Estábamos en Sigüenza, mi
primer frente de batalla, donde curiosamente no había ningún frente de batalla,
ni siquiera sé si había enemigos; tal vez, puede que sí que los hubiese, pero
yo no vi a ninguno, o estaban muy lejos o se escondían en alguna parte, el caso
es que la primera misión que me fue asignada como combatiente fue hacer de
centinela en un lugar del viejo castillo en el que había unas tumbas de momias,
vaya usted a saber desde qué época y de quién. Por un agujero que habían
abierto en el suelo de una especie de patio cubierto circular se veían las
momias, que habían sido sacadas de sus ataúdes y estaban recostadas en las
paredes o esparcidas por el suelo. Parece ser que alguien, no sé si gente del
pueblo o milicianos, había intentado encontrar algún tesoro oculto en aquel cementerio,
en el que estaban enterrados varios obispos, cardenales y algunos nobles, que
eran parte de la historia de Sigüenza. A mí, aquellos esqueletos esparcidos por
el suelo y todos aquellos ataúdes abiertos me tenían aterrorizado. Durante
las dos horas que me asignaron como centinela de aquel lugar, me produjeron más
terror los muertos que la posibilidad de que un enemigo se presentara de
improviso. Yo sabía que el fusil que tenía en mis manos era capaz de matar a un
hombre, pero tenía mis dudas sobre si ese fusil era capaz de acabar con alguna
de aquellas momias, que aparentemente estaban quietas, pero que a mí,
después de mirarlas fijamente durante varios minutos, me daban la impresión de
que se movían.
Me senté frente al agujero por el que se veían las momias, con la
espalda contra la pared, una pared en la que había dos ventanas con rejas; me
senté entre las dos ventanas y, durante las dos horas que duró mi guardia, no
perdí de vista el pequeño cementerio en semipenumbra. Cuanta más atención ponía
en las momias, más grande era la sensación de que se movían, de que me estaban
mirando, de que en cualquier momento me iban a atenazar con sus huesos,
cubiertos de aquella piel apergaminada, y me iban a meter en uno de aquellos
ataúdes de donde las habían sacado a ellas.
Pensaba que aquello no tenía nada que ver con guerra alguna,
al menos con las que yo había visto en el cine, como Sin novedad en el frente.
Durante el día también hacíamos guardia; pero yo seguía sin ver
ningún enemigo. Estuvimos varios días sin establecer contacto con nadie. De vez
en cuando se producía un tiroteo ciego y después, de nuevo la calma.
Queríamos ordeñar una vaca, ninguno de nosotros tenía ni la más
remota idea de cómo se hacía aquello. Habíamos vivido siempre en la capital. Lo
intentaron algunos, apretaban las ubres del animal, pero de allí no salía nada.
Yo había visto alguna vez a Kananga -el lechero de mi barrio que tenía apellido
de jefe de tribu africana- ordeñar, y recordaba que se escupía en la palma de
la mano antes de cerrarla sobre uno de los pezones después de haber doblado el
dedo pulgar; al tiempo que apretaba, daba un pequeño tirón, de esa manera salía
un chorrito de leche que iba a parar al cántaro o al cubo que tenía colocado
bajo la teta de la vaca.
Yo, imitando a Kananga, me escupí en la mano, doblé mi dedo
pulgar, cogí uno de los pezones de la teta y comencé a apretar con fuerza, al
mismo tiempo que estiraba. Se produjo el milagro, comenzó a salir un chorro
blanco que, con fuerza, iba cayendo en el cubo que habíamos puesto justo debajo
de la ubre.
Aquello fue como cuando en una película, después de muchos días de
perforar el suelo de un desierto, sale un chorro de petróleo. Todos mis
compañeros daban saltos de júbilo y gritaban a mi alrededor. Algunos, los más
ansiosos, metieron la cabeza debajo de la vaca y bebieron la leche sin dejar
que ésta llegara al cubo.
Apoderarse de algo que no nos pertenecía se llamaba
"requisar". Así, en las casas donde había corral y que nos decían que
eran propiedad de algún facha, "requisábamos" todo lo que fuese
comestible, gallinas, conejos, cerdos... Algunos "requisaban" objetos
o ropas y otras muchas cosas más que no eran comestibles. En aquel entonces no
imaginábamos que más adelante, pasados dos años, nos veríamos obligados a comer
cigüeñas y gatos. Muchas casas, las de gente de dinero, habían sido abandonadas
por sus dueños, que se habían ido por temor a ser ejecutados por los rojos. En
su huida se habían llevado lo justo para sobrevivir. Lo que hacíamos tenía más
de saqueo y atraco que de "requisa". Aunque yo no era muy culto,
desde mi niñez había aprendido a tener respeto por todo lo que me pertenecía, y
mucho más por lo que pertenecía a otra gente. En ese ayudar a mi abuelo en sus
chapuzas íbamos a casas donde había cuadros, lámparas, relojes, y, sobre
algunos muebles, objetos de valor o pequeñas esculturas de bronce o mármol, y
fue de mi abuelo de quien aprendí el valor de aquellas pinturas o de aquellas
lámparas y objetos, hechos todos por artistas de gran talento, y el respeto por
todo aquello que formaba parte de la cultura. Así, cuando me negaba a
participar en alguno de los saqueos, que para mí no tenían otra finalidad que
la destrucción, alguno de mis compañeros me decía: "¿No será que eres
fascista?" Y pensaba yo qué tenía que ver la destrucción de un piano, la
quema de cuadros, de libros y de imágenes con la defensa de la República; pero
el hecho de no participar en alguno de aquellos actos era motivo de sospecha
para mis compañeros.
Y llegó el primer enfrentamiento con el enemigo. La Guardia
Civil y algunos militares se habían hecho fuertes en la catedral y ahí, sin
ningún tipo de disciplina militar por nuestra parte, tuvo lugar, como bautismo
de fuego, una de las batallas más absurdas que me tocó vivir. Aquello era lo
menos parecido a lo que yo pensaba que era una guerra. Disparábamos hacia no se
sabía dónde ni contra quién. Tampoco yo sabía quiénes ni desde dónde nos
disparaban. Corríamos de un lado a otro tratando de esquivar las balas que venían
del campanario o de los ventanales, y disparábamos contra el campanario y los
ventanales. Todo sucedía en un desmadre absoluto. Los heridos pedían socorro,
algunos con amputaciones importantes; los menos graves también pedían ayuda,
más por el pánico que por la importancia de sus heridas. En aquel desorden se
evacuaba a los que se podía. Los muertos quedaban tendidos y abandonados sobre
el mismo lugar donde habían caído. A fin de cuentas, en una guerra un muerto es
un soldado que ya no sirve para matar. Aquello era lo más parecido al infierno
de Dante.
Al día siguiente, alguien con voz de mando ordenó la retirada.
Obedecimos y salimos de Sigüenza en los mismos camiones que nos habían traído
de Madrid. Nunca he sabido si aquella batalla la ganamos nosotros o el ejército
enemigo. Ni si los disparos que hice con mi fusil alcanzaron a algún soldado
enemigo. Es más, ni siquiera me he tomado la molestia de buscar en los libros
de historia si después de aquello Sigüenza quedó en poder de las tropas
franquistas o de los rojos. Para mí, lo más importante de aquel traslado era
dejar de contemplar las momias que me tenían acojonado.
Nuestro siguiente destino fue Navalcarnero, donde se instaló
nuestro cuartel general. Desde allí nos mandaron a combatir contra las tropas
que avanzaban por la carretera de Extremadura hacia Madrid. Llegamos hasta
Calzada de Oropesa. Allí entablamos el primer combate, del que salimos
malparados. Retrocedimos hasta Oropesa, nos hicimos fuertes en Talavera de la
Reina, pero los continuos disparos de la artillería nos obligaron a retirarnos
hasta Santa Olalla y más tarde a Maqueda. Ahí, en Maqueda, vimos por primera
vez los aviones enemigos. Lanzaban algo que brillaba con el resplandor del sol.
-¡Están tirando panfletos de propaganda! -decíamos.
Hasta que escuchamos el silbido de las bombas, que nada tenían que
ver con los panfletos. Seguimos en retirada, las bombas lanzadas por los
aviones y el fuego de la artillería del enemigo eran muy superiores a nuestro
armamento y no servía de nada el valor, ni sirvió de nada el famoso tren blindado
que se suponía que sería capaz de detener el avance de las tropas traídas de
Marruecos, adiestradas para combatir.
Los días 27 y 28 de agosto los aviones alemanes bombardeaban
Madrid por primera vez. Aquello influyó en nosotros en dos sentidos: de un lado
provocó las ganas de acabar con aquellos mercenarios traídos de áfrica, y por
otro desató el temor de que aquellos bombardeos -como así ocurrió- se hicieran
costumbre diaria. Tratamos de hacer frente a aquellas tropas que avanzaban
hacia Madrid, pero nuevamente nos vimos obligados a retirarnos. Las columnas
del ejército de áfrica llegaron a Talavera de la Reina.
Nos instalamos a las afueras de Santa Cruz del Retamar,
tratando de reponer fuerzas y a la espera de un armamento que no llegaba; ya no
teníamos nada con qué combatir, estábamos sin munición y sin nada que comer, ni
siquiera teníamos agua para beber. Intentábamos apagar la sed comiendo sandías,
y hasta las usábamos para lavarnos las manos, que nos quedaban pegajosas. Allí
aguantamos un par de días, pero, de nuevo, los bombardeos de los aviones y el
fuego nutrido de la artillería nos obligaron a una retirada más, hasta llegar a Valmojado, muy cerca ya de
Navalcarnero. Ahí, tal vez para reponer fuerzas, el ejército enemigo detuvo sus
ataques. El teniente Galindo, que sentía por mí un gran aprecio, me dijo:
-Chaval, esto es muy duro para ti. Quédate conmigo como asistente
y no vayas más al frente.
Pasaron algunos días sin que el enemigo diera señal de vida o,
dicho de otra manera, sin que diera señal de muerte.
De pronto, al sargento que hacía de ayudante del teniente
Galindo le llegó la noticia de que dos mil anarquistas se habían negado a
obedecer las órdenes de Riquelme y se retiraban hacia Madrid en autocares. El
teniente Galindo no estaba en el puesto de mando, había ido a primera línea a
conectar con los milicianos.
El sargento me dio una pistola y me dijo:
-Toma. Ponte en la carretera, y a los que intenten alejarse
del frente, les das el alto, y si no te obedecen, dispara, pero nada de
disparar al aire, dispara a matar.
Y obedeciendo la orden y con mi ingenuidad de diecisiete años me
coloqué a un costado de la carretera, dispuesto a disparar a quienes intentaran
huir del frente. De pronto apareció una muy larga columna de autocares y,
asomando por las ventanillas, los anarquistas, con sus pañuelos rojos y negros
al cuello o en la cabeza, al estilo de los piratas, y los fusiles apuntando
hacia adelante. Por supuesto que ni se me ocurrió darles el alto. Me limité a
saludarlos.
Los combates quedaron paralizados en aquella zona.
Miguel Gila
Entonces naci yo. Memorias para desmemoriados
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