En Barcelona, políticamente, aquella calurosa mañana de julio no
pasaba nada de particular. En Madrid, sí que había ocurrido aquella madrugada
algo muy grave: el asesinato de Calvo Sotelo.
Antes de lo ocurrido el 13 de julio, ya se presentía que las
derechas, apoyadas en el ejército, se sublevarían a no tardar. En un discurso
que pronuncié en el Parlamento, el 16 de junio, auguré un plazo de dos meses.
Me equivoqué. Los acontecimientos se desarrollaron mucho más rápidamente.
Aquella semana no se reunió el Parlamento. Los días 13, 14 y 15,
lunes, martes y miércoles, fueron de gran tensión política. El miércoles, día
15, se reunió el comité ejecutivo del Partido Obrero de Unificación Marxista
(P.O.U.M.) para estudiar la situación. Se tomó el acuerdo de que Andrés Nin
y yo nos entrevistáramos con Luis Companys, presidente de la Generalidad.
Companys nos citó para las diez de la noche. Nos recibió muy
cordialmente. Eramos viejos amigos. Nin y él se tuteaban. Eran aproximadamente
de la misma edad, y los dos habían actuado juntos en organizaciones
izquierdistas y en el periodismo en la segunda década del siglo. Mi relación
con Companys era posterior. Nos saludamos por primera vez en 1922, y a
comienzos de 1923 fui un día a la peña que se reunía en un café de la plaza de
la Universidad, en la que eran contertulios habituales Companys y Salvador
Seguí. A mí nunca me gustaron las peñas de café, y mis relaciones con Seguí,
hasta que fue asesinado, tuvieron lugar al margen de la peña. Mi contacto con
Companys se afianzó en 1930, cuando conspirábamos contra la Dictadura, en la
fase de Berenguer. El 14 de abril de 1931 nos encontramos en la Diputación
(luego Generalidad) momentos antes de que él fuera a hacerse cargo del Gobierno
Civil.
Dejando a un lado al patriarca Maciá, que desapareció pronto de la
escena política - murió en diciembre de 1933-, Companys era el hombre político
más sagaz del conglomerado que fue Esquerra Republicana de Cataluña.
Companys, Nin y yo estuvimos hablando durante más de una hora, en
su despacho de la Generalidad. Nos dijo que no lograba ponerse en comunicación
con Madrid. Tenía la impresión de que no había gobierno o que el Gobierno
dormía... Nos enseñó unas hojas clandestinas de tipo contrarrevolucionario que
circulaban en los cuarteles de Barcelona. "Los militares se mueven",
dijo. En presencia nuestra trató nuevamente de comunicarse con el Ministerio de
la Gobernación (el ministro de la Gobernación, Juan Moles, era un republicano
catalán de la vieja generación). Mas todo en vano. Al separarnos - eran más de
las 11- nos dijo que le telefoneáramos un par de horas más tarde.
Al salir de la Generalidad, Nin y yo convinimos en que si, después
de hablar por teléfono con Companys, la situación no había experimentado ningún
cambio, yo saldría en avión para Madrid, y, una vez allí, sobre la base de
nuevas informaciones, decidiría si regresar a Barcelona o ir a Galicia, en
donde desde hacía tiempo tenía proyectados, para los días 17, 18 y 19, viernes,
sábado y domingo, unos cuantos actos de propaganda.
Desde mi casa, hacia la una de la madrugada del jueves, día 16,
llamé a Companys, como habíamos convenido. "Sin noticias de Madrid. Nada
nuevo", me dijo. Companys, a esa hora, seguía vigilante. Quien, al
parecer, estaba durmiendo era el Gobierno de Madrid.
Hacia las 11 de la mañana, llegué al aeródromo de El Prat. Ese
día, no sé por qué, el avión tardó más que de costumbre en emprender el vuelo.
Se tardaba un par de horas en ir de Barcelona a Madrid. Aterrizamos en Barajas
hacia las dos de la tarde. Serían las tres cuando llegué al Congreso. Recuerdo
que en los pasillos encontré a José Calvet, presidente de la Unió de
Rabassaires; a Angel Pestaña, que llegaba de Cádiz, por donde era diputado, y a
Lana Sarrate.
Lana Sarrate, aragonés como yo, ingeniero, profesor de la Escuela
Industrial de Barcelona, era diputado por la provincia de Huesca, y en el tablero
político figuraba en Izquierda Republicana, el partido de Azaña. Eramos amigos,
y charlamos durante un rato. Me dijo que acababa de celebrar una entrevista con
Azaña -"Don Manuel", decía él, quien le había dicho: "Esta
semana no pasará nada; la próxima, ya veremos".
Creí lo que creía Azaña, y al anochecer tomé en la estación del
Norte el tren que había de llevarme a Santiago.
El P.O.U.M. (Partido Obrero de Unificación Marxista) era el
resultado de la fusión del Bloque Obrero y Campesino (B.O.C.) y de la
Izquierda Comunista. El B.O.C., fundado unas semanas antes de la proclamación
de la República, se había desarrollado principalmente en Cataluña,
extendiéndose hasta Castellón de la Plana, Valencia v Mallorca; pero, de hecho,
estaba limitado regionalmente. La Izquierda Comunista tenía unos cuantos grupos
fuera de Cataluña: los principales de ellos eran los de Madrid y Santiago de
Compostela. La fusión del B.O.C. y la I.C., efectuada en el otoño de 1935,
daba al nuevo partido, el P. O. U. M., una posibilidad de extensión peninsular.
En la primavera de 1936 había consagrado un fin de semana a
Galicia; hice actos de propaganda en Lugo y Orense. Encontré un gran ambiente
de simpatía.
En mis planes de propaganda y proselitismo en Galicia figuraban
Santiago y algunas poblaciones de la provincia de La Coruña para el sábado 18 y
el domingo 19 de julio.
Llegué a Santiago, a media mañana, el viernes 17. Lo primero que
hice fue visitar la catedral y luego recorrer la ciudad. Santiago es una de las
joyas urbanas de España. Por la tarde, mis compañeros de la sección del P.O.U.M. me llevaron a un pueblo de los alrededores, en donde celebramos un mitin.
El sábado, día 18, celebré otro acto de propaganda en una población cuyo nombre
no recuerdo y regresé por la tarde a Santiago, en donde tenía anunciada una
conferencia en la Casa del Pueblo. Mientras hablaba, los compañeros me pasaron
una nota en la que me decían que la radio acababa de anunciar la sublevación
militar. No pude contenerme de denostar al Gobierno que había hecho posible que
eso se produjera.
En Galicia, de momento no pasaba nada.
El domingo, día 19, me marché a La Coruña con el propósito de
entrevistarme con el gobernador.
Fui a la estación de los autobuses que hacían el recorrido
Santiago-La Coruña, y pedí asiento. Era costumbre entonces en España, en los
servicios de autobuses de línea, anotar el nombre del viajero. El empleado me
preguntó el nombre y se lo di. Fue un error, como veremos más adelante. Llegué
a La Coruña, y me apresuré a ir al Gobierno Civil.
El gobernador, Francisco Pérez Carballo, abogado, muy joven, me
recibió en seguida, y, creyendo que yo iba a su encuentro con una misión
especial, se apresuró a hacerme preguntas. Pero era yo el que quería
preguntarle a él. Me dijo que estaban rotas las comunicaciones con Madrid, que
no sabía más que lo que decían las radios. Me dio la impresión de un hombre
asustado.
En el despacho-salón había bastante gente. Entre los asistentes
reconocí al diputado Somoza, y nos saludamos.
Antes de retirarme, el gobernador me dijo: -"Tome
precauciones, y si no ha ocurrido nada, vuelva mañana a verme"-.
Siguiendo el consejo del gobernador, tomé inicialmente una
precaución: me inscribí en el hotel con el nombre de Joaquín Julió Ferrer (los
apellidos de mi madre eran Juliá Ferrer). El hotel en el que me instalé, el
hotel Centro Gallego, en la calle de las Naciones, era modesto y céntrico.
Por la noche, en el comedor, después de la cena, los huéspedes
escuchaban las noticias que daba la radio desde Madrid. Oí leer una proclama
firmada por Largo Caballero, en representación del Partido Socialista, y por
José Díaz, en la del Partido Comunista, aconsejando al movimiento obrero de
toda España. "Allí donde se produzca la sublevación militar, declaración
de huelga general". La consigna me pareció de una torpeza imperdonable.
Era una invitación a tomar una actitud defensiva. La consigna justa tenía que
haber sido precisamente la contraria: "Declaración de huelga general para
impedir la sublevación". Es decir, tomar la ofensiva.
El lunes, día 20, volví al Gobierno Civil. Carballo me saludó,
diciéndome que esperaba que de un momento a otro los militares declararan el
estado de guerra. Hacía esfuerzos para aparentar una serenidad que le faltaba.
Sobre la mesa del despacho se veían vasos y botellas de coñac. Era el indicio
de que el gobernador y los que estaban a su lado habían pasado la noche en vela
y se sostenían en pie como podían.
Regresé al hotel, y, mientras los huéspedes estábamos en el
comedor, oímos el ruido de carros militares en la calle. A no tardar, se oyeron
cañonazos. El regimiento de artillería cañoneaba el Gobierno Civil. El tiroteo
en las calles fue muy intenso durante toda la tarde.
Al anochecer habían cesado los tiroteos. El ejército se había
adueñado de la ciudad en unas cuantas horas.
Supuse que toda España estaba en convulsión.
"¡Esta semana no pasará nada!", había dicho el
presidente de la República cuatro días antes.
Cómo se salvo Joaquín Maurín. Recuerdos y testimonios
Jeanne Maurín
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