A través de mi ventana me llegaba el murmullo de la gente arremolinándose nerviosa. Hacía días que la resistencia andaba a tiros con los boches. Los muertos yacían por las calles, y las patrullas alemanas disparaban sin previo aviso. Sin embargo, todo París estaba esperanzado al oír las noticias sobre el avance aliado que irrumpían en nuestras casas a través de la radio. Deseábamos que la emisora de Radio Francia Libre no nos bombardeara con propaganda para infundirnos ánimos, anhelábamos que esta vez sí, nos tocara desprendernos del yugo nazi. Al oír el jaleo de la plaza, me sentí nerviosa y expectante. Por si acaso, me escondí bajo la cama, aunque dejé la ventana abierta para oír lo que pasaba afuera. Cada vez que sobrevolaban aviones me acordaba de los bombardeos en Barcelona que me atemorizaban y me hacían esconderme bajo el colchón. No soportaba el zumbido de los aeroplanos y menos el estallido de los obuses. «¡Qué se acabe pronto —pensaba—, lo que tenga que ser, que se acabe pronto!». Estaba harta de tanto tiro, de tanto muerto, de tanto sufrimiento. Llevaba ocho años juntando guerras con campos de concentración, hambre, frío, maltrato, miedo… Quería que todo terminara. Súbitamente, la multitud comenzó a impacientarse. Sabíamos que los aliados estaban ya muy próximos por el eco grave de los bombardeos provenientes de las afueras.
—¡Son los americanos! —alguien gritó.
—No, no son los americanos, son los
alemanes, mirad la bandera.
—Un griterío y alboroto se apoderó de la
Place d’Italie. Después, el silencio.
Estaba aterrada. «Ya están aquí otra vez.
Seguro que han mandado a las SS. Claro, como la resistencia se ha sublevado.
Ahora nos empezarán a derribar las casas a cañonazos, no va a quedar nada en
pie… Ya puedo oler la peste del gasoil de los tanques… Ya están ahí». Temblaba
como una niña, pero a su vez el miedo me impedía mover una pestaña. De nuevo
sentí el ruido de la guerra, el sonido metálico de los tanques y el estruendo
de los motores desplazando aquellas moles de metal arañando el pavé parisino.
Entre tanto alboroto de motores y hierros, distinguí una voz, y el escándalo
cesó.
—Arrêtez!, arrêtez vous j’ai dit! —una
voz fuerte y con autoridad sonó en francés.
Intenté agudizar el oído, pues aún se
sentían los motores a lo lejos deteniéndose con parsimonia. El humo y el olor a
gasoil quemado se habían colado en la habitación y creí que me moriría allí
mismo ahogada. Comencé a toser y a revolverme bajo el somier. Las pelusas de
debajo de la cama empezaron a volar atravesadas por un rayo de sol que entraba
por la ventana. Durante unos segundos no pude prestar más atención que a mi
propia tos y al corazón latiéndome desbocado. Cuando me calmé volvieron las
voces a sonar.
—¡Cuántas francesas, qué de besos dan y
qué guapas que son!
—Cómo me gustaría que en lugar de las
chicas más guapas de París, me estuvieran besando las viejas más feas de
Madrid.
Estaban hablando en castellano. Eran voces
de hombres jóvenes, uno con acento catalán y otro andaluz o canario.
Un
escalofrío me recorrió la espalda erizándose el vello. La curiosidad venció al
miedo y finalmente, me aventuré a abandonar mi escondrijo bajo la cama. Con
timidez y precaución me asomé a la ventana descubriendo una columna de
blindados. No podía creer lo que estaba viendo, todos, desde el primero hasta el
último enarbolaban nuestra bandera, la bandera de
la República. Eran españoles, mis sentidos no me habían mentido, eran españoles
republicanos los que liberaban París. La gente empezó a salir de todas partes
gritando:
—¡Ils sont les français, vive la France!
Agarré un pañuelo y como pude me lo
coloqué en la cabeza. Bajé los escalones de dos en dos y cuando salí del portal
había un gentío y una algarabía indescriptibles. Observé que uno de los carros
llevaba el nombre de Teruel, mi tierra. Seguía sin podérmelo creer. Eran
españoles, soldados de la República entrando en París.
Instintivamente me quité el pañuelo y
empecé a agitarlo gritando «¡Viva la República!». Ellos me respondieron con el
puño en alto al grito de «¡Viva la República!», «Mañana España será
republicana» y «¡Hoy París, mañana Madrid!».
Raúl Monteagudo
Cuando los republicanos liberaron París
Las calles no podían oler a gasoil, todos los vehículo usaban gasolina.Tanto los carros como los semiorugas.
ResponderEliminarMiguel Ángel, muchas gracias por tu apreciación. No obstante, debo decirte que este capítulo se desarrolla desde el punto de vista de una persona no muy entendida en los combustibles que utilizaba el Ejercito Aliado. De hecho, es una mujer, no es un soldado, que está aterrada debajo de la cama y lo último que se le pasaría por la cabeza es discernir el combustible de los blindados. Ella piensa que los alemanes van a empezar a bombardear las casas de manera inmisericorde hasta que se da cuenta de que son republicanos españoles. De todos modos para futuras ediciones tendré en cuenta el detalle del que me hablas. Una vez más gracias por la apreciación.
ResponderEliminarUn saludo.
Raúl Monteagudo
Es decir, si lo he entendido bien, los soldados de la República en 1939 dejaron de luchar por ella para unirse a los aliados contra los alemanes y, fruto de esta lucha, en 1945 fueron los primeros en entrar en París ¿no?
ResponderEliminarPues me temo que no. Licencias literarias a parte del autor, no eran soldados del ejercito republicano, que hacia 6 años que no existía, sino españoles, tal vez republicanos, que en el ejercito francés del general Leclerc fueron en la primera columna que entró en París. Hecho, por cierto, que los franceses ya se cuidaron de silenciar y de censurar durante casi 70 años y eliminaron de las fotos de los carros de combate en las calles de París todo vestigio de España.
Me gustaría tener información sobre mi tío Antonio Hidalgo Moreno deportado en el campo de concentración Hartheim sé que pertenecía al Partido Comunista de España y por lo que tengo entendido no era soldado raso tenía rango
ResponderEliminarEscríbenos a buscameenelciclodelavida@gmail.com
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