Lo Último

1956. Conferencia de Indalecio Prieto en la sociedad «El Sitio» de Bilbao



Es obligado que las primeras palabras que haya que pronunciar sean de gratitud para corresponder a las excesivamente elogiosas con que nuestro presidente, mi amigo D. Vicente Fatrás, acaba de hacer mi presentación. Tengo por muy cierto que a más profundidad, a más hondura en el sentimiento, mayor laconismo en la expresión. De manera que con encerrar mi gratitud en dos palabras, simplemente con decir muchas gracias, queda desde luego testimoniada mi gratitud por las que acabo de escuchar. Y con esas mismas he de agradecer también la invitación que me ha hecho la Junta directiva de nuestra Sociedad para ocupar esta tribuna en una serie de conferencias que forzosamente, si la política ha de rendir el obligado tributo a la actualidad, han de versar sobre las circunstancias en que se mueve actualmente la política española. Y tras la palabra metódica, la expresión clarísima, el raciocinio profundo que caracteriza el modo de orar de D. Marcelino Domingo, va mi palabra, que todos o casi todos conocéis, tumultuosa, desordenada, sin sujeción a cánones que dictan muchas veces disciplinas al pensamiento (a las cuales yo no he podido llegar aún), y después de las elegancias de concepto verdaderamente maravillosas que os sorprendieron el otro día al conocer la peculiar manera de expresarse de D. Niceto Alcalá Zamora, va esta palabra mía, tosca, un tanto hiriente, con aristas un poco agudas porque no las ha sabido pulir el arte.

Mas yo no me siento -fuera una manifestación de inmodestia, a la cual no soy muy propenso- disminuido en la personalidad en esta tribuna al comparecer ante vosotros detrás de figuras tan destacadas en la política española, y detrás, singularmente, de dos maestros, cada uno en su estilo, de la oratoria. Es cierto que la única preocupación que me dominaba al entrar en este salón era aquella de que, excediéndome yo en la forma de expresarme pudiera producir aquí, y ello lo sentiría, incidentes de tal naturaleza que fueran como una incubación de disidencias, de disentimientos, de rencillas dentro del ámbito de la Sociedad. Era esa mi única preocupación, por que aunque inferior en medios oratorios con respecto a los Sres. Domingo y Alcalá Zamora me siento igual a ellos en punto a sinceridad.

Las palabras de gran cordialidad que el Sr. Fatrás acaba de pronunciar rompen, nada más que hasta cierto punto, la timidez mía, y me dispongo a usar discretamente de aquel margen amplísimo de libertad que me conceden, desde luego, el prestigio y la tradición de esta tribuna, y que me ratifican de una manera circunstancial, muy alentadora por cierto, las manifestaciones del Sr. Fatrás.

Tenía yo duda de que esta conferencia pudiera celebrarse. La teoría sustentada por el Gobierno y recogida en versiones oficiosas, de que quienes estuvieran ya incursos en un procedimiento sumarial, quedaban inhabilitados para la propaganda política en tanto el sumario se sustanciase, había forjado en mi ánimo la evidencia de que quedaba condenado a un descanso temporal bastante prolongado. He visto en la Prensa de hoy manifestaciones del jefe del Gobierno, en las cuales, sin rectificar de una manera plena, como, a mi juicio, cumplía a hombres que se dicen restauradores del Derecho, se atenúa ese rigor en forma relativamente elástica, de modo que unas veces se autorice y otras veces se deniegue el permiso para ocupar tribunas públicas a quienes procedemos de cierta manera recalcitrante en la crítica de los actos del primer período de la dictadura y vinculamos donde forzosa, inevitablemente aparecerán vinculadas las principales responsabilidades de ese período bochornoso por que ha atravesado España. Pero conocíamos antes de las declaraciones del señor presidente del Consejo de ministros, una manifestación clara de que instrucciones en ese sentido habían sido cursadas a los gobernadores civiles, y esa manifestación la había hecho de modo bien expreso el señor gobernador civil de Guipúzcoa, al justificar en una nota oficiosa la razón de haber prohibido una conferencia que yo tuve anunciada para el domingo último en el Frontón Astelena, de Eibar. El señor gobernador civil de Guipúzcoa, consignó, con reiteración que él se encargó de manifestar, que a mí no me autorizaba en todo el territorio de Guipúzcoa a usar de la palabra porque había unas diligencias judiciales iniciadas con motivo de ciertas palabras, no muy extensas pero muy claras, que yo hube de pronunciar en un banquete que en San Sebastián se celebró en honor del señor Ortega y Gasset (D. Eduardo). Y si hubiera sido el gobernador civil de Guipúzcoa una persona totalmente lega en Derecho, uno de esos hombres reclutados en la zona que pudiéramos llamar aventurera de la política, para ponerle al frente de una provincia, yo hubiese dudado de la lucidez, de la claridad de juicio del señor gobernador civil de Guipúzcoa; mas nos encontrábamos con la especialísima circunstancia de que el Gobierno civil de Guipúzcoa está desempeñado por persona que pertenece a la Magistratura, que ha pasado a ese cargo gubernativo desde la presidencia de la Audiencia de Santander, y no era posible atribuir a un magistrado la ignorancia verdaderamente vergonzosa de que un hombre, no sólo sometido a las consecuencias de una querella fiscal, sino un hombre sobre el cual pesara ya un auto de procesamiento que sobre mí no pesa aún, de que un ciudadano incluso condenado, aunque la condena llevase consigo de un modo expreso la inhabilitación de sus derechos políticos no puede ser privado de expresar su pensamiento. Sólo los muros de un presidio pueden impedir a un ciudadano la expresión de su pensamiento desde la tribuna pública, sólo puede impedirlo físicamente la reclusión, pues no hay pena en ningún país civilizado que, por aflictiva que sea, condene a la privación de expresar libremente su pensamiento. Hasta el presidiario tiene derecho a opinar. (Aplausos.)


Contestación a Martínez Anido

He dicho recientemente, en unas manifestaciones que tuvieron en la Prensa española un eco formidable, por mí ni siquiera sospechado, que el general Martínez Anido había sido sustituido en el Gobierno civil de Barcelona como consecuencia de aquella persecución sañuda que puso en trance de muerte al líder sindicalista Angel Pestaña, y de la asechanza verdaderamente vil de que era víctima este ciudadano para ser asesinado cuando se restableciera de sus heridas, a la puerta del Hospital de Manresa. Y dije allí que el Sr. Sánchez Guerra, como presidente del Consejo de ministros entonces, evitó el asesinato de Pestaña, y que al manifestar su disconformidad y su enojo los generales Martínez Anido y Arlegui, fueron éstos destituidos.

El general Martínez Anido, en toda esa Prensa de la derecha que en España se dedicó a alentar, no ya con su silencio, sino con su aplauso, la serie de crímenes ignominiosos cometidos en la provincia de Barcelona bajo el patrocinio, la inspiración y la inducción de la autoridad gubernativa, ha hecho público un largo relato, en el cual pretende desmentir o rectificar esta afirmación mía, y dice que su destitución fué como consecuencia de un atentado que se proyectó contra él. Yo sé de ese atentado bastante más de lo que se figura el Sr. Martínez Anido. Entre el rescate de la vida de Pestaña, que estaba expuesto a ser asesinado en Manresa, y ese supuesto complot para asesinar al Sr. Martínez Anido mediaron muy pocas, escasas fechas. He dicho supuesto complot porque aquéllo lo organizó la Policía para justificar una represión bárbara, fué uno de esos complots a cuyas características respondió, igualmente, la tragedia que ensangrentó el territorio vasco en las lindes fronterizas de Vera.

Como había hombres llenos de odios justificados al Sr. Martínez Anido, algunos ilusos picaron en el cebo colocado por las bandas de confidentes de la Policía de Barcelona y se aprestaron a cooperar a un complot organizado por la propia Policía en forma tal, que la motocicleta con «sidecar» destinada a la fuga de los individuos a quienes se había catequizado para atentar contra el señor Martínez Anido era una motocicleta de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona. (Rumores.)

Mediante aquel supuesto complot se pretendía afianzar en sus puestos a las autoridades enojadas y disconformes con el proceder del Gobierno.

En el largo alegato publicado por los periódicos de la derecha, y que éstos han recogido con la fruición y la vestimenta de los grandes titulares, con las cuales, en los modos periodísticos suele hacerse denotar la adhesión jubilosa, dice el Sr. Martínez Anido esto, que resulta verdaderamente trágico: que en su gestión sólo se registraron seis atentados de personas ajenas al Sindicato Unico. ¡Sólo se registraron seis atentados de personas ajenas al Sindicato Unico! Para esta contabilidad trágica del señor Martínez Anido no reza el número considerable de hombres asesinados en las calles de Barcelona y en los pueblos de aquella provincia que pertenecían o simpatizaban con ese Sindicato Unico. Para él no hay más víctimas que esas seis. Las demás no pertenecían a la Humanidad.

¿Es que yo no he formulado cargos contra el Sr. Martínez Anido hasta ahora, que ha dejado de ejercer una función oficial? Si alguna voz ha quebrantado el sosiego parlamentario para acusar concreta y rotundamente al general Martínez Anido a raíz de todos esos asesinatos sobre cuyas víctimas la Jefatura Superior de Policía de Barcelona colocaba epitafios zahiriéndolas y evocando un historial a veces falso de sus fechorías; si alguien ha acusado en el Parlamento, he sido yo. Sepa el Sr. Martínez Anido que yo no ignoro que uno de los pistoleros más destacados que hoy, si la indulgencia de la dictadura no le ha salvado del Presidio, estará en reclusión por haber cosido a puñaladas a su amante, Ortet, el del Ramo del Agua, que tuvo conmigo un incidente en el salón de visitas del Congreso, fué a Madrid a ficharme, a conocerme, a «marcarme», con setecientas cincuenta pesetas que le entregó el general Arlegui, jefe superior de la Policía de Barcelona, y subordinado del general Martínez Anido. Ese sujeto, que había cometido los asesinatos a docenas, campaba libremente por las calles de Barcelona; ese hombre, que fué a Madrid con setecientas cincuenta pesetas entregadas por el general Ariegui para «marcarme» a mí, tenía sobre su historial una serie de asesinatos, algunas de cuyas víctimas, antes de expirar, hubieron de decir en las Casas de Socorro barcelonesas que les había asesinado Ortet, no obstante lo cual estaba en libertad.

Además, quien me denunció el caso de la subvención policíaca a Ortet murió también asesinado en las calles de Barcelona a poco de hacerme tan reveladora confidencia.

Para enjuiciar al Sr. Martínez Anido -y voy a dar fin a este incidente- no tengo ni siquiera que herir vuestras conciencias con afirmaciones mías que algunos de nosotros pudierais considerar fruto de un apasionamiento o de una ceguera política.

Acabo de leer un libro escrito por el general López Ochoa, que en aquellos tiempos tenía mando en la guarnición de Barcelona sobre la brigada de Infantería compuesta por los regimientos de Alcántara y de Vergara. Y en este libro del general López Ochoa en la página 45, dice, hablando de Martínez Anido:

«Recuerdo que el año 1922, después de unas maniobras de los batallones de Cazadores de la guarnición de Barcelona, a las que había asistido Martínez Anido, me dijo, hablando con la mayor tranquilidad, después del banquete:

» -¿Que cómo resuelvo yo el problema sindicalista? Cuando quiero deshacerme de un individuo no tengo más que preguntar por él. Esta simple pregunta es ya una orden; a los pocos días este hombre ha desaparecido.»

Yo quedé consternado viendo la tranquilidad con que aquel hombre ordenaba los asesinatos más viles y cobardes, escudado en su cargo de gobernador civil.» (Sensación, rumores y exclamaciones.)

¿Pero es sospechoso el testimonio del general López Ochoa, general con mando en esa época terrorista, en Barcelona? ¿Vamos también a recusarlo, porque circunstancialmente, por disentimientos con la dictadura, este general haya sido perseguido por quienes ejercieron el poder dictatorial, los generales Primo de Rivera y Martínez Anido? Pero no recusará el general Martínez Anido su propio testimonio personal.

Yo he dicho, no ahora, sino en el Congreso socialista, celebrado en junio de 1928, que tenía en mi poder (veo a través de los tachones de la censura, que ayer lo ha evocado también Unamuno en el Ateneo) un recorte del «Heraldo de Zamora». Y el «Heraldo de Zamora», en un número revisado por la censura, relatando un acto público celebrado en aquella capital, al que concurrió el general Martínez Anido, hablando éste ante lo más granado de la ciudad, hizo, entre otras, esta manifestación:

«Yo solucioné los conflictos sociales de Barcelona sin hacer uso de la Policía ni de la Guardia Civil. Lo que hice fué que se levantara el espíritu ciudadano, haciendo que desapareciera la cobardía y recomendando a los obreros libres que por cada uno que cayera deberían matar a diez sindicalistas.»

De manera que si el testimonio mío, por apasionado, puede rechazarse; si es recusable también el del general López Ochoa, tenemos aquí la manifestación del propio general Martínez Anido, hecha públicamente, registrada por un periódico visado por la censura, de que él autorizaba que se decuplicaran los asesinatos en Barcelona, de que patrocinaba el asesinato de diez sindicalistas del Unico por cada uno del Libre que cayera. Y este hombre, con estos testimonios, es el que se ha atrevido a desmentir, en un alegato que mancha de indignidad las columnas de la Prensa derechista, aquellas afirmaciones que yo hice. Con estas palabras dejo ventilado el incidente para entrar en el tema de la conferencia. (Aplausos.)


Paridad y diferencia de circunstancias entre 1917 y 1930

Me he entregado sobre esto a profundas meditaciones, y quiero empezar con una lectura encaminada a la justificación de que la actitud que yo he adoptado públicamente en estos instantes con una responsabilidad exclusivamente personal, no responde a ese eclecticismo que permite en la política cambiar bruscamente de posición, borrar postulados, dejar desvaídos ciertos idearios, para adoptar otros que nos coloquen en el camino de la consecución de aquellas realizaciones que nuestra conciencia política apetezca, situándonos en condiciones más favorables al triunfo, desentendiéndonos de nuestros antecedentes, de nuestra historia, de nuestra significación, en fin, de todo lo que constituye nuestra personalidad política, por modesta que ella sea.

Yo tengo un patrimonio en política, que es el de la consecuencia, que procuro conservar sin aquellas rigideces propias de espíritus inflexibles, que no son capaces de evolucionar ni siquiera cuando cambia, en el curso mismo de la vida, el prisma con que vemos los acontecimientos, el cristal óptico, que en unas edades es distinto a las otras, con el cual contemplamos la realidad de la vida de nuestra nación. Puede, debe haber una evolución en esos sentimientos; pero es inaceptable una contradicción flagrante con ellos, porque perjudica, quebranta la seriedad del hombre político. Y para yo hablar como voy a hablar, para justificar mi posición y mi actitud -porque este discurso, si responde mi palabra a mi propósito y no me traiciona el temperamento, será, más que una arenga, una plática de tipo familiar-, para justificar mi actitud he traído como antecedente la copia del acta de una reunión que se celebró en el palacio provincial de Vizcaya el 2 de agosto de 1917, con ocasión de una convocatoria del presidente de esa Corporación a los ex diputados provinciales, para oír su criterio en orden a las aspiraciones del pueblo vizcaíno, como estudio previo a la redacción de conclusiones que habían de elevarse por entonces a los Poderes públicos.

Enfocad un instante solo la memoria al estado político del país en el año 1917, y encontraréis una paridad de circunstancias, una semejanza, una similitud entre aquellos momentos y estos verdaderamente maravillosa. A mi juicio, mucho más graves, más intensas, más hondas en estos momentos que en aquellos. Observad que aquel ambiente revolucionario en que coincidían grandes sectores del país desde el Ejército -mal encuadradas, deficientemente recogidas, erróneamente plasmadas en las Juntas militares de Defensa sus aspiraciones de regeneración del país- a todas las izquierdas nacionales, a las masas obreras, la opinión coincidente, el punto de convergencia de todas las opiniones era que había que hacer algo para sacar la vida política española de aquel empantanamiento en que se encontraba en 1917, empantanamiento no ciertamente más hondo que el del presente instante. Y observad que aquel movimiento, en que coincidían grandes sectores del país, y al cual distaban mucho de ser ajenas las fuerzas políticas que significaban el orden al regionalismo los puntos de vista más extremos, fracasó porque a la hora de intentar por la violencia el derribo de unas instituciones con respecto a las cuales la disconformidad era de carácter general en el país sólo uno de los sectores, el sector obrero, dió el embate.

Y naturalmente, de aquella lección es lógico sacar esta consecuencia: que, posiblemente, si se repitiera ese caso, si sólo un sector extremo en la vida nacional intentara por sí el movimiento de derribo que es hoy indispensable a la salvación y a la dignidad de la patria, podría producirse exactamente el mismo resultado negativo, porque atemorizadas otras clases sociales ante las repercusiones y ante la dilatación del movimiento mismo, pudieran formar en torno al Poder, como entonces la formaron aquella serie de reductos que, servidos por el egoísmo del interés material, amparó al Poder público en tales circunstancias. Lo que yo pretendo en estos instantes, arrostrando todas las invectivas de quienes comulgando en mis ideas o viviendo en mi afinidad tienen una visión política distinta, es decir a las clases conservadoras y medias del país que por parte de los elementos extremos de la política española no se ansía ahora un movimiento de tipo revolucionario que, al implantar cierto radicalismo incompatible con el estado social y político del país, ponga en peligro todo el porvenir de España, sino que estos hombres, nosotros, que somos los extremistas, queremos ayudar a un movimiento que, salvando la dignidad de España, derribe la monarquía para instaurar un régimen republicano dentro del cual todas las ideas, libremente en su palenque, luchen por el triunfo de sus respectivas aspiraciones. (Prolongada ovación.)

Yo declaro, aunque el ambiente este no me sea propicio -y cuanto menos propicio me resulte el ambiente mayor, más íntima, más fuerte mi obligación de decirlo-, viendo que la coordinación de estas fuerzas coincidentes en la nación española resulta difícil por falta de organización nacional de los partidos republicanos y por ausencia de grandes figuras en el campo de la izquierda antidinástica capaces de agrupar en torno al prestigio de su nombre, a la gloria de su historial, a la austeridad de su conducta, una suma de voluntades que exaltando a esas personalidades las erijan en caudillos y en guías de una revolución, y al serlo constituyan también una solvencia y una garantía para las clases medias, y aun -¿por qué no decirlo?- para las clases capitalistas de la nación, yo declaro que pensé, ante la dificultad, de momento insuperable, de estructurar este agrupamiento con carácter nacional, en que era posible aglutinar regionalmente las fuerzas que coincidieran en este propósito honrado y leal, pero con las debidas precauciones.

Porque el año 1917 también nos dejó, además de la lección que queda expuesta, otra que tuvo todos los caracteres de una traición. La fuerza y el ambiente revolucionario que creó la Asamblea de parlamentarios, en donde coincidieron desde la figura venerable y de una flexibilidad de talento político verdaderamente maravillosa de Pablo Iglesias, pasando por los republicanos y por elementos del liberalismo monárquico, hasta las extremas derechas españolas, aquel ambiente revolucionario fué traicionado por el Sr. Cambó a cuenta de unas carteras ministeriales que otorgó el Poder real. (¡Muy bien! Grandes aplausos.)

Habéis de ver cómo la Historia, sin dejar que pasen centurias ni décadas siquiera, se ha cuidado de esclarecerlo.


Una maniobra casi inédita

Yo tengo aquí -no las leo porque son extensas y sé por práctica cuánto fatiga la incrustación de lecturas en una disertación oral- varias páginas de un libro editado en La Habana, en que un periodista, el señor Capo, recoge las memorias del coronel Márquez, primer presidente de las Juntas militares de Defensa, el hombre, ¡que duda cabe!, que durante unos meses tuvo en sus manos los destinos de España. ¡Pero cuando las circunstancias, ajenas a los méritos personales, encumbran a una figura a cimas que parecen inaccesibles, resulta tan difícil contemplar desde ellas serenamente todo el panorama de la responsabilidad de una gestión! Aquello fracasó y derivó en un caciquismo militar verdaderamente ruin, que tuvo su culminación en los atropellos de que fueron víctimas los alumnos de la Escuela Superior de Guerra, y que disoció el movimiento de tipo revolucionario que caracterizó el primer impulso de las juntas militares de Defensa, desviándolas del espíritu y de la simpatía del país. Estos elementos difusos de la simpatía de las masas ciudadanas, que casi siempre y más en los países latinos, están fuera de los cuadros orgánicos de las agrupaciones políticas, son elementos imponderables que dan el triunfo u ocasionan la derrota independientemente de la voluntad de aquellas colectividades políticas más directamente interesadas por sus ambiciones, por sus aspiraciones, por su historia, a la consecución del fin logrado.

Pues bien, en estas páginas de las Memorias del coronel Márquez, se refiere -os lo voy a sintetizar- cómo en vísperas de la famosa Asamblea de parlamentarios, a la cual con tanto fervor acudieron las representaciones más típicamente austeras de todas las fuerzas políticas del país, llegó a Barcelona, enviado por Palacio, el capellán del batallón de Cazadores de Alba de Tormes, número 8; cómo este capellán castrense se avistó con el coronel Márquez, para pedirle que interpusiera su influencia -la influencia, realmente avasalladora- para impedir la celebración de la Asamblea de parlamentarios; cómo este capellán enviado de Palacio instó al coronel Márquuez a que, por lo menos, procurara convencer al Sr. Cambó, y cómo -se citan nombres propios- el coronel Márquez, con los capitanes Herrero y Villar, más este capellán, apellidado Planas, se entrevistaron con el Sr. Cambó en el convento de Pompeya, sito al final del paseo de Gracia. Allí llegaron estos militares, que representaban todo el espíritu de rebeldía que en aquellos momentos latía en el Ejército, y allí concurrió también el Sr. Cambó, el hombre indiscutiblemente más destacado por su talento y por su audacia de todos los parlamentarios que habían de congregarse en Barcelona, en vista de la negativa del Gobierno a convocar Cortes. Y allí el padre Ruperto, que, dice el coronel Márquez en estas Memorias, es un misterioso personaje, que dispone de una biblioteca enorme, de dos teléfonos, uno para la capital y otro para comunicarse no se sabe con quién; habitación separada por un cuarto de baño y un departamento reservado, del que extrae documentos voluminosos, de misteriosos contenidos; allí, en esta celda, casi como una habitación de Palace, del padre Ruperto en el convento de Pompeya (risas) se celebró la entrevista de los tres comisionados de las Juntas militares, del Sr. Cambó, del capellán Planas y del padre Ruperto. Cambó contesta que es imposible acceder a lo que se le pide, que está por medio su crédito de político; se insiste; de Palacio piden que no se celebre la Asamblea, y, por fin, el padre Ruperto da con una maravillosa fórmula, que consiste en lo siguiente: en que se haga como que se celebra la Asamblea y que no se celebre.

«¡Oh, maravilloso padre Ruperto! -escribe el periodista Sr. Capo, recogiendo, indudablemente, palabras casi textuales del Sr. Márquez-. En pocas horas elabora nada menos que el modo de que los parlamentarios se reúnan y no se reúnan; que acuerden lo que tengan por conveniente y que no acuerden nada; que le digan al rey la necesidad de una reforma de la Constitución y que no se lo digan; que sepa España entera que los Poderes actuantes están encanallados y que no lo sepa; que España está gobernada por los peores y que no lo está; que la corrupción dicta sus disposiciones y que no las dicta, y en fin, que se intenta renovar todo lo podrido y que no se intenta. ¡Maravilla de talento el de este padre!» (Grandes risas.) Pues bien; desde el convento (sigue la referencia) los militares, acompañados del padre Planas, marchan hasta Teléfonos, pues «en la plaza de Oriente» están esperando impacientes el resultado de la entrevista. Se habla con Madrid, y se escucha a poco la voz de un personaje, que dice: «Coronel: una vez más le quedo agradecido. Es la segunda vez que nos salva usted.»

¿Qué extraño tiene que ante estas tretas en que se compromete la seriedad y la sinceridad de los hombres públicos, adoptemos quienes estamos dispuestos a una colaboración en pro de un fin común las debidas precauciones con los regionalistas? Con una posición regionalista que signifique sinceramente la incorporación a la legislación española de las aspiraciones autonómicas, por mi parte no hay ninguna vacilación; pero yo vacilaré si determinados hombres explotan y amenazan con esas aspiraciones para ejercer lo que en el nuevo Código gubernativo tiene toda la figura delictiva de un chantaje. (Grandes aplausos.)


La esencia del fuero

Perdí el hilo, como veis; iba a leer unas manifestaciones que hice yo en el Palacio provincial de Vizcaya el año 1917, en esa reunión convocada para que las Diputaciones vascas formularan sus aspiraciones en cuanto a la autonomía del país, al Poder central. Entonces, dije:

«Nos hallamos frente al triste espectáculo de la descomposición de un Estado, del Estado español, cuyos organismos rectores están completamente corrompidos. Siendo este mi punto de vista, es claro que los movimientos de regeneración que se produzcan en las regiones fuertes, con vida propia, me han de parecer muy laudables, y más laudables que nunca en los momentos presentes, que considero los más propicios. Por lo tanto, estimo perfectamente razonable resurja ahora con vigor la aspiración de estas provincias en pro de la restauración del espíritu de sus fueros. Para cuanto signifique acoplamiento del espiritu enormemente democrático, profundamente liberal de los fueros a las complejidades de la vida social moderna, cuenten las Diputaciones no sólo con mi aprobación y beneplácito personales, sino con el concurso entusiasta por parte de las gentes que militan en el campo político donde yo me muevo.

Las Diputaciones tienen el deber de concretar clarísimamente sus aspiraciones. Es natural que las provincias vascongadas no pidan nada inspiradas por móviles egoístas, y por ello no habrían de oponerse, sino todo lo contrario, a que aquel régimen que desean para el país vasco fuera instaurado también en las demás regiones españolas.

Aquí hay una tradición foral que puede ser la base de la conquista de una mayor autonomía -luego hablaré de la necesidad de reglar ese autonomía-, y yo digo: ¿si por esa circunstancia, o por unas u otras razones de orden político, se produjera la oportunidad de obtener esa mayor autonomía para el país vasco, había de rechazarse porque no se concediera a la vez a las demás regiones?

Creo que, sin perjuicio de laborar por que el régimen autonómico se implantase en las restantes regiones, las provincias vascas deben continuar por el camino emprendido de trabajar en pro de su autonomía. Ahora bien, si ésta no se regla, tiene el peligro que se observa en todo Poder: el de que en su ejercicio tiende al despotismo si no hay quien lo frene. Si se trata de ir de frente, por parte de las Diputaciones, a la reintegración de las Juntas Generales, hay que cuidar de volver a las fuentes primitivas de la soberanía de esos organismos, a lo que en ese sentido pudiéramos llamar el macho de los fueros vascongados, a la soberanía popular, de la cual nacían las instituciones vascongadas.

Opino que las Diputaciones vascongadas harán una gran obra concediendo de una manera efectiva, no sólo con declaraciones, sino con la práctica, la autonomía municipal y, respetando otra mucho más sagrada, la autonomía individual.»

Esta posición mía del año 1917, ante unas circunstancias absolutamente idénticas en la forma, aunque menos intensas que ahora, es exactamente la misma que yo vengo propugnando y lo que constituye o va a constituir el eje de la ya corta disertación que os espera. Yo he tenido siempre una fuerte devoción por todo lo que era esencial en el régimen foral vascongado. Nadie, a título de liberal, con conciencia plena de lo que son los principios democráticos, puede sentir aversión por instituciones que aquí, con anterioridad, secularmente, siglos y siglos antes de que las conquistas ciudadanas plasmaran en las monarquías constitucionales, representaban una soberanía verdaderamente popular, emanada del pueblo. Fué el pueblo vasco quien se anticipó en siglos a destruir los vestigios de la organización social medieval, y haciendo hijosdalgos a todos los vascongados los colocó en pie de igualdad, sin aquella distinción oprobiosa que significaba la calidad del siervo y la condición humilde y sumisa del esclavo. Fué el pueblo vascongado el que cuidó de una manera tan profundamente radical de evitar la intromisión de la influencia clerical en los destinos políticos del país, que obligaba, para permitir la entrada en el territorio vizcaíno al obispo de la diócesis, a declarar previo juramento que se comprometía a no intervenir directa ni indirectamente en la vida política del país. Fué el fuero de Vizcaya en esto tan riguroso y tan inflexible, que condenaba con la expatriación, que castigaba con el destierro, reputándolo contra fuero, quebrantamiento del fuero, a quienes usaran o instigaran la influencia clerical para la marcha de los destinos públicos. Y fué, sobre todo en la santidad de la independencia de la personalidad vasca, de los ciudadanos vascos, el fuero el que instituyó el pase foral, en virtud del cual las demasías que pudiese cometer la Corona no tenían vigencia en la tierra vascongada, porque no lo consentían los vascongados, en uso de su libérrima voluntad.

Ante un fuero así, ante unas instituciones así, por amplias, por ilimitadas que sean las devociones democráticas ¿cómo no rendirles la pleitesía, el tributo de admiración que merecen Códigos de tal naturaleza que se adelantaron en muchos siglos a las monarquías y a las Repúblicas constitucionales?;(Gran ovación.)

Claro que aquí han sucedido fenómenos en la vida contemporánea verdaderamente curiosos y dignos de análisis, para que quienes somos liberales extrememos la vigilancia en evitación de muy perniciosas intromisiones. Y el fenómeno más característico ha sido que cuando aquí se ha manifestado primero como una corriente de gran sentimentalidad adscrita a la devoción por la lengua vernácula, simpatizante con todas las costumbres típicas del país, llevando si se quiere a términos de idolatría, que yo no repudio, el amor a instituciones, a regímenes como los que imperaron antaño en la vida vascongada; cuando ese movimiento ha surgido aquí con pujanza, se ha apoderado de él rápidamente el clericalismo, lo ha domeñado, lo ha hecho instrumento suyo, y aquellos hombres que exaltaron su devoción al país y llegaban por ella incluso a extremos que las leyes pudieran considerar punibles, olvidaban toda la tradición genuinamente civil del régimen y de las instituciones vascongadas para ser reducto, trinchera, parapeto desde los cuales la reacción combatía el espíritu mismo de libertad que fué fundamentalmente la esencia del régimen y de las instituciones del país.

Y, claro, esta culpa es nuestra también. Los apasionamientos de la lucha no consienten muchas veces el discernimiento frío de los exámenes académicos, o, si queréis, científicos de todo el sentido histórico de la tradición política del país. A mí me han tocado, quizá, las batallas más recias con esos elementos. He sido durante largas temporadas el hombre más odiado por ellos; pero yo, ni a través de esos odios ni de esas agresividades que en la sinceridad de la lucha política reputo santos, encontré un velo que me impidiera ver todo el sentido liberal de las instituciones y de los regímenes antiguos del país vascongado. (Muy bien.)

Y lo que pido, a lo que exhorto, lo que yo predico aquí, es que tengamos esta misma visión todos; que en la obcecación de nuestras querellas políticas, que son inevitables, no ceguemos hasta el punto de herir el sentimiento tradicional del país ante el cual los demócratas no hacemos ninguna clase de claudicaciones, con nuestra adhesión a algo que esencialmente es nuestro propio postulado. Y lo que yo pido además, a lo que exhorto en estas circunstancias es, que si en esas fuerzas latentes nacidas por una corriente sentimental, drenadas por el cauce político, hay sinceramente ansias de restaurar la esencia de las libertades vascongadas con aquellos acoplamientos indispensables a la complejidad de la vida moderna, es decirles a ellas que nosotros estamos en esa misma línea de combate; que nosotros estamos en ese misma fila; que al luchar por el derribo del régimen monárquico vamos tras la implantación de un régimen que permita sustantivar de nuevo, con aquellos acoplamientos que necesitan las complejidades de la vida actual, lo que fué el nervio, la sustancia, el alma de los fueros; y a decirles que quien se opone a ello no somos nosotros, que siempre la oposición más viva que tuvieron las tradiciones vascas fué el absolutismo, y que hoy en España no rige una monarquía constitucional; que la Constitución jurada se ha incumplido por perjurio y que el país vasco, como toda la nación, debe levantarse en pie para imponer su voluntad y hacer efectiva su soberanía en este territorio, cual debe hacerse también en todos los demás de la Península ibérica. (Muestras de aprobación y grandes aplausos.)


Los liberales vascos ante el absolutismo

Hay un problema. Yo os declaro aquí que gran parte de mi pequeña ilustración, de mi liviana ilustración sobre la estructura de las viejas instituciones vascas y sobre el carácter de su esencialidad, no la he aprendido en los textos pergeñados por los exaltadores más idolátricos de esas instituciones. Mi pequeña ilustración queda casi estrictamente ceñida a audiciones y lecturas de un hombre liberal, verdaderamente benemérito, que siempre se ha colocado en una oposición apasionada a quienes aquí simbolizaron y patrocinaron el nacionalismo vasco. Me refiero, como muchos de vosotros os habréis anticipado a comprender, a nuestro querido consocio, un liberal de verdad, que es digno de un tributo por su hostilidad permanente a la dictadura: D. Gregorio de Balparda. Y D. Gregorio de Balparda, en una conferencia dada en esta misma tribuna el año 1908, desfloró lo que pudiéramos llamar sustancia aromática del fuero vizcaíno, para sostener la doctrina muy apreciable de que cuanto era sustancial en el fuero de Vizcaya estaba de hecho ya incorporado a la monarquía desde que la monarquía española adoptó, al menos como burdo disfraz, según la práctica se ha demostrado, el tipo constitucional. El Sr. Balparda, en demostración de esta teoría, evocó en esa conferencia el recuerdo de cómo aquí las Juntas generales deliberaron y resolvieron, a raíz de promulgarse en Cádiz la Constitución de 1812, si en el texto de aquella Constitución estaban efectivamente recogidas, absorvidas, las libertades vascongadas.

Y exhumó, entre otros recuerdos, una junta general celebrada en la iglesia de San Nicolás, de Bilbao, el 16 de octubre de 1812, la cual junta consignó en acta «la maravillosa uniformidad entre los principios de la Constitución de la monarquía española y los de la Constitución que desde la más remota antigüedad ha regido y rige en esta provincia».

Y exhumó también, entre otros recuerdos documentales, el de una ponencia nombrada por las Juntas generales del año 20 en Guernica, la cual ponencia sintetizó sobre este mismo problema su criterio en estos términos:

«La Comisión nombrada en la Junta general para examinar la analogía que pueda tener con la Constitución peculiar de Vizcaya, la promulgada para toda la monarquía en el año 1812 por las Cortes generales y extraordinarias, y de si es necesario renunciar a aquélla o si son conciliables en todo o en parte las ventajas de las dos, tiene el honor de manifestar a V.S., que han rebosado sus corazones del placer más puro al contemplar que las voces de libertad y dignidad del hombre en sociedad que hasta aquí habían sido perpetuamente el patrimonio del suelo vascongado, resonaban en todos los ángulos de la Península. En la gran Carta que va a ser el nuevo iris de paz y de regeneración de las Españas, se halla trasladado el espíritu de la Constitución de Vizcaya.»

Es muy respetable el criterio de que no había lugar a pedir la subsistencia de regímenes parciales de libertad si la esencia de estos regímenes estaba recogida en un texto constitucional cuya vigencia era general y abarcaba el territorio del país vasco como abarcaba el resto del territorio español; pero a hombre de la sinceridad probadísima, inflexible del señor Balparda, pregunto yo ahora:

Si destruida, deshecha la Constitución del Estado por quien previo juramento en el estrado del Palacio del Parlamento se obligó a cumplirla, ¿serán tan ingenuos los liberales vascongados que crean en una nueva frase fernandina como aquella, tristemente célebre, por la traición que revela, de «Vayamos todos, y yo el primero, por la senda constitucional»?

Yo he dicho en San Sebastián que Santa María Magdalena pudo haber subido a los fondos cenagosos del vicio hasta las cimas excelsas de la santidad; pero que la Historia no ha registrado ni registrará jamás el caso de un rey que habiendo perdido el prestigio por faltar a su juramento, vuelva a conquistar la aquiescencia y el respeto de la Nación (Aplausos y vivas.)

¿Y a qué remontarnos a fechas históricas, si el espectáculo reciente es la lección más dolorosa para todos vosotros, liberales vascongados? ¿A qué el examen de actitudes dignamente rebeldes del país y de sus gestores políticos ante el poderío de la Corona española cuando ella pretendía invadir las atribuciones del país con resoluciones contra fuero? ¿Queréis espectáculo más dañino y más perturbador para lo que significa la tradición del país, que aquel que se nos ha dado en estas nuestras tierras, nuestras digo, porque a ellas tengo desde una niñez desvalida adscrita mi vida, y son las de mis hijos, y son las de mi alma... (Los aplausos y aclamaciones impiden que el orador termine el párrafo.)

¿Habéis visto espectáculo más tristemente doloroso que la abyección de las autoridades y Corporaciones públicas vascongadas durante estos seis años, «record» del oprobio y de la miseria política? ¿Cuándo se ha inferido un daño más grande a los vestigios de la tradición autonómica vascongada que en estos últimos años? ¿Cuándo se ha dañado más considerablemente la esperanza de una resurrección plena de las aspiraciones del país que en estos seis años? A las cabalgatas grotescas, carnavalescas, organizadas por el dictador en Madrid, han ido los chistularis, que representan lo más idílico de las tradiciones vascongadas; han ido formando en ellas también los miqueletes, emblema del resto de soberanía vascongada, para dar escolta de honor a quien ultrajaba el idioma vasco, prohibía su enseñanza y escarnecía en todo momento y, con morbosa complacencia las tradiciones del país (Ovación que dura largo rato.)

Y aquí, quienes se decían amantes de la autonomía y de la tradición, han aceptado los nombramientos misericordiosos de real orden para auparse en las Corporaciones públicas, hasta cuyos escaños sólo se llegaba antes, con defectos o sin ellos, mediante la expresión de la voluntad ciudadana, y desde los cuales sólo es posible la dignidad en la gestión, la autoridad en la conducta y la independencia con respecto al Poder central cuando no se deben a ese Poder central los nombramientos, sino cuando éstos son verdadera expresión de la voluntad del país vasco. (Muy bien.)

¡Y la autoridad gubernativa! ¡Ah! Para encontrar quien la ejerciera buscó la dictadura entre los sedimentos viciosos que tiene toda sociedad contemporánea lo más ruin, lo más abyecto, lo más vil, lo más miserable... (Una ovación cerrada y las aclamaciones del público, puesto en pie, ahogan el final de la frase.)

Y quienes le rendían homenaje, quienes aguantaban sus improperios, sus injurias, sus caprichos, sus veleidades, a veces inspiradas en el prostíbulo..., ¿esos eran autonomistas, eran defensores del país vasco, eran amantes de su tradición? Esos eran unos serviles, indignos de llamarse vascos y de llamarse españoles, porque en Vizcaya y en España la dignidad ciudadana, como patrimonio del alma, es inajenable. (Muy bien; grandes aplausos.)

Concluyo. Aquí, en este estrado, como evocación viva de un pasado glorioso, como una reliquia que casi por milagro subsiste al embate de los años, tenemos hoy con nosotros a un viejo auxiliar cuyos brazos se han entrelazado muchas veces con los míos, mientras se confundían sus lágrimas enternecedoras, evocadoras del pasado, con aquellas otras que a mí me despertaba la esperanza: D. Juan Montes. Yo sé que de mis ideas a las suyas hay gran distancia. El representa en este estrado a aquel grupo de luchadores que en Bilbao empuñó las armas por defender la libertad. ¡Mezquina hubiera sido la misión de aquellos bravos bilbaínos, hoy reliquias vivas para nosotros, si todo el ímpetu de sus corazones, la generosidad de su sangre, el ardimiento de sus almas los hubieran vinculado exclusivamente a un nombre personal y a una rama dinástica! No; los vincularon a la libertad, y la libertad, Sr. Montes, está hoy traicionada. El absolutismo ha perdido su patronímico. Ya no existe el carlismo; murió D. Carlos. Hoy el absolutismo es el alfonsismo, y frente al alfonsismo debe estar el espíritu liberal de la Sociedad «El Sitio» y de todos los liberales que en ella tienen su hogar, para decir, al enfrentársele, que quieren cerrar el paso al absolutismo.

Los liberales vascongados identificados con el ideario que llevó a sus antepasados a las barricadas y a los reductos no pueden ser hoy, sin incurrir en contradicción, monárquicos de una monarquía absolutista. Y los vascongados todos que amen su tradición tienen que negar el pase foral a las disposiciones de una monarquía absoluta en pugna con las libertades del país. Hay que predicar la desobediencia civil. Fué una fórmula cortés aquella del fuero de : «Se obedece, pero no se cumple». ¡Liberales de Vasconia, ciudadanos de Vasconia: el lema ahora, ante el absolutismo alfonsino, es «ni se obedece ni se cumple»! (Ovación atronadora y vivas entusiastas.)


Indalecio Prieto, 3 de mayo de 1930












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