Por un decreto o una orden del Gobierno había que hacer un cambio en las tropas
de la República. Teníamos que pasar de ser milicianos a ser soldados. Nada de
"¡Oye tú!", ni "compañero", ni ninguna de esas libertades
tan libertinas, valga la redundancia, que usábamos los milicianos. La única
forma de ganar la guerra era poniendo en funcionamiento el mismo sistema de
disciplina que usaban las tropas de Franco. Para este fin enviaron unos
oficiales instructores, que nos enseñarían cómo había que entender la
disciplina: se trataba de cambiar el "¡Oye tú!" por el "¡A sus
órdenes!"
Como
primera clase nos pusieron como tarea la petición de un permiso a un superior,
dando a conocer el motivo. Se suponía que éste tenía que ser un problema grave,
así que cada uno de nosotros tratamos de encontrar un problema grave que
justificara la petición.
El
teniente instructor, militar de carrera, se colocó en un lugar que se suponía
que era el puesto de mando, y cada uno de nosotros entraba para pedir el
permiso. Aquello más que una clase teórica fue lo más parecido a un circo.
Entró el primero, y de entrada -no había puerta- con la boca imitó el ruido de
una llamada, "tam, tam", al tiempo que golpeaba en el aire con el
puño. Los que esperábamos turno no pudimos evitar una carcajada, pero el
teniente instructor no se dio por enterado y dijo:
—¡Adelante
soldado!
El
soldado, un madrileño castizo de Vallecas, pero bruto bruto, dijo:
—A
tus órdenes, oye, teniente.
El
teniente, con mucha paciencia, le explicó lo de el usted a los superiores y le
dijo que suprimiera el "oye" y lo cambiara por "mi
teniente", luego le mandó salir y entrar de nuevo. El de Vallecas obedeció
y volvió a golpear en el aire con el puño y otra vez con la boca el "tam,
tam". Y el teniente:
—¡Adelante soldado!
Y
entró el de Vallecas. Esta vez al pie de la letra:
—¡A
sus órdenes, mi teniente!
Nos
dieron ganas de aplaudirle.
—¿Qué
desea, soldado?
—Quiero
que me des, o sea que..., coño me se olvida lo del usté, que me dé usté permiso
pa irme a mi casa, porque han bombao el Puente Vallecas y a mi hermana lan
jodío una pierna.
El
teniente le corrigió:
—Han
bombardeado.
—Bueno,
sí, eso.
—Está
bien, soldado, tiene usted cinco días de permiso. El siguiente.
Y
el siguiente, más bruto que el de Vallecas, dijo:
—¿Da
su permiso pa entrar?
—Adelante.
—Muchas
gracias, teniente mío.
Aquello
nos provocó otra carcajada.
El
teniente también estuvo a punto de reír, pero su condición de teniente se lo
impidió; no obstante, con un gran sentido del humor, dijo:
—Procura
decir "mi teniente" en lugar de "teniente mío", porque lo
de teniente mío se presta a que yo te conteste: "Pasa vida mía".
Las
peticiones de permiso eran de lo más variado y absurdo, pero de algún modo
intentábamos alcanzar esa disciplina de obediencia a los superiores.
Subidos
en los camiones, cantando las mismas canciones de siempre, nos trasladaron a
Somosierra, concretamente a Buitrago. Ahí nos destinaron a distintos lugares de
la sierra. Hicimos parapetos con sacos de tierra y se cavaron algunas
trincheras. Nos distribuyeron por varios pueblos: Paredes de Buitrago,
Gandullas... El enemigo estaba en algún lugar; pero, lo mismo que me había
pasado en Sigüenza, yo no lo veía, aunque se sabía que estaba por allí. De vez
en cuando surgía lo que llamábamos un tiroteo ciego. Algún centinela creía
haber visto algo que se movía y disparaba su fusil. De inmediato se armaba un
tiroteo y nadie sabía el porqué. Disparábamos hacia adelante, disparos inútiles
que sólo servían para gastar munición.
Durante
el día, como nos aburríamos, disparábamos a una botella o a una lata que
habíamos colocado a cincuenta metros. Esto hizo que los mandos nos descontaran
una peseta del duro diario que cobrábamos los que éramos voluntarios por cada
bala que nos faltara al hacer el recuento de la munición. Se moderó el juego de
tirar al blanco. Otro de los entretenimientos era matar los piojos que nos
devoraban. Yo, y creo que mis compañeros tampoco, no los conocía. Alguna vez,
cuando niño, se habían nombrado los piojos de la cabeza, algunos chicos los
tenían en el colegio; los del cuerpo los tenían los vagabundos que dormían en
los solares. Por mucho que lavábamos las camisetas, los piojos sobrevivían, la
única manera de acabar con ellos era cociéndolas, junto al jersey, en una lata
grande, pero las liendres sobrevivían, anidaban en las costuras de la ropa y la
única forma de exterminarlas era quemándolas. Poníamos un palo en el fuego, y
cuando en el palo se formaba ascua, lo pasábamos por las costuras y las liendres
explotaban.
Y
ahí, en el frente de Somosierra, pasaban los días y las semanas. De vez en
cuando nos visitaba Rafael Alberti o Miguel Hernández, nos sentábamos y ellos
nos recitaban poesías al tiempo que nos animaban a combatir.
Nos
enseñaron a hacer bombas de mano con las latas de tomate vacías. Decían que era
un invento de El Campesino. Las latas se llenaban de pólvora o dinamita, dentro
se metían clavos, tuercas o trozos de pedernal, luego se colocaba una mecha, se
cerraba la lata herméticamente, con el cigarro prendíamos la mecha y cuando la
llama llegaba a nuestro dedo pulgar, lanzábamos la lata bomba; algunos se
precipitaban y la arrojaban apenas habían encendido la mecha, esto retrasaba la
explosión, y entonces venía la bronca del teniente, que nos decía: "Si
hacéis eso, el enemigo os la puede mandar a vuelta de correo".
Un
día vino a visitarnos La Pasionaria, se acercó a mí, me midió con la mirada y
me preguntó:
—¿Cuántos
años tienes?
Mentí:
—Dieciocho.
Mentí
porque en la guerra, si una madre reclamaba a un hijo porque no había cumplido
los dieciocho años, lo mandaban a casa. Yo temía que mi abuela lo supiera y
hablara con mi madre para que me reclamara por ser menor. Me parece que La
Pasionaria no me creyó, pero disimuló. Yo tenía en mis manos una de las latas
bomba que había hecho. Ella me preguntó qué era eso que tenía en la mano y se
lo expliqué. La Pasionaria me dio un mechero que tenía en un costado la piedra
y en la tapa una mecha de algodón.
—Toma,
para que enciendas la mecha sin tener que usar el cigarro. Eres muy joven para
fumar.
La
mirada profunda y la voz de aquella mujer me quedaron grabadas para siempre. No
obstante, debo confesar que cuando estaba en el campo de prisioneros de Valsequillo
y nos llegaron las noticias de que la guerra había finalizado y que muchos
políticos, entre ellos La Pasionaria, habían huido al extranjero, recordé
aquella frase suya que decía: "Es mejor morir de pie que vivir de
rodillas", y pensé por qué, no solamente ella sino todos los que se habían
ido al exilio, no se habían quedado ni a morir de pie ni a vivir de rodillas.
Para mí, aquello era como si me hubieran traicionado.
Años
más tarde, siendo profesional del humor, en un viaje que hice a Chile por razones
de trabajo, tuve un enfrentamiento con un exiliado que me reprochó el que yo
fuese a La Granja a trabajar para Franco. Le recordé la frase de La Pasionaria
y le dije que yo me había quedado a morir de pie y terminé viviendo de
rodillas. Eso le cerró la boca, la bocaza diría yo.
Luego,
cuando ya tuve un conocimiento más claro de la política, entendí aquel exilio
de los que de haberse quedado en el país habrían sido fusilados y no hubieran
tenido la posibilidad de regresar en algún momento a España y continuar la
lucha contra la dictadura.
En
diciembre de 1985, con motivo del noventa cumpleaños de La Pasionaria, en el
Palacio de Deportes de Madrid se celebró un acto homenaje a esta mujer, que
tanto luchó por los desposeídos. El acto fue presentado por Pepe Sacristán,
Imanol Arias y Enriqueta Carballeira. Cantamos La Internacional. María
Asquerino, con voz emocionada, recitó el poema de Miguel Hernández
"Pasionaria". Yo dije algunas palabras que no recuerdo bien; pero me
emocioné y ahí, en ese momento, me alegré de que se hubiera ido a Rusia. De
otra manera no hubiéramos podido tenerla de nuevo con nosotros. Recordaba las
palabras que me había dicho en Somosierra cuando me regaló aquel mechero:
—Toma,
para que enciendas la mecha sin tener que usar el cigarro. Eres muy joven para
fumar.
Miguel
Gila
Entonces nací yo. Memorias para desmemoriados
Entonces nací yo. Memorias para desmemoriados
Yo estuve, aquel lunes 9 de diciembre de 1985, en el Palacio de los Deportes de Madrid.
ResponderEliminarSalud, compañera!