Asesinato de Calvo Sotelo. Foto: Alfonso Sánchez Portela |
(...) el 12 de julio, se produjo un hecho preocupante. Habiendo sido asesinado en la
calle un teniente de las guardias de asalto, los hombres de su compañía
atribuyeron el crimen a elementos fascistas y, para vengarse, se
presentaron aquella misma noche, oficialmente, uniformados, en el coche de su
unidad y acompañados por un
teniente de la Guardia Civil, única fuerza pública en la que confiara la
derecha, en casa del Sr. Calvo Sotelo, diputado a Cortes, antiguo ministro de
la dictadura de Primo de Rivera y uno de los prohombres de la derecha.
Los
guardias de asalto traían con ellos una orden de arresto contra el diputado,
dada por la Dirección de Seguridad, de la que nunca se podrá comprobar la
autenticidad. El diputado derechista, que era un jurista, se negó primero a
entregarse invocando la inmunidad parlamentaria y, luego, en un gesto que le
costaría caro, aceptó seguir aquellos guardias «poniendo su confianza en el
honor de un oficial de la Guardia
Civil» que les acompañaba. Poco después el cadáver de Calvo Sotelo, con una
bala en la cabeza, fue abandonado en el depósito del cementerio municipal por
los mismos guardias de asalto que presentaban aquella acción como si de un acto
de servicio se tratara.
La
opinión pública quedó aterrada. El golpe no sólo había alcanzado al diputado de
la derecha, también había matado la confianza y el respeto que todo ciudadano
tiene o debe tener por la fuerza pública colocada bajo el control del gobierno.
Éste
no daba pie con bola. Cierto es que aquel acontecimiento lo estremeció.
A
pesar de los rumores que corrieron, no se trataba de un crimen de Estado. Sólo
al odio y a la imprudencia se deben atribuir las frases pronunciadas tras el
discurso del Sr. Calvo Sotelo por los Sres. Casares Quiroga y Galarza cuando
declararon, el uno que «Calvo Sotelo sería responsable de todo lo que
ocurriría» y el otro que «un atentado contra él estaría perfectamente
justificado». Pero el gobierno, desbordado ya por sus colaboradores de extrema
izquierda acababa de serlo también por la fuerza pública a sus órdenes. Los
guardias de asalto, ganados en gran parte por la propaganda de los partidos
obreros en los cuarteles (el teniente
de la Guardia Civil, Condés, que los acompañaba y a quien ingenuamente se
había entregado Calvo Sotelo era también un miembro militante del Partido
Socialista, como se supo más tarde), habían actuado por iniciativa propia.
El
gobierno no tenía más que una salida si quería lavarse de la imputación de
crimen de Estado que se le hacía además de restablecer la disciplina entre los
guardias de asalto: tenía que aplicar rápidamente las sanciones que el crimen
exigía.
Ni
siquiera lo intentó. Temiendo un motín de los guardias de asalto, el gobierno
permaneció indeciso e inactivo.
Pasaron los días. Madrid se escandalizaba de ver a Moreno, el teniente de
los guardias de asalto que asesinaron a Calvo Sotelo, así como a Condés,
paseándose libremente por las calles.
Una
parte de los oficiales de asalto hicieron saber al ministro del Interior y
presidente del Consejo, Sr. Casares Quiroga, que el Cuerpo no toleraría que se
castigara a los autores del asesinato. Otros oficiales, al contrario, pidieron
el retiro al estimar que su Cuerpo quedaba deshonrado.
Las
sesiones de las Cortes, suspendidas para evitar el escándalo que el asunto
levantaría, no impidieron la
reunión de la Diputación Permanente, que debe convocarse durante la suspensión
de las sesiones. El Sr. Gil Robles, jefe de la derecha, se hizo escuchar.
Pronunció allí un discurso que ha sido considerado como la señal de la
sublevación contra el gobierno.
Clara
Campoamor
La
revolución española vista por una republicana - Capítulo III
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