La reciente historia política de España nunca ha sido aclarada por la prensa inglesa, quizás ni siquiera en los diarios católicos. Es un asombroso ejemplo de lo mucho que ha cambiado el mundo desde que tuvo lugar mi propio y más importante cambio de convicciones. En la historia de cada conversión hay una paradoja, y quizás por eso los testimonios de los conversos nunca son satisfactorios del todo. En lo más profundo, la conversión es la extinción del egoísmo, y sin embargo cualquier relato que se haga de ella debe sonar a testimonio egoísta. Significa, al menos para la religión de la que estamos hablando, el reconocimiento de una realidad que no tiene nada que ver con el relativismo. Es como si alguien dijera: «Esta posada existe, aunque nunca la haya encontrado» o «mi hogar está en ese pueblo, y se encontraría allí aunque nunca lo hubiese pisado».
La conversión es reconocimiento de que la verdad es
independiente del que la busca. Y sin embargo su descripción deberá ser la
autobiografía de un buscador de la verdad, quien por lo general es un tipo de
persona más bien deprimente. Sonará, por lo tanto, a cosa egoísta que inicie
estas reflexiones diciendo que he sido por largo tiempo un liberal, en el
sentido de que pertenecía al Partido Liberal. Todavía lo soy; en eso no he
cambiado, ha sido el Partido Liberal el que ha desaparecido. Creo que su ideal
es el de la igualdad ciudadana la libertad personal, y éstas siguen siendo mis
ideas políticas hoy. Lo cierto es que trabajé durante largo tiempo con la
organización política del liberalismo; escribí durante una gran parte de mi
vida para el Daily
News, y por supuesto
identificaba la libertad política, con razón o equivocadamente, con el gobierno
representativo.
En cierto momento se produjo la ruptura con ese partido, en
la que no voy a abundar, que me llevó a dos conclusiones. En primer lugar, que
el gobierno representativo había dejado de ser representativo. En segundo
lugar, que el Parlamento estaba gravemente amenazado por la corrupción
política. Los políticos no representaban al pueblo, ni siquiera a sus sectores
más vociferantes y vulgares. Los políticos no merecían ni el digno nombre de
demagogos. Tal vez no merecían más nombre que el de viajantes de comercio;
correteaban trabajando para firmas privadas. Si eran representantes de algo,
era de ocultos intereses vulgares, ni siquiera populares. Por ello, cuando tuvo
lugar la rebelión fascista en Italia, no pude ser enteramente hostil a ella,
puesto que sabía contra qué hipócrita plutocracia se había producido. Pero
tampoco pude ser amigo de tal revuelta, porque seguí creyendo en esa igualdad
cívica en la que los políticos dicen creer.
Para el propósito que nos ocupa, el problema puede ser
presentado de forma muy breve. Toda la argumentación en defensa del fascismo
puede ser expresada en dos palabras que nunca han sido impresas en nuestros
periódicos: asociaciones secretas. El grueso de las razones para oponerse al
fascismo puede ser resumido en una sola palabra hasta ahora nunca usada y casi
totalmente olvidada: legitimidad. Por la primera razón, el fascista estaba
justificado en su propósito de derrocar a los políticos al uso, porque su
compromiso con el pueblo era vulnerado en secreto por sus compromisos ocultos
con bandas y conspiradores. Por la segunda razón, el fascismo nunca podrá ser
plenamente satisfactorio, porque no se asienta en la autoridad, sino en el
poder, que es a cosa más débil del mundo. Los fascistas dijeron: «Podemos no
ser la mayoría, pero somos la minoría más activa e inteligente». Y esto
equivale a desafiar a cualquier otra minoría inteligente a demostrar que ella
es más activa. Y así se puede acabar desembocando en la anarquía que se
pretendía evitar. Comparado con esto, el despotismo y la democracia son
legítimos. Quiero decir que no hay la más mínima duda acerca de quién es el
hijo mayor del rey, o quién es el que ha sacado la mayoría de los votos. Pero
una competencia entre minorías inteligentes es una perspectiva aterradora.
Éste es, para mí, un juicio justo sobre la cuestión fascista.
Ahora trataré de aplicarlo al caso de España. Tengamos en
cuenta cómo reaccionó el liberalismo en esa oportunidad. Durante muchas semanas
y muchos meses, mi viejo periódico, el Daily
News (ahora el News
Chronicle) advirtió al público
acerca de las dudosas y peligrosas tendencias del fascismo. Cargaba contra el
fascismo por sus vicios, y en una forma más violenta también por sus virtudes.
Denunció con furia la idea de una minoría imponiendo su voluntad por la
violencia, las armas, el comportamiento militar, despreciando la democracia
constitucional en la cual el pueblo expresa su voluntad por medio del
Parlamento. Desde luego, se puede decir mucho a favor de este punto de vista,
sobre todo en Inglaterra, donde el Parlamento es verdaderamente normal y
nacional, como nunca lo fue en Italia o Alemania. Yo podría escribir mucho a
favor o en contra de la teoría liberal, tal como la expone el News
Chronicle.
Pero de pronto, ese argumento se dio la vuelta, quedó patas
arriba frente a la situación española, bien sencilla.
Recordemos, en primer lugar, que la Iglesia siempre está
adelantada respecto al mundo. Por eso se suele decir que está más allá del
tiempo. Discutió sobre todas estas cuestiones hace tanto tiempo, que la gente
las ha olvidado. Santo Tomás fue internacionalista mucho antes de que
existieran nuestros internacionalistas; San Juan fue nacionalista antes de que
existieran las naciones. San Roberto Bellarmino dijo todo lo que se puede decir
sobre la democracia antes de que ningún escritor se atreviera a ser
democrático; y (lo que viene muy a propósito aquí) la reforma social cristiana
estaba en plena actividad antes de que estallara ninguna de las actuales
trifulcas entre fascistas y bolcheviques. El Partido Popular estaba poniendo en
práctica las ideas de León XIII antes de que se hubiera visto a un solo camisa
negra en toda Italia. Y esas mismas ideas populares estaban en movimiento en
España, donde se habían vuelto realmente populares. Había otras complicaciones,
por supuesto; la corona nunca había sido completamente popular; la dictadura no
se había sabido enfrentar, según pienso, con el curioso problema de Cataluña;
pero todo esto no afectaba el profundo y popular cambio católico que estaba en
marcha. El Papa insistió en que no tenía ninguna objeción que poner a la
República como tal; sólo se oponía a ciertos ideales inhumanos, por lo que los
hombres pierden su humanidad al perder la libertad y la propiedad.
En este debate intelectual perfectamente limpio y abierto, en
el cual se supone que creen los liberales, ganaron los ideales católicos. En
una elección totalmente pacífica y legal, como cualquier elección inglesa, una
vasta mayoría votó en distintos grados a favor de las verdades tradicionales,
que habían sido las ideas normales en la nación durante más de mil años. España
habló, si se puede decir que las elecciones hablan, y se declaró en contra del
comunismo y del ateísmo, en contra de la negación que ha asolado la normalidad
en nuestro tiempo. Nadie pudo decir que esta mayoría había sido alcanzada por
la violencia militar, porque nadie pretendió que una minoría armada se
impusiera sobre el Estado. Si la teoría liberal de las mayorías parlamentarias
era justa, el resultado era justo. Si el sistema parlamentario era un sistema
popular, el resultado era popular.
Pero entonces los socialistas saltaron e hicieron exactamente
todo aquello por lo cual se condenaba al fascismo. Usaron bombas, cañones y
violencia para impedir que se cumpliera la voluntad del pueblo, o al menos la
del Parlamento. Habiendo perdido con las reglas de juego de la democracia,
trataron de ganar usando las reglas de la guerra, en este caso la guerra civil.
Intentaron derrocar al Parlamento mediante un golpe de Estado militar. En
síntesis, se comportaron exactamente igual que Mussolini; o más bien llevaron a
cabo lo peor que jamás haya sido atribuido a Mussolini. Y sin un átomo de
excusa teórica para hacerlo.
¿Qué dijo el liberalismo? ¿Qué dijeron mis queridos y viejos
amigos de la libertad y la ciudadanía pacífica? Al abrir el periódico yo daba
por hecho, naturalmente, que se volcarían en la defensa del Parlamento y el
gobierno pacífico y representativo, y que condenarían el intento de una minoría
de dominar a todos por medio de la mera violencia militar. Imaginen ustedes
cuál fue mi asombro cuando vi que los liberales se lamentaban amargamente del
infortunado fracaso de esos socialistoides fascistas en su intento de revertir el
resultado de unas elecciones generales. Yo había sido liberal en los viejos
días del liberalismo; había padecido las victorias conservadoras y unionistas
en las elecciones. Muchas veces tuvimos que pasar, más o menos contentos, a la
oposición. Nunca se sugirió, cuando Balfour o Baldwin ocuparon el puesto de
primer ministro, que todos los no conformes deberían salir a la calle con
cañones y bayonetas para cambiar el voto popular. Tampoco el líder de la
oposición se dedicó a lanzar dinamita al líder del Parlamento.
La única conclusión es que el liberalismo sólo se opone a los
militares cuando son fascistas y aprueba enteramente a los fascistas mientras
sean socialistas.
Este comportamiento quizás sea un dato pequeño y puramente
político, pero para mí fue revelador. Me hizo ver con toda claridad la verdad
fundamental del mundo moderno, que no hay fascistas, no hay socialistas, no hay
liberales, no hay parlamentaristas. Existe una única institución suprema,
inspiradora y a la vez irritante en el mundo. Y ellos son sus enemigos. Están
preparados para defender la violencia u oponerse a la violencia, para luchar
por la libertad o contra la libertad, por la representación o contra la
representación. Y hasta por la paz o en contra de la paz. Este caso me dio una
certeza enteramente nueva, incluso en el sentido político práctico: mi elección
había sido buena.
G. K. Chesterton
Por qué soy católico - “El manantial y la ciénaga” (1935)
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