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2174. Julián Zugazagoitia, in memoriam

Julián Zugazagoitia, periodista, escritor y político, redactor y director de El Socialista de Madrid. Diputado por Badajoz y por Bilbao.  Ministro de Gobernación y secretario de la Defensa en en primer y ñultimo gobierno de Juan Negrín. Exiliado en Francia desde 1939, fue capturado por la Gestapo y entregado a las autoridades franquistas, que lo sentenciaron a muerte en un juicio sumario. Fusilado en las tapias del cementerio del Este,  junto a Cruz Salido y trece republicanos más en la madrugada del 9 de noviembre de 1940. 


El Generalísimo firma el último parte de las operaciones militares, comunicando oficialmente la victoria, el 1 de abril de 1939. Es la señal esperada para hacer engordar, con ditirambos espesos y adjetivos mostrencos, la ya tan grasa biografía de Franco. Con recursos de místicas extranjeras, difícilmente asimilables para el genio español, se le construye una peana nacional. Aupada en ella, la figura del Caudillo se empequeñece; su voz, feble, se pierde. Castilla, extraordinaria en dimensiones eternas, le devora implacable. No es el Cid. Es, a lo sumo, un soldado de fortuna, con la fácil carrera de cuantos, simpáticos a Don Alfonso —más señorito que rey a sus horas—, disponían de su valimiento y sostén. La espada del general se forjó y templó, rutilante que no recia, en una saleta de Palacio. Franco no la esgrimió contra los electores del 14 de abril. A la cabeza del escalafón militar, su prudencia señaló límites infranqueables a la gratitud. ¿Podía exigirle el monarca un sacrificio estéril? Respuesta apaciguadora que se dio al general: «Lo ineluctable —la caída de la Monarquía lo es— responde siempre a una causalidad fatal, ergo, sólo el tiempo con fuerza bastante para modificar el daño y reparar la ofensa». La lealtad se refugió en el santuario del hogar, siguiendo el consejo de los poetas del Blanco y Negro, revista que lubrica esperanzas restauradoras y canta la gloria inmarcesible de la bandera depuesta, alta de orgullo y grávida de victorias, presente en Cuba, en Cavite, en Filipinas, en el Barranco del Lobo, en Monte Arruit, en Annual… ¿Depuesta? En los entrepaños de la guerrera del general camandulero, coincidiendo con la tetilla izquierda, su esposa le ha bordado, en seda pura, los colores proscritos y abrazándolos una divisa que ella encuentra caballeresca: «Jurada y no olvidada». Esas palabras, discurridas por el numen cristiano y monárquico de la esposa, dan fuerza al caballero para remontar, con estoica firmeza, las pruebas más rudas y enconadas. El paño tricolor de la República, ofrecido a España como renuncia cobarde a toda robusta ambición imperial, se presenta a los militares con una grosera vinculación a la nómina. ¡Qué indelicada y ofensiva coacción! No será la última. Preparado para mayores sacrificios, el Caudillo da ejemplo de abnegación. Astillado el corazón, seco de disciplina protocolaria, apartando de la ceremonia a Dios, para escapar al perjurio. Franco hace promesa de lealtad a la nueva enseña. A la hora de besarla —ocasión de escalofríos heroicos en los días de juramento—, la muerde con los dientes de la mala intención.

Provisionalmente, ese es su desquite. Lo importante es que ha dado comienzo la lucha. Quienes le piden, antes de tiempo, que desenfunde su acero para restablecer la dinastía, ignoran que previamente deben ser cubiertas las etapas del dolor y de la expiación. El término de la penitencia se conocerá, según el dictamen de su propia esposa, digna de figurar entre las mujeres fuertes de la Escritura, de manera inequívoca y precisa. La mano del general, por movimiento ajeno a su voluntad, asirá convulsivamente la empuñadura del arma y ese impulso irrefrenable equivaldrá a una orden colectiva. Mozos y adultos, casados y solteros, impelidos por la misma fuerza misteriosa y sagrada, arbolarán, con sus armas, sus corazones transidos de fe y marcharán cantando hacia la victoria. Sueño místico de vitrina de catedral gótica. Franco accedía a contemplarse en él, protagonista indiscutido, por el placer de destruir con una estocada certera la vida del Monstruo. Este dejó de ser a sus ojos el adversario demoníaco de una leyenda cándida para adquirir ingrata corporeidad tangible, cédula de poder político y domicilio en el Palacio de Buenavista, sede conocida del Ministerio de la Guerra, Esta era su cueva. El perverso enemigo, dragón, serpiente o grito, el Monstruo, en suma, encamaba en la persona de don Manuel Azaña. Limpia de todo anacronismo, la vieja pugna dramática de la luz y la sombra, del bien y del mal se insertaba una vez más en la entraña de la vida española. Cuanto más aparente la victoria del mal, más cercano el triunfo decisivo del bien.

Azaña trabaja por dar una nueva fisonomía al Ejército. Lo quiere proporcionado y eficiente. Suda sus afanes, medita sus proyectos y los refiere a su orgullo de español. Eso basta para que en los cuartos de banderas la estupidez se encabrite bajo el duro espolique del odio y la impaciencia se revuelva contra la flema del elegido del Señor que continúa esperando el impulso misterioso y sagrado. Los caballeros del 10 de agosto fracasan. Sanjurjo es hecho prisionero, condenado a muerte e indultado. El corazón del Monstruo no es tierno, es cobarde. Esta es la conclusión de los vencidos a quienes la generosidad del vencedor, más que la derrota, aviva y exacerba el rencor. Sanjurjo tapa con silencio a su cómplice y hace penitencia de lector frente al Cantábrico, en la colina verde del Dueso. Franco tiene para su colega, rudo soldado de pelo en pecho, pasado por muchas aguas y lejías, una mirada compasiva y una palabra condescendiente. Le juzga extraviado, histórica y religiosamente. Se ha lanzado a una empresa de virtud sin pureza y ha querido meter una insurrección del siglo XX en un padrón del XIX. Lerroux, que tanto le debe, indulta a Sanjurjo. Gil Robles, que piensa en rehacer lo que le dicen que demolió Azaña, confiere a Franco la subsecretaría del Ministerio de la Guerra. El Monstruo, contra toda suposición, no está muerto. Su resuello enardece al país. Cuando más implacablemente le cercan sus adversarios con invectivas y denuestos, mejor desarrolla su fuerza. Cautivo en Barcelona, gana, por la injusticia del cautiverio, la voluntad y el afecto popular. Son años en que Franco no oye voz interior alguna y se mantiene a la espera del mandato indeclinable, sostenido por el temple cristiano de su esposa. Confía en llegar a ser, a la historia de España, lo que la Doncella de Orleans a la de Francia. Recusa, como nocivos, a los apresurados. Ve crecer, con secreto desasosiego, la popularidad del enemigo que ha entrado en la época de los discursos a campo abierto: Mestalla, Lasesarre, Comillas. Franco duda. Pierde pie. Embajadores del monarca le reconfortan. Le dan números, detalles, concreciones y le muestran halagüeñas promesas internacionales. La máquina está a punto. Falta elegir el momento para ponerla en marcha. Dios dirá…

Dios dice, en poco tiempo, muchas cosas. Hace la victoria electoral de las izquierdas. Destituye a don Niceto Alcalá Zamora. Exalta a don Manuel Azaña a la presidencia de la República. Violenta las pasiones, lanzando al hombre a la caza del hombre. Activa las querellas fraternales. Pone a fermentar las peores iracundias. En ese punto de terrible y colérica estridencia de la vida española. Franco registra que una fuerza omnipotente le conduce la mano al puño de la espada. Con el tiempo justo para exclamar: ¡Hágase tu voluntad!, se pone en campaña, (Dejo a los historiadores fríos el cuidado de explicarla). El Generalísimo publica la victoria. Sanjurjo, Goded y Mola —pares del Caudillo en jerarquía— hace tiempo que ascendieron, con méritos distintos, al seno del Señor. Sobre la espada victoriosa desciende —¡mucho!— la bendición calurosa del Santo Padre. Se ha cumplido, con ayuda de luteranos y cancerberos del Papa, el sueño místico de la esposa del Caudillo. El Monstruo —grifo, dragón o serpiente—, amputado de España, agota su vida en el destierro.

La gloriosa bandera, «jurada y no olvidada», gana líricos prestigios imperiales en el patio de honor del Castillo de la Mota, escenario desmesurado para una ambición alucinada. La espada del elegido es, después de la victoria, un trofeo religioso, una pieza de la leyenda. Un solo requisito falta para que la voluntad del Señor se cumpla íntegramente: reimplantar al monarca en su trono. Sólo el rey con majestad suficiente para dorar con fuegos vivos la escena de altar mayor que han soñado, bordando banderas para la causa, las damas monárquicas. Franco las escucha, cuando le hablan del monarca, con un mohín reticente y una sonrisa irónica.

La leyenda en este punto se hace drama. Las brujas burgalesas que acampan en los contrafuertes de la Catedral han soplado recio en la ambición del Caudillo. Franco quiere para su cabeza algo mejor que los baratos laureles militares distribuidos a brazadas. Está saciado de títulos menores y fatigado de adulaciones cortas. Desea el privilegio de acuñar moneda con su efigie y su nombre; aspira al Trono. Si no ensaya a sentarse en él, cambiando la espada por el cetro, es por una última indecisión morbosa.

Tiene miedo a quedar convertido en estatua de sal. Teme que al dictado de usurpador que le clavará Don Alfonso siga un castigo trágico que le discierna la divinidad. Su osadía se detiene, conturbada, ante lo misterioso y arcano. Con el rey hace cuentas de mesa de figón. Para desenojarle le devuelve los bienes de que le desposeyó la República, sustrayéndole el principal: la corona. Ante Dios, en espera de una muestra de su clemencia que le decida, se humilla. Transcurren los meses y ninguna prueba de especial predilección retribuye sus ahincadas oraciones. Izado en su peana de caudillo, Castilla, que le hizo, le deshace, mientras ruedan por la llanura ilimitada, con las descargas de los piquetes siniestros, los vítores de esperanza y resurrección de las víctimas.


Julián Zugazagoitia
Guerra y vicisitudes de los españoles, 1940








2 comentarios:

  1. "Se me pregunta, me pregunta un Grazalemeño, me pregunta un amigo de la sierra rondeña, por qué escribo esta novela, por qué meterse en esta historia que tantos sinsabores produce, que tantos rostros olvidados y vidas resucita, y le respondo, le responde Julian Zugazagoitia, cuando nos cuenta la impresión que le causa la caída del régimen republicano en Cataluña en Enero del 39, la impresión de ver aquellas masa de desgraciados huyendo camino de Francia:
    '...Era difícil defenderse de tanta mirada suplicante, de tanto rostro desconocido que pedía sin palabras, mucho menos de lo que le habíamos quitado los jugadores de la política...' "

    http://joseluiscondeayala.blogspot.com.es/2008/01/dedicatoria.html

    Salud

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    1. Cuando lees el libro de Zugazagoitia, se va encogiendo el alma en cada página. Te recomiendo su lectural Loam. Él vivió toda la Guerra en Madrid y es un testimonio, en primera persona, de extraordinario valor. Salud compañero!

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