Uno de los espectáculos más interesantes de la España actual es el mitin. A él
se acude a esclarecer los problemas que plantea la urgencia trágica de la
guerra. Muy poco tienen que ver estas asambleas vigilantes y exigentes con el
mitin de paz bueno para la propaganda consabida y la parrafada madre del
aplauso fácil. Para eso no se juntan hoy en España ni los más desaprensivos
ciudadanos. Los carteles que anuncian un mitin precisan las cuestiones que van
a ser tratadas en él y nadie sería capaz de plantear cosa que no estuviese en
la necesidad común. Los discursos son en realidad informes estrictos, maduros y
contrastados. Lo que se consigna en una intervención puede ser, debe ser,
puesto en obra al día siguiente.
Estamos en el teatro Capitol, el más amplio de
Valencia. Hay en él un público entusiasta, impaciente, militante; el mismo
espíritu, la misma gente que en las trincheras. Son miles de muchachos
espigados y vivaces que han hecho de la guerra su razón de vida. Yo contemplo a
mis anchas sus caras ansiosas, febriles, voraces. Les está llegando la hombría
con la tragedia. El fuego activo y limpio le sale por los ojos: quisieran
aplastar en un solo día a todos los enemigos, castigar en una sola noche a
todos los traidores. Son miembros de las Juventudes Socialistas que han
organizado este mitin para oír a Alvarez del Vayo que va a hablarles sobre la
unidad política del proletariado frente a la guerra.
La impaciencia se rompe de improviso en una ovación
estruendosa, prolongada, frenética. Es que Pasionaria ha entrado en la sala.
Con su nobilísima estampa maternal, su sencillo traje negro, su sonrisa buena y
su ademán elegante pasa hacia el escenario. Le acompaña Checa, esmirriado,
huesudo, transparente en su camisilla de mangas cortas según la usanza veraniega.
Al tomar asiento los líderes bajo los gigantescos retratos, otra ovación. Ahora
ha llegado Alvarez del Vayo, Comisario General de Guerra. Salta a la tribuna
sin transición y comienza la lectura de un trabajo meduloso, estricto,
circunstanciado, concluyente. Aunque está concebido a mil leguas de los
recursos oratorios, la masa juvenil le escucha con atención vivísima y lo
ratifica en cada extremo con aplausos cálidos. Al final se desborda la adhesión
en vivas y cantos.
Damos la mano al Comisario. Cambiamos algunas frases
sobre los puntos culminantes de su informe. Me recuerda que tenemos iniciada
una conversación que no debe quedar trunca. La vez pasada, dice, hablamos sobre
el Ejército Popular y sobre el momento internacional. Estaría bien charlar
mañana sobre cuestiones políticas. Sobre el tema de mi discurso de hoy hay
tanto que decir...
Al día siguiente, sin ceremonias ni esperas, nos
recibe Alvarez del Vayo en su oficina privada. El ambiente, como días atrás, es
optimista, confiado. Las armas republicanas continúan su avance poderoso, la
sensibilidad mundial sigue inclinándose hacia la justicia del pueblo español.
Sobre una y otra cosa hablamos brevemente. Después, recae la plática sobre el
asunto más vívidamente político del momento, la unificación de los partidos
obreros. No hay cartel de calle que no aluda en estos días a este
entendimiento; no hay publicación política que no discuta su pertinencia, no
hay conversación privada en que no ocupe buen espacio. Rogamos al Comisario que
nos diga su criterio, nos precise y amplíe sus argumentos del mitin del
Capitol. Toma la palabra, ahora con un gesto un poco profesoral.
—Usted sabe, comienza, que yo he sido uno de los más
obstinados defensores de la unidad. Ello me ha costado ataques e ironías. No me
han importado mucho porque mi convencimiento es arraigado, profundo. Ahora,
claro está, es una necesidad perentoria que imponen la guerra y el futuro
inmediato de España. Mi convicción no parte de esta urgencia. Ya en 1924
defendía yo en el seno de mi partido, el Socialista, la más estrecha
inteligencia con el Partido Comunista. A medida que la reacción se abría paso
en todas partes y que el rumbo de la política mundial nos advertía q. [sic] el
fachismo no era un fenómeno aislado circunscrito a las condiciones peculiares
de ciertos países, sino la expresión más agresiva y bárbara del capitalismo de
la postguerra y tan universalmente como él, me parecía el reagrupamiento de las
fuerzas marxistas tan indispensable como la coordinación de las dos
Internacionales en la lucha contra la guerra, a la que el fachismo, asfixiado
por las contradicciones internas, tenía fatalmente que conducir...
— [¿] Y ese criterio suyo, interrumpimos, ha contado
de viejo con las simpatías de las masas socialistas?
—Sí. El movimiento de octubre y la represión que trajo
consigo dieron un formidable impulso a la unidad. Usted sabe hasta donde el
U.H.P. llegó a ser entonces la más popular de las consignas. Desde entonces
cuando en el orden nacional o internacional abogaba yo por la unidad, sentía
las masas socialistas detrás de mí. Así pude, en noviembre de 1934, en la
reunión del Ejecutivo de la Internacional Obrera Socialista, poner mi firma al
pie de la declaración de los ocho partidos que se pronunciaban por la unidad de
acción con la Tercera Internacional en la lucha inmediata contra la amenaza de
guerra, a pesar de que se tratase de coaccionarme aduciendo que no tenía
mandato al efecto... Me sentía investido del mandato superior de la inmensa
mayoría de los socialistas españoles y eso valía para mí más que un papel
escrito, con sellos y todo…
—Y ahora, [¿] puede decirse que haya corrientes
contrarias a la unidad?
—Existen, pero sin fuerzas para impedirla. El mejor
registro de la voluntad mayoritaria de las masas socialistas es que hoy ningún
dirigente osaría subir a la tribuna para impugnar de frente el Partido Único.
Pero, además, ¿qué argumentos podría esgrimir? El proceso de nuestra lucha,
mírese desde dentro o desde fuera, impone su integración como una necesidad
inaplazable. Únicamente la existencia de un partido del proletariado, potente
por sus efectivos y por el acierto y la claridad de su dirección, que sepa ir a
donde debe ir y hasta donde debe ir puede asegurar el ritmo justo para
adelantar la guerra sin retroceder en la revolución y para avanzar la
revolución sin comprometer la victoria…
— [¿] Crée [sic] usted entonces que la formación del
Partido Único revitalizaría la acción guerrera y centraría eficazmente el
impulso revolucionario de España? En ese caso, no integrar la unidad sería un
grave peligro…?
—No integrarla sería dejar de cortar a tiempo
corrientes negativas... Integrarla, asegurar el triunfo del pueblo. Hace días
hablamos extensamente de la eficacia actual de nuestras tropas. La obra
realizada por nuestros soldados es en verdad gigantesca, pero es mayor la que
les queda por cumplir. A nadie asusta ya en España esta dura verdad: la guerra
será empeñada y larga... Su duración plantea un serio problema político: a
medida que la lucha se alargue será necesario una fuerza aglutinante de las
energías antifachistas; esta fuerza no puede ser otra que el Partido Único.
Crearlo es dar a la política de guerra el instrumento más seguro para su
realización afortunada, es poder ir derechamente a una labor de gran
envergadura en la retaguardia que asegure al pueblo que se bate no sólo la
asistencia y la cooperación efectiva de todos sino la entrada en un régimen
social digno del sacrificio generoso de sus vidas.
Cuando el Comisario termina su animado parlamento
tenemos lista una cuestión importante que plantearle. Pocos hombres en España
tan diestros para resolverla. La formación de un solo Partido marxista, le decimos,
no podría significar en lo exterior una calificación determinada de la lucha
española, un nuevo pretexto para los recelos y expectaciones [sic] culpables…?
La pregunta no toma sin bagaje específico a mi
interlocutor. Repentinamente dice:
—Los pretextos no faltarán mientras se les
quiera enarbolar... Nosotros debemos actuar sobre realidades aunque sin olvidar
el buen efecto político. La verdad es que el empeoramiento de la situación
internacional reclama que estrechemos aceleradamente nuestras filas. Cada
resquebrajamiento que se produce del lado nuestro alienta los bajos designios
de los que, encubiertos en una política de aparente neutralidad, jugando a la
paz con la guerra y capitulando un día y otro ante las fuerzas de la reacción,
no ven otro medio de acallarlas que engolosinándolas con la anulación de
nuestra victoria. No creen en el triunfo militar de nuestros enemigos y
especulan con el colapso de nuestro frente interno. Es su máxima esperanza y se
comprende que nuestras diferencias los regocije [sic] y estimule. La creación
del Partido Único del proletariado como eje vital de nuestro proceso asestaría
a estas maniobras del fachismo internacional y de sus vergonzosos aliados y
cómplices el golpe de gracia.
—¿Y ya están trazadas, interrogamos, las líneas de
acción del Partido Único?
—La elaboración del programa, dando por segura su
integración, es cosa esencial. Precisa asegurar la homogeneidad ideológica y
táctica de dirección y métodos, atendiendo principalmente a convertir al
Partido Único en el instrumento eficaz de la victoria. Este programa ha de
empezar por establecer una concepción clara del sentido de la guerra. Sobre
cual [sic] debe ser, ya conoce usted mi criterio. Debe asegurarse, en segundo
término, el más enérgico y decidido apoyo al Gobierno del Frente Popular. El
enemigo está en acecho para renovar sus embestidas al menor debilitamiento del
Frente. No basta dejar de combatir al Gobierno. Hay que apoyarlo y poner a
diario todo el peso de la autoridad y de la competencia para que salve las
dificultades en que se encuentre. Debemos darlo todo a su mayor eficacia...
Hay una pausa impuesta por el ajetreo burocrático. Al
final de ella, el Comisario reanuda la exposición sin vacilaciones:
—Durante
años, yo he asistido a las discusiones de los círculos de emigrados
antifachistas. Teóricamente había que reconocer a veces la justeza de ciertas
posiciones defendidas en amargas e interminables controversias, pero al final
siempre pensaba yo que un sentido más agudo de la realidad política y, sobre
todo, una cohesión mayor de las fuerzas proletarias en sus respectivos países
les hubiera seguramente librado de aquel exámen [sic] a posteriori alrededor de
una mesa de París sobre quien [sic] debía cargar con el peso del error... Yo no
quiero una cosa semejante ni para mí ni para mi pueblo… Ahora estamos a tiempo
de asegurar el triunfo.
—[¿] Qué otras labores esenciales habría de tener en
cuenta el Partido Único?
—En el órden [sic] interno dos muy importantes, a mi
juicio. Limpieza inexorable de la retaguardia y acertada y clara política
económica de guerra. En cuanto a la primera debo decirle que es innegable que
todo el pueblo está con nuestra causa, pero también es cierto, cosa humana, que
no todo el mundo siente la guerra con igual intensidad. Hay que coordinar del
mejor modo las actividades útiles e impedir, sobre todo, que el peso de la
guerra caiga sobre un gruyo de españoles mientras otros vegetan en la apatía o
se aprovechan del heróico [sic] esfuerzo ajeno... En esto toda energía será
poca... Le decía que hay que definir e imponer una buena política económica de
guerra. Ello es también indispensable. Hay que terminar de una vez con el
dislate de los experimentos parciales absurdos, en los q. [sic] no va sólo la
riqueza del país sino el prestigio mismo de ciertas iniciativas que se cubren
bajo el manto de revolucionarias. Para completar un buen programa yo
incorporaría las reivindicaciones de las Juventudes que, además de estar
contribuyendo a la defensa de la nación con la pérdida de sus mejores vidas,
son el elemento más precioso en la obra de reconstrucción de la España grande
de mañana.
—Y en el terreno de las relaciones internacionales [¿]
qué pautas podrían trazarse al Partido Único?
El Comisario me mira un instante con sus ojos ingenuos
de miope. Después dice:
—Por lo pronto, apoyo y solidaridad a la U.R.S.S. No hay
que rebuscar a estas alturas los motivos de su identificación y de su
asistencia. Es la Unión Soviética y se conduce como tal. Su política exterior,
inspirada en los dos grandes principios de paz y de la autodeterminación libre
de los pueblos marca, entre inexplicables claudicaciones, la única trayectoria
consecuente y clara. Al segundo día de triunfar la revolución, el 8 de
noviembre de 1917, la fijó con oferta de paz a todos los gobiernos
beligerantes. Política de respeto a la libre autodeterminación de los pueblos,
llevada a la práctica apenas anunciada. No es un mero ademán de propaganda o de
hábil captación. Quince años después se confirma en el artículo 17 de la nueva
Constitución Soviética. Política de paz que se inaugura en 1918 y que alcanza
su manifestación más grandiosa en el caso de España y cuyas imprecaciones a
veces irónicas y sangrientas, siempre firmes y leales, oye el pueblo español a
través de la voz de Maisky, entre el derrumbamiento deleznable del Comité de No
Intervención.
De los principios programáticos pasamos a cosas menos
altas, pero importantes en política. ¿No hay en los partidos marxistas recelo
de posibles absorciones realizada la unidad? ¿No existen diferencias hondas de
modo de ser, de visión y práctica, entre el militante comunista y el
socialista? Nos extendemos en el análisis. Al terminar, el Comisario luce su
firme optimismo:
—Yo creo, dice, que el ejemplo del Partido Socialista
Unificado de Cataluña nos resuelve bien todas estas dudas naturales. En ese
Partido figuran un buen número de socialistas de ayer. En verdad, vistas las
cosas sin prejuicios, las diferencias reales entre un comunista y un socialista
pueden y deben servir no como disociación sino como complemento. Tradición y
experiencia del lado socialista, dinamismo y acometividad del lado comunista.
Hay en mi Partido millares de militantes que constituyen legítimamente su
timbre de honor. Camaradas a los cuales las fases más duras de la historia
política española de los últimos veinticinco años los ha encontrado
imperturbables en sus puestos de combate. Son de seguro las comunistas los
primeros en valorar el caudal de experiencia que tales militantes pueden
aportar al Partido Único. Ningún socialista puede seriamente enfocar el
porvenir del Partido Único como una máquinaria [sic] absorbente cuyo engranaje
no ha de tener otra virtud que la de desplazarle e inutilizarle. Las tareas que
nos esperan requieren la utilización de los cuadros actuales aprovechables, en
ambos partidos y de algunos más.
Mientras el Comisario habla pensamos en que
fuera de los Partidos marxistas hay en España una considerable masa obrera que
sigue caminos propios. No ya una común orientación política, cosa de momento imposible,
pero ni siquiera la verdadera unidad sindical se ha podido integrar en España
en momentos tan difíciles como los que corren. Decimos nuestra curiosidad al
Comisario. Contesta:
—En mí, y lo he declarado con mi firma en “Claridad” se
encontrará siempre el más amplio espíritu para lograr la acción conjunta de las
organizaciones proletarias, aún las más apartadas del camino marxista. Yo creo
que la C.N.T. debe ser llamada a participar en toda obra de interés nacional
incluso lo que signifique participación directa en el gobierno del país. El
proceso de incorporación de la C.N.T. a las responsabilidades del Estado tiene
demasiada trascendencia histórica para que nadie pueda desdeñarlo. Pero, eso
sí; entra en el Gobierno para que la organización acate como un solo hombre los
acuerdos que se tomen. No es mucho pedir. La participación ministerial exige
adhesión leal y total, no sólo de los elementos que figuran en el Gobierno sino
de todos los que militan bajo el mismo signo… En cuanto a ciertas especies propagadas
con buena o mala intención que quieren presentar al Partido Único como
interponiéndose en el camino de la unidad sindical, hay que salirle al paso
enérgicamente. Si queremos Partido Único es porque deseamos verdadera unidad
proletaria; y esta no puede existir sin la unidad sindical. Yo creo que el
Partido Único es el mejor auxiliar, el mejor camino, para esa unidad sindical,
tan imperiosamente necesaria. Los recelos a este respecto no tienen derecho a
existir. Los compañeros de la C.N.T. deben saber de una vez por todas que
esperamos su colaboración para integrar una vigorosa unidad sindical.
Nos levantarnos. Nos despedimos del Comisario; le
decimos de nuestra inmediata vuelta a América. Esto no acaba sino que desvía el
diálogo. La estancia en México como Embajador de la República Española ha
vinculado fuertemente a Alvarez del Vayo a nuestras tierras. Sigue
apasionadamente, con su pupila hecha a juzgar los más lejanos panoramas,
nuestro camino social. Me va preguntando ansiosamente por cosas y gentes de
México; después, por el presente cubano. Hablamos después sobre los españoles
de América y su actitud hacia España. Volvemos a caer en México. El Comisario
evoca emocionado los días pasados allí como Embajador español.
—No sabe usted,
termina, qué alegría me ha sido en los días más duros de esta guerra que nos ha
sido impuesta, el ver desde el primer momento al pueblo mexicano, con su
presidente y su gobierno, a nuestro lado. Para mí era una alegría descontada.
Directamente, a lo largo del recuerdo de conversaciones inolvidables, yo había
podido penetrar, en mis días de México, la honda amistad del Presidente
Cárdenas por la España republicana y progresiva. Fiel a su sentido de justicia
y a su auténtica postura revolucionaria, el Presidente Cárdenas seguía desde la
proclamación de la República los esfuerzos del pueblo español por arribar a un
régimen de justicia social y de real decoro. En cuanto al pueblo mexicano,
tengo grabadas para siempre en mi espíritu las muestras de adhesión no sólo
sentimentales sino políticas de las grandes masas campesinas y obreras con las
que mantuve por dos años un contacto ideológico que reflejaba la compenetración
más absoluta entre los dos pueblos hermanos...
Hablo al Comisario de la actitud de pueblos pequeños y
pobres como el cubano, de su fervosa [sic] adhesión a la causa del pueblo
español.
—Conozco perfectamente, nos dice, esa actitud en verdad magnífica, y
que tanto compromete nuestros frentes por la libertad de España...
Surge el
nombre de Pablo de la Torriente-Brau, para quien tiene Alvarez del Vayo, la más
respetuosa devoción.
—Estoy perfectamente enterado, —termina— de que existen en
Hispanoamérica millones de hombres y de mujeres que siguen como cosa propia
nuestra guerra de independencia... El pueblo español se siente comprendido y alentado por
los pueblos hispanoamericanos y sabe la tortura que para muchos de nuestros
hermanos de allí constituye la distancia... Yo quiero realzar con gratitud el
significado del reciente acuerdo de la Cámara colombiana, que tan leal y acertadamente
recoge el sentimiento de las muchedumbres americanas hacia el caso español. Es
este un hispanoamericanismo auténtico, de nuevo estilo, a flor de pueblo y que
supera, por su grandeza y trascendencia, las declaraciones de las Cancillerías.
Otra despedida, sin ceremonia ni retórica… Un fuerte
estrechón de manos y echamos a andar por los pasillos del Comisariado. A pocos
pasos encontramos al hijo de Maroto luciendo su uniforme de soldado regular.
—
[¿] Y tu padre?
—Trabajando. Anda todavía por los frentes del Sur...
Juan Marinello
Dos pláticas con Julio Álvarez del Vayo
España 1937
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