José Martí Pérez
(La Habana, 28 de enero de 1853 - Dos Ríos, 19 de mayo de 1895)
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Suelen dividirse los hombres que han dejado memoria de sí en aquellos que hacen y aquellos que cantan o piensan sobre lo que otros hicieron o simplemente sobre lo que pasa en su torno: poetas y aún filósofos -si por filósofo se entiende el que se siente obligado a dar cuenta del Mundo que encuentra, a la luz de una idea que lo juzga e ilumina-. Y no es frecuente que ambas cosas, la acción y su comentario, el hacer y la expresión se reúnan en un hombre solo. El hombre de acción, se ha dicho, piensa después de haber actuado y rara vez lo cuenta y menos aún, echa sobre sí la penosa tarea de descifrarlo. El hombre de acción suele destacarse por su mutismo.
Diríase que el hombre de acción y el poeta viven tiempos distintos y que
mantienen una distinta relación con lo más decisivo de la vida, con la muerte.
Al hombre de acción la muerte parece llegarle de improviso, le sobreviene como
a un cazador cazado. A todo el que no medita o poetice, la muerte le llega de
sorpresa. Mientras que al poeta y al meditador aunque no le hayan dedicado sus
pensamientos, la muerte les llega desde adentro, de un modo íntimo, como la
madurez natural de un fruto logrado, pues no se trata de un proceso de la
conciencia, sino de la intimidad; y del modo en que se vive el instante,
vaciándolo de su sentido recóndito, descubriendo su relación con el remoto
instante ya ido, anticipando el porvenir. Poetizar es recordar; meditar más
bien anticipar o anticiparse, viviendo de antemano, proyectando. Y es este
doble movimiento de la intimidad el que parece crear ese modo de ir hacia la
muerte, haciéndose amigo de ella, como la finalidad de la vida y no su brusco
término.
No parece haber huella de presentimiento, ni la más leve preocupación ante
la muerte en esas últimas páginas que Martí escribiera el Diario
de Cabo Haitiano a Entrerios. Quizás él no imaginaba
que iba hacia su fin, o quizás no quiso transcribirlo, mas la existencia misma
del Diario, su tono y una
específica calidad como de misterioso temblor del alma ante las cosas que
parecen herirle, hace que sea un testimonio de los más preciosos y raros que un
hombre puede dejar, más que un testamento, cosa del pensar; un itinerario de su
morir, cosa del ser.
Es la cercanía de la muerte gran reveladora; no hay además de ella sino esa
angustia de la culpa para hacer que el fondo secreto de la persona salga a la
luz, se manifieste, en esa acción que es la Confesión, la simple confesión
literaria. Más los autores de Confesiones lo han hecho desde una conciencia ganada por la angustia, empujados
por el anhelo de darse a comprender.
Cuando no se siente esta angustia de la falta, y la muerte se deja sentir
desde adentro, es porque algo ha sucedido; algo que devuelve el estado de
inocencia -esa inocencia que suponemos en el niño-, un candor que es desnudez
del alma que se deja herir por toda cosa, que vibra despidiéndose sin saberlo;
y una paz profunda en ese adiós.
Es lo que el Diario de Cabo Haitiano, de José Martí, trasmite a quien lo lee; va desnudo y sin secreto, sin
sombra de máscara casi, como si hubiera muerto ya… y estaba vivo; viva, sin
defensa alguna, toda su sensibilidad que recoge la imagen de cada árbol, de
cada mata, de cada gesto y figura viviente: la jutía degollada para el
condumio, la taza de café con que les acogen los amigos y seguidores. Y
aquellos forajidos fusilado el uno, salvados por él los otros dos
-"aconsejé y obtuve el perdón". Percibe la diferente forma que el
terror toma en cada uno de ellos. Nada se le escapa, ni el color de unas flores
ni las nubes que pasan por el cielo, ni el vestido de una niña, ni la actitud
remisa de algunos hombres esclavos del salario. Quizás él no supiera claramente
dónde iba o no quisiera -por pudor ante el misterio último saberlo- pero sí
sabía de dónde venía, aunque apenas lo deje entrever. Pues ¿qué le ha pasado a
un hombre que se deja herir con tanta paz y que alcanza tiempo para escribir
esas miles de heridas que todas las cosas le infieren? Diríase que ha ido más
allá de la esperanza, que la ha dejado atrás.
¿De la esperanza? No dudaba del triunfo de la causa a que se había
entregado; lo sabía cierto, inevitablemente cierto, más allá de los combates
que faltaran por dar, cierto en virtud de la necesidad histórica, la sabía
cierta quizás porque había cumplido… ¿Qué le había pasado, pues?
Hay algo que cuando se cumple deja al protagonista como en la orla de la
vida; el sacrificio. Difícil palabra, imposible casi de usar, por el abuso que
de ella hizo el romanticismo y por algo más grave aún: porque el sacrificio es
la acción que vence a la ambigüedad en que se debate siempre la vida de todo
hombre y más aún la del hombre de acción. De sacrifico suele revestirse toda
ambición desmedida. Y hay cosas que solo de otro pueden decirse que cuando se
dicen de sí mismo: sacrificio, humildad, suenan a falso. ¿Se entiende acaso que
alguien diga: "yo que soy tan humilde"? Deja de serlo en ese mismo
instante; así el que sabe que se sacrifica de modo consciente, torna ambigua,
dudosa esta acción que necesita, para ser cumplida, ser inocente.
Ser realizada en la inocencia, no quiere decir no ser sentida. Pero el
sentimiento es tan íntimo y total que no deja lugar a la elocución. No puede
ser declarado; se siente, pero no se sabe.
Iba hacia su muerte, la suya; pues solo alcanza una muerte propia, aquel
que ha cumplido hasta el fin. Quien ha realizado su hazaña pasando por todos
los momentos esenciales que hacen humana la vida del hombre: angustia, amargura
vencida a fuerza de generosidad; soledad, esa soledad en que el ser se siente a
sí mismo temblando y como perdido en la inmensidad del universo y también la
compañía de todas las cosas, las más altas y lejanas y las más humildes y
próximas. Quien ha realizado el doble viaje: el descenso a los infiernos de la
angustia y el vuelo de la certidumbre. Martí había recorrido la órbita de un
hombre que asume total, íntegramente su vida: por eso teme su muerte propia,
íntima, que le esperaba como el signo supremo de su ser.
Se había vencido a sí mismo -que tal cosa es sacrificarse-. Nacido poeta
tuvo que ser hombre de acción. Y toda acción es de por sí violenta. Todos los
dones que había recibido -dones y castigos al par que hacen de un hombre poeta-
habían de tirar de su ser para llevarle a una aventura íntima, a una de esas
aventuras que se llevan a cabo apartándose del mundo y de todo lo que es lucha.
No quiso. Y se le siente y se le ve revistiéndose de su condición terrestre,
imponiéndose el deber de ser hombre; cumpliendo como en sacrificio ritual de la
virilidad, el entrar en la violencia. Al hacerlo así, apuró su destino de
hombre: pues no tenía vocación guerrera y fue a la guerra -laberinto de
violencias- por destino. Pertenecía a esa clase de seres a quienes la simple violencia
que es todo vivir, el de todos los días, le es un cilicio y hasta una cruz. Su
destino no le estuvo dictado por su temperamento, ni por un deseo de evasión;
se hizo a sí mismo en contra de sí, de sus gustos. Por amor a la libertad vivió
en una absoluta obediencia. Y eso es el modo más alto y noble de ser hombre.
La Historia nos presenta a lo largo de las épocas personajes de una rara
calidad que los separa de todos los de su rango. En el Imperio Romano es Marco
Aurelio, quien deja sentir su tormento de ser emperador, de tener que mandar,
que ser inexorable, él que hablaba a solas consigo mismo, en largos insomnios
de la conciencia en vela. Y es Hamlet en el mundo de la ficción, -tan real- que
habiendo nacido para soñar y meditar tuvo que hacer por su mano la justicia.
Son "los débiles" que por una paradoja de la condición humana han de
ser los más fuertes, y lo logran.
Y aun en la vida que no quedará escrita en la historia, en la vida anónima,
la paradoja viene a ser la misma, son los llamados débiles quienes alcanzan la
suprema fortaleza. Pues en esto no hay diferencia esencial alguna: es la moral
única que podrían enunciarse en una forma valedera para cualquier condición
humana: Toma tu Cruz, vale decir "asume tu destino", por mucho que contraríe a tu deseo, a tu placer, y aun a los dones que
recibiste por la naturaleza. Lo cual lleva, cuando se hace, a tener que
inventarse a sí mismo, a tener que crearse a sí mismo, rehaciéndose en cada
instante, viviendo con la conciencia desvelada todos los menudos incidentes
sobre los que los demás resbalan. Así José Martí a lo largo de su vida;
escribir su biografía sería escribir la biografía de un puro sacrificio.
Y solo así se explica esa inocencia poética que le acompaña en todos los
momentos de su acción y que se hace nítida en el extremo de la pureza que es la
simplicidad, cuando va camino de su muerte. Había llegado a esa etapa final de
la perfección moral que es el desasimiento: ¿qué podía temer si nada tenía que
ambicionar? Se había ido reduciendo a sí mismo hasta quedarse en el esqueleto y
menos y más aún, en ese fondo último de la persona, en algo intangible. El
mismo lo dice en esas páginas como suelen decirse las íntimas verdades
refiriéndolas a otro: El no quiere gente a caballo, ni lo monta
él, ni tiene a bien los capotes de goma, sino la lluvia pura sufrida en
silencio.
La
lluvia pura sufrida en silencio… es el mismo Martí
quien la sufre y la ha elegido como el elemento de su ser. La intemperie. El
trabajo incesante de los hombres ha sido desde siempre el hacerse una casa y
una casa es también la Cultura, las Leyes, la Historia… y hasta el Arte. Pero
ha habido hombres que han querido vivir a la intemperie, para sentir hasta
calarles los huesos esa lluvia incesante que siempre cae, sin protección, sin
albergue. La lluvia pura del destino aceptado como algo celeste. Soportar la
inclemencia que viene del cielo, de lo que está sobre nuestras cabezas. Es la
forma de ser habitante del Planeta, de vivir un destino humano sobre la Tierra.
Y esto para dejar una Casa hecha para los otros, para todos.
Por eso Martí no podía dejar de ser universal, de sentir universalmente el
trozo de historia que le tocó vivir. Pues que su acción brotó del amor y fue
mantenida por la conciencia en vela. Dejó esta acta de nacimiento a la Nación
Cubana: haber nacido, no de una ambición partidaria y particularista, -de un
afán de escisión-, sino de un anhelo de integrarse en la Historia Universal.
Por ello, la idea de Libertad fue el eje y el último argumento de su obra, pues
la Historia Universal es en el fondo la Historia de la Libertad.
Y la universalidad no excluye, sino que exige para conjugarse con ella la
intimidad más entrañable. En un repliegue del campo cubano le esperaba la
muerte, la suya, esa que solo alcanzan los limpios y humildes de corazón. Y él
describe este lugar donde cayera: …El bello estribo de copudo verdor, dónde
con un ancho recodo al frente se encuentran los dos ríos: el Contramaestre le
entra allí al Cauto… allí hay arboleda oscura y una gran ceiba.
Y junto a la ceiba, ese árbol que pudiera ser la más pura expresión de la
tierra y del cielo de Cuba que parece tocar con su copa, habría de caer para
levantarse en una doble existencia: allí donde ya no hay más lluvia que sufrir
y aquí, como un desvelado guardián de su pueblo, pura voz para ser oída en el
silencio. A su muerte podrían aplicársele aquellos versos del poeta Antonio
Machado -alguien que obtuvo su muerte propia por el sacrificio-: Y
cuando llegue el día del último viaje -y esté al partir la nave que nunca ha de
tornar- me encontraréis a bordo, ligero de equipaje -casi desnudo, como los
hijos del mar.
María Zambrano
La Gaceta de Cuba (La Habana), núm. 3, 1994
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