Julián Zugazagoitia, periodista, escritor y político, redactor
y director de El Socialista de Madrid. Diputado por Badajoz y por
Bilbao. Ministro de Gobernación y secretario de la Defensa en en primer y ñultimo gobierno de Juan Negrín. Exiliado
en Francia desde 1939, fue capturado por la Gestapo y entregado a las
autoridades franquistas, que lo sentenciaron a muerte en un juicio sumario.
Fusilado en las tapias del cementerio del Este, junto a Cruz Salido y trece republicanos más en la madrugada del 9 de noviembre de 1940.
El Generalísimo firma
el último parte de las operaciones militares, comunicando oficialmente la
victoria, el 1 de abril de 1939. Es la señal esperada para hacer engordar, con
ditirambos espesos y adjetivos mostrencos, la ya tan grasa biografía de Franco.
Con recursos de místicas extranjeras, difícilmente asimilables para el genio
español, se le construye una peana nacional. Aupada en ella, la figura del
Caudillo se empequeñece; su voz, feble, se pierde. Castilla, extraordinaria en
dimensiones eternas, le devora implacable. No es el Cid. Es, a lo sumo, un
soldado de fortuna, con la fácil carrera de cuantos, simpáticos a Don Alfonso
—más señorito que rey a sus horas—, disponían de su valimiento y sostén. La
espada del general se forjó y templó, rutilante que no recia, en una saleta de
Palacio. Franco no la esgrimió contra los electores del 14 de abril. A la
cabeza del escalafón militar, su prudencia señaló límites infranqueables a la
gratitud. ¿Podía exigirle el monarca un sacrificio estéril? Respuesta
apaciguadora que se dio al general: «Lo ineluctable —la caída de la Monarquía
lo es— responde siempre a una causalidad fatal, ergo, sólo el tiempo con fuerza
bastante para modificar el daño y reparar la ofensa». La lealtad se refugió en
el santuario del hogar, siguiendo el consejo de los poetas del Blanco y Negro,
revista que lubrica esperanzas restauradoras y canta la gloria inmarcesible de
la bandera depuesta, alta de orgullo y grávida de victorias, presente en Cuba,
en Cavite, en Filipinas, en el Barranco del Lobo, en Monte Arruit, en Annual… ¿Depuesta?
En los entrepaños de la guerrera del general camandulero, coincidiendo con la
tetilla izquierda, su esposa le ha bordado, en seda pura, los colores
proscritos y abrazándolos una divisa que ella encuentra caballeresca: «Jurada y
no olvidada». Esas palabras, discurridas por el numen cristiano y monárquico de
la esposa, dan fuerza al caballero para remontar, con estoica firmeza, las
pruebas más rudas y enconadas. El paño tricolor de la República, ofrecido a
España como renuncia cobarde a toda robusta ambición imperial, se presenta a
los militares con una grosera vinculación a la nómina. ¡Qué indelicada y
ofensiva coacción! No será la última. Preparado para mayores sacrificios, el
Caudillo da ejemplo de abnegación. Astillado el corazón, seco de disciplina
protocolaria, apartando de la ceremonia a Dios, para escapar al perjurio.
Franco hace promesa de lealtad a la nueva enseña. A la hora de besarla —ocasión
de escalofríos heroicos en los días de juramento—, la muerde con los dientes de
la mala intención.
Provisionalmente, ese
es su desquite. Lo importante es que ha dado comienzo la lucha. Quienes le
piden, antes de tiempo, que desenfunde su acero para restablecer la dinastía,
ignoran que previamente deben ser cubiertas las etapas del dolor y de la
expiación. El término de la penitencia se conocerá, según el dictamen de su
propia esposa, digna de figurar entre las mujeres fuertes de la Escritura, de
manera inequívoca y precisa. La mano del general, por movimiento ajeno a su
voluntad, asirá convulsivamente la empuñadura del arma y ese impulso
irrefrenable equivaldrá a una orden colectiva. Mozos y adultos, casados y
solteros, impelidos por la misma fuerza misteriosa y sagrada, arbolarán, con
sus armas, sus corazones transidos de fe y marcharán cantando hacia la
victoria. Sueño místico de vitrina de catedral gótica. Franco accedía a
contemplarse en él, protagonista indiscutido, por el placer de destruir con una
estocada certera la vida del Monstruo. Este dejó de ser a sus ojos el
adversario demoníaco de una leyenda cándida para adquirir ingrata corporeidad
tangible, cédula de poder político y domicilio en el Palacio de Buenavista,
sede conocida del Ministerio de la Guerra, Esta era su cueva. El perverso enemigo,
dragón, serpiente o grito, el Monstruo, en suma, encamaba en la persona de don
Manuel Azaña. Limpia de todo anacronismo, la vieja pugna dramática
de la luz y la sombra, del bien y del mal se insertaba una vez más en la
entraña de la vida española. Cuanto más aparente la victoria del mal, más
cercano el triunfo decisivo del bien.
Azaña trabaja por dar
una nueva fisonomía al Ejército. Lo quiere proporcionado y eficiente. Suda sus
afanes, medita sus proyectos y los refiere a su orgullo de español. Eso basta
para que en los cuartos de banderas la estupidez se encabrite bajo el duro
espolique del odio y la impaciencia se revuelva contra la flema del elegido del
Señor que continúa esperando el impulso misterioso y sagrado. Los caballeros
del 10 de agosto fracasan. Sanjurjo es hecho prisionero, condenado a muerte e
indultado. El corazón del Monstruo no es tierno, es cobarde. Esta es la conclusión
de los vencidos a quienes la generosidad del vencedor, más que la derrota,
aviva y exacerba el rencor. Sanjurjo tapa con silencio a su cómplice y hace
penitencia de lector frente al Cantábrico, en la colina verde del Dueso. Franco
tiene para su colega, rudo soldado de pelo en pecho, pasado por muchas aguas y
lejías, una mirada compasiva y una palabra condescendiente. Le
juzga extraviado, histórica y religiosamente. Se ha lanzado a una empresa de
virtud sin pureza y ha querido meter una insurrección del siglo XX en un padrón
del XIX. Lerroux, que tanto le debe, indulta a Sanjurjo. Gil Robles, que piensa
en rehacer lo que le dicen que demolió Azaña, confiere a Franco la
subsecretaría del Ministerio de la Guerra. El Monstruo, contra toda suposición,
no está muerto. Su resuello enardece al país. Cuando más implacablemente le
cercan sus adversarios con invectivas y denuestos, mejor desarrolla su fuerza.
Cautivo en Barcelona, gana, por la injusticia del cautiverio, la voluntad y el
afecto popular. Son años en que Franco no oye voz interior alguna y se mantiene
a la espera del mandato indeclinable, sostenido por el temple cristiano de su
esposa. Confía en llegar a ser, a la historia de España, lo que la Doncella de
Orleans a la de Francia. Recusa, como nocivos, a los apresurados. Ve crecer,
con secreto desasosiego, la popularidad del enemigo que ha entrado en la época
de los discursos a campo abierto: Mestalla, Lasesarre, Comillas. Franco duda.
Pierde pie. Embajadores del monarca le reconfortan. Le dan números, detalles,
concreciones y le muestran halagüeñas promesas internacionales. La máquina está
a punto. Falta elegir el momento para ponerla en marcha. Dios dirá…
Dios dice, en poco
tiempo, muchas cosas. Hace la victoria electoral de las izquierdas. Destituye a
don Niceto Alcalá Zamora. Exalta a don Manuel Azaña a la presidencia de la
República. Violenta las pasiones, lanzando al hombre a la caza del hombre.
Activa las querellas fraternales. Pone a fermentar las peores iracundias. En
ese punto de terrible y colérica estridencia de la vida española. Franco
registra que una fuerza omnipotente le conduce la mano al puño de la espada.
Con el tiempo justo para exclamar: ¡Hágase tu voluntad!, se pone en campaña,
(Dejo a los historiadores fríos el cuidado de explicarla). El Generalísimo
publica la victoria. Sanjurjo, Goded y Mola —pares del Caudillo en jerarquía—
hace tiempo que ascendieron, con méritos distintos, al seno del Señor. Sobre la
espada victoriosa desciende —¡mucho!— la bendición calurosa del Santo Padre. Se
ha cumplido, con ayuda de luteranos y cancerberos del Papa, el sueño místico de
la esposa del Caudillo. El Monstruo —grifo, dragón o serpiente—, amputado de
España, agota su vida en el destierro.
La gloriosa bandera,
«jurada y no olvidada», gana líricos prestigios imperiales en el patio de honor
del Castillo de la Mota, escenario desmesurado para una ambición alucinada. La
espada del elegido es, después de la victoria, un trofeo religioso, una pieza
de la leyenda. Un solo requisito falta para que la voluntad del Señor se cumpla
íntegramente: reimplantar al monarca en su trono. Sólo el rey con majestad
suficiente para dorar con fuegos vivos la escena de altar mayor que han soñado,
bordando banderas para la causa, las damas monárquicas. Franco las escucha, cuando
le hablan del monarca, con un mohín reticente y una sonrisa irónica.
La leyenda en este
punto se hace drama. Las brujas burgalesas que acampan en los contrafuertes de
la Catedral han soplado recio en la ambición del Caudillo. Franco quiere para
su cabeza algo mejor que los baratos laureles militares distribuidos a
brazadas. Está saciado de títulos menores y fatigado de adulaciones cortas.
Desea el privilegio de acuñar moneda con su efigie y su nombre; aspira al
Trono. Si no ensaya a sentarse en él, cambiando la espada por el cetro, es por
una última indecisión morbosa.
Tiene miedo a quedar
convertido en estatua de sal. Teme que al dictado de usurpador que le clavará
Don Alfonso siga un castigo trágico que le discierna la divinidad. Su osadía se
detiene, conturbada, ante lo misterioso y arcano. Con el rey hace cuentas de
mesa de figón. Para desenojarle le devuelve los bienes de que le desposeyó la
República, sustrayéndole el principal: la corona. Ante Dios, en espera de una
muestra de su clemencia que le decida, se humilla. Transcurren los meses y
ninguna prueba de especial predilección retribuye sus ahincadas oraciones.
Izado en su peana de caudillo, Castilla, que le hizo, le deshace, mientras
ruedan por la llanura ilimitada, con las descargas de los piquetes siniestros,
los vítores de esperanza y resurrección de las víctimas.
Julián Zugazagoitia
Guerra y vicisitudes de los españoles, 1940
"Se me pregunta, me pregunta un Grazalemeño, me pregunta un amigo de la sierra rondeña, por qué escribo esta novela, por qué meterse en esta historia que tantos sinsabores produce, que tantos rostros olvidados y vidas resucita, y le respondo, le responde Julian Zugazagoitia, cuando nos cuenta la impresión que le causa la caída del régimen republicano en Cataluña en Enero del 39, la impresión de ver aquellas masa de desgraciados huyendo camino de Francia:
ResponderEliminar'...Era difícil defenderse de tanta mirada suplicante, de tanto rostro desconocido que pedía sin palabras, mucho menos de lo que le habíamos quitado los jugadores de la política...' "
http://joseluiscondeayala.blogspot.com.es/2008/01/dedicatoria.html
Salud
Cuando lees el libro de Zugazagoitia, se va encogiendo el alma en cada página. Te recomiendo su lectural Loam. Él vivió toda la Guerra en Madrid y es un testimonio, en primera persona, de extraordinario valor. Salud compañero!
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