." "Lo fusilaron sin
más". "No dejan ni rastro". "Y llegaban y robaban". Lo
poco que se oía eran relatos, comentarios ni uno, o, a lo sumo, un "No lo
permitirá Dios" airado salía de una desdentada boca de mujer. Los autos se
abrían surco a fuerza de bocina, la gente se apartaba con rencor. Más tarde ya
no se corría y a los bocinazos contestaba vociferando.
Por
otra parte los coches se convertían en apiñados racimos que los frenaban.
Alguno intentó pasar y el barullo acabó a tiros. La gente se arremolinó
alrededor del vehículo. Un hombre subido en el estribo, colgado el fusil en el
hombro, una pistola del 9 largo en la mano vociferaba "Compañeros..."
El coche, sin freno, echó a andar hacia atrás y fué a hincarse veinte metros
más abajo, sin violencia, en el talud. El hombre lanzó un reniego y siguió a
pie. Tumbado sobre el volante estaba el conductor, muerto.
Al
dar la vuelta y perder de vista el mar, la multitud se sentía más segura y
aplacaba su carrera. Se veían algunos grupos tumbados en los linderos de la
carretera. El Cojo seguía de pie viendo desfilar esa humanidad terrible.
Pasaron unos del pueblo y viendo al Cojo ahí plantado "¿Vienes?"
"No". "Es que llegan". "Si me habéis dado la tierar es
por algo. Yo me quedo". Lo interpretaron mal, pero uno dijo
"Déjalo". Y siguieron adelante.
Ahora,
de pronto, pasaba menos gente, el Cojo se decidió a volver a su casa. Hacia una
temperatura maravillosa. De bancal en bancal se iban cayendo los abertales
hasta las albarizas tiñéndose de espalto. Cerca de su chamizo se encontró con
tres milicianos. "Hola, salud". Se oyó el motor de un avión, debía de
volar muy bajo, pero no se le veia. Al ruido del motor levantaron la cabeza una
veintena de hombres tumbados tras las bardas del jorfe. De pronto se le vió ir
hacia el mar. El motor de la derecha ardía (1). El trasto planeó un tanto y
cayó al mar. Al mismo tiempo dos escuadrillas de ocho aparatos picaron hacia el
lugar de la caída ametrallando el vencido. Luego cruzaron hacia Málaga. A lo
lejos sonaban tiros.
—Si
fuésemos unos cuantos más... de aquí no pasan.
—Si
ellos no quieren...
—No
digas tonterías. Blázquez me ha asegurado que han salido anteayer tropas de
Jaén, y que de Lorca han llegado a Guadix tres mil hombres. De Almería ya
habían salido antes.
—Yo
no creo...
—Cállate.
El
que hablaba parecía tener cierto ascendiente sobre los demás. Le preguntó al
Cojo: "¿Tienes agua?" en otro tono: "Es para la
ametralladora". El Cojo contestó que sí, y añadió sin darse él mismo
cuenta de lo que decía. "Si tenéis un fusil yo tiro bastante bien".
"¿Cómo lo sabes?" "De cuando serví al Rey". "¿A qué
partido perteneces?" "A ninguno". "¿A qué
Sindicato?" "A la C. N. T." "¿Desde cuándo?"
"Desde hace unos meses". Lo dijo con vergüenza. Entre los milicianos
había uno del pueblo, terció en la conversación. "Es un tío atravesado; un
correveidile del antiguo dueño de estas tierras. Yo no le daría un arma. Más
bien le daría con ella, a lo mejor nos pica por detrás. No te fíes". El
otro le preguntó: "¿De quiénes es la tierra ahora?" "Suya".
"¿Cuál?" "Esta". "Que le den el fusil. Y tú —le dijo
al Cojo— ponte aquí, a mi lado". Distribuyó a la gente por los bancales
que dominaban la carretera, fuese a emplazar la ametralladora cien metros más
arriba. Envió a uno con un parte a otro grupo que, según dijo, les cubría la
derecha. "Vosotros en las hazas, lo más pegados a la tierra que podáis. ¿Qué distancia hay de aquí a allá abajo?" "Kilómetro y medio, más o
menos". "Entonces ya lo sabéis el alza al 15". Y como el Cojo se
hiciera un lío él mismo se lo arregló. Esperaron. La carretera estaba limpia de
gente. Un camión había volcado sin que ninguno se diera cuenta, una, carretilla
abandonada y vuelta al revés, hacia girar su rueda como si fuese un molinete.
Empezaron a caer obuses hacia la derecha. Olía a tomillo. El Cojo se
sobrecogió, notó como le temblaban sus escasos molledos, sin que el esfuerzo
que hizo para tener mando sobre ellos le diese resultado. Sin embargo, no
sentía ningún miedo. Con espacios regulares el cañón disparaba. El Cojo se puso
a contar entre un disparo y otro para ver de darse cuenta de cuanto tardaba.
Se hizo un lío. Intentó hundirse más en la tierra. Por vez primera la veía tan
de cerca y descubría cossa asombrosas en sus menores rendijas. Las hierbas se
le convertían en selva, unas collejas próximas, con sus tallos ahorquillados,
le parecieron monstruos fantásticos. El olivo que tenía a su izquierda y que
ahora adivinaba inconmensurable, le protegía. De eso tuvo la sensación muy
exacta. Disparó tres tiros sobre algo que se movía a lo lejos y alcanzó luego la
cabezuela de una margarita; descubría dos mundos nuevos. Pensó en la paz y
palpó la tierra acariciándola. Giró el cerrojo, tomó un cargador y realizó la
carga con mayor seguridad y rapidez que antes. Su compañero de la izquierda le
miró riendo.
—¿Qué,
bien?
—Bien.
Unas
balas pasaron altas segando unas ramillas de olivo. La ametralladora de la
derecha empezó a funcionar. Allá mucho más lejos, entró otra en acción.
—De
aquel recodo —dijo el compañero— no pasarán.
El
Cojo se enriscaba en la tierra, sentía su cintura y su vientre y sus muslos
descansar en el suelo y su codo izquierdo hundido en la tierra roja. A la
altura de su pelo llegaban dos pedruscos pardos sirviéndole de aspillera. Tenía
el fusil bien metido en el hombro, apuntaba con cuidado. El disparo se le
clavaba en el hombro y repercutía en la tierra a través de su cuerpo. Y él
notaba cuánto se lo agradecía. Sentíase seguro, protegido, invulnerable. Cada
disparo llevaba una palabra a su destinatario: "Toma. Toma y
aprende". Iba cayendo la tarde. Las ametralladoras segían tirando en ráfagas.
El compañero le dijo: "Tú quédate ahí". Los disparos se espaciaban.
El Cojo, buscaba una palabra y no daba con ella, defendía lo suyo, su sudor, los
sarmientos que había plantado y lo defendía directamente: como un hombre. Esa
palabra el Cojo no la sabía, no la había sabido nunca, ni creído jamás que se
pudiera emplear como posesivo. Era feliz.
*
Carretera
adelante el éxodo continuaba. La Rafaela y su madre andaban confundidos con la
masa negra.
Sobre
el llano no había más líneas verticales que los postes del telégrafo. De
pronto, desde allá abajo vino un alarido. "¡Qué vienen!" La gente se
dispersó con una rapidez inaudita, en la carretera quedaron enseres, carruajes
y un niño llorando. Llegaba una escuadrilla de caza enemiga. Ametrallaban a
cien metros de altura. Se veían perfectamente los tripulantes. Pasaron y se
fueron. Había pocos heridos y muchos ayes, bestias muertas que se apartaban a
las zanjas. El caminar continuaba bajo el terror. Una mujer se murió de
repente. Los hombres válidos corrían, sin hacer caso de súplicas. Los
automóviles despertaban un odio feroz. La Rafaela se había levantado con
dificultad. Su madre la miró angustiada.
—¿Te
duele?
La
hija con un pañuelo en la boca, no contestaba. "¡Qué vuelven!" La
Rafaela sufría tanto que no pudo hacer caso al alarido que un viejo le esperaba
diez metros más allá. "Acuéstese, acuéstese". Agarrada a un poste de
telégrafo, espatarrada, sentía como sé le desgarraban las entrañas.
"Túmbate, chiquilla, túmbate" —gemía la madre, caída. Y la Rafaela
de pie con el pañuelo mordido en la boca estaba dando a luz. Le parecía que la
partían a hachazos. El ruido de los aviones, terrible, rapidísimo y las
ametralladoras y las bombas de mano: a treinta metros. Para ellos debía de ser
un juego acrobático. La Rafaela sólo sentía los dolores del parto. Le entraron
cinco proyectiles por la espalda y no lo notó. Se dio cuenta de que soltaba
aquel tronco y que todo se volvía blando y fácil. Dijo "Jesús" y se
desplomó, muerta en el aire todavía.
Los
aviones marcharon. Habían cuerpos tumbados que gemían y otros quietos y mudos,
más lejos, a campo traviesa, corría una chiquilla, loca. Un kilómetro más abajo
el río oscuro se volvía a formar, contra él se abrían paso unas ambulancias, en
sus costados se podía leer: "El pueblo sueco al pueblo español".
Hallaron muerta a la madre y oyeron los gemidos del recién nacido. Cortaron el
cordón umbilical.
—¿Vive?
—Vive.
Y
uno que llegaba arrastrándose con una bala en el pie izquierdo dijo: "Yo
la conocía, la Rafaela. Rafaela Pérez Montalbán; yo soy escribano. Quería que
fuese chica".
Uno.
—Lo es.
El
escribano. —Y que se llamara Esperanza.
Y
uno cualquiera. —¿Por qué no?
Max Aub
Hora
de Valencia XVII
Barcelona, Mayo de 1938
(1) El que tenga interés por esta incidencia encontrará un relata extenso de la misma en el libro de André Malraux L'Espoir», págs. 310-317.
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