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2.200. Albert Camus. Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura



Al recibir la distinción con que ha querido honrarme su libre Academia, mi gratitud es más profunda cuando evalúo hasta qué punto esa recompensa sobrepasa mis méritos personales. Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo que es o quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer su decisión me fue imposible no comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre, casi joven todavía, rico sólo por sus dudas, con una obra apenas desarrollada, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin una especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, a plena luz? ¿Con qué ánimo podía recibir ese honor al tiempo que, en tantos sitios, otros escritores, algunos de los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conoce una desdicha incesante?

He sentido esa inquietud, y ese malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme de acuerdo con un destino demasiado generoso. Y como era imposible igualarme a él con el único apoyo de mis méritos, no he hallado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permitanme, aunque sólo sea en prueba de reconocimiento y amistad, que les diga, lo más sencillamente posible, cuál es esa idea.

Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de cualquier cosa. Por el contrario, si me es necesario es porque no me separa de nadie, y me permite vivir, tal como soy, a la par de todos. A mi ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres, ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues, al artista a no aislarse; le somete a la verdad, a la más humilde y más universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia más que confesando su semejanza con todos.

El artista se forja en ese perpetuo ir y venir de sí mismo hacia los demás, equidistante entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso, los verdadero artistas no desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar. Y si han de tomar partido en este mundo, sólo puede ser por una sociedad en la que, según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o intelectual.

Por lo mismo el papel de escritor es inseparable de difíciles deberes. Por definición no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no le arrancarán de la soledad, aunque consienta en acomodarse a su paso y, sobre todo, si en ello consiente. Pero el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones, en el otro extremo del mundo, basta para sacar al escritor de su soledad,  por lo menos, cada vez que logre, entre los privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio, y trate de recogerlo y reemplazarlo, para hacerlo valer mediante todos los recursos del arte.

Nadie es lo bastante grande para semejante vocación. Sin embargo,  en todas las circunstancias de su vida, obscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre para poder expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva, que le justificará sólo a condición de que acepte, tanto como pueda, las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad, y el servicio a la libertad. Y puesto que su vocación consiste en reunir al mayor número posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira ni a la servidumbre porque, donde reinan,  crece el aislamiento. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia ante la opresión.

Durante más de veinte años de historia demencial, perdido sin remedio, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más que a escribir. Me obligaba, especialmente, tal como yo era y con arreglo a mis fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma historia, la desventura y la esperanza. Esos hombres nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que tenían veinte años  en la época de instaurarse, a la vez, el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, Y que para completar su educación se vieron enfrentados a la guerra de España, a la segunda guerra mundial,  al universo de los campos de concentración, a la Europa de la tortura y de las prisiones, se ven hoy obligados a orientar a sus hijos y a sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta llego a pensar que debemos ser comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que, por un exceso de desesperación han reivindicado el derecho al deshonor y se han lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de entre nosotros, en mi país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se consagran a la conquista de una legitimidad.

Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra historia.

Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sábe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida —en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión—, esa generación ha debido, en si misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que se corre el riesgo de que nuestros grandes inquisidores establecezcan para siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la Alianza.

No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado el momento, sabe morir sin odio por ella. Es esta generación la que debe ser saludada y alentada dondequiera que se halle y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra profunda aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabais de hacerme.

Al mismo tiempo, después de expresar la nobleza del oficio de escribir, querría yo situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros, de lucha, vulnerable pero tenaz, injusto pero apasionado de justicia, realizando su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos; atento siempre al dolor y a la belleza; consagrado en fin, a sacar de su ser complejo las creaciones que intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento destructor de la historia.

¿Quién, después de eso, podrá esperar que él presente soluciones ya hechas, y bellas lecciones de moral? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir, como exaltante. Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando por anticipado nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse orgulloso apóstol de virtud? En cuanto a mi, necesito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente ella me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad, y por la esperanza de volverlos a vivir.

Reducido así a lo que realmente soy, a mis verdaderos limites, a mis dudas y también a mi difícil fe,  me siento más libre para destacar, al concluir, la magnitud y generosidad de la distinción que acabais de hacerme. Más libre también para decir que quisiera recibirla como homenaje rendido a todos los que, participando el mismo combate, no han recibido privilegio alguno y sí, en cambio, han conocido desgracias y persecuciones. Sólo me  falta dar las gracias, desde el fondo de mi corazón, y hacer públicamente, en señal personal  de gratitud, la misma y vieja promesa de fidelidad que cada verdadero artista se hace a si mismo, silenciosamente, todos los días.


Albert Camus
Estocolmo, 10 de diciembre de 1957



Texto original, en francés

En recevant la distinction dont votre libre Académie a bien voulu m’honorer, ma gratitude était d’autant plus profonde que je mesurais à quel point cette récompense dépassait mes mérites personnels. Tout homme et, à plus forte raison, tout artiste, désire être reconnu. Je le désire aussi. Mais il ne m’a pas été possible d’apprendre votre décision sans comparer son retentissement à ce que je suis réellement. Comment un homme presque jeune, riche de ses seuls doutes et d’une œuvre encore en chantier, habitué à vivre dans la solitude du travail ou dans les retraites de l’amitié, n’aurait-il pas appris avec une sorte de panique un arrêt qui le portait d’un coup, seul et réduit à lui-même, au centre d’une lumière crue ? De quel cœur aussi pouvait-il recevoir cet honneur à l’heure où, en Europe, d’autres écrivains, parmi les plus grands, sont réduits au silence, et dans le temps même où sa terre natale connaît un malheur incessant ?

J’ai connu ce désarroi et ce trouble intérieur. Pour retrouver la paix, il m’a fallu, en somme, me mettre en règle avec un sort trop généreux. Et, puisque je ne pouvais m’égaler à lui en m’appuyant sur mes seuls mérites, je n’ai rien trouvé d’autre pour m’aider que ce qui m’a soutenu tout au long de ma vie, et dans les circonstances les plus contraires : l’idée que je me fais de mon art et du rôle de l’écrivain. Permettez seulement que, dans un sentiment de reconnaissance et d’amitié, je vous dise, aussi simplement que je le pourrai, quelle est cette idée.

Je ne puis vivre personnellement sans mon art. Mais je n’ai jamais placé cet art au-dessus de tout. S’il m’est nécessaire au contraire, c’est qu’il ne se sépare de personne et me permet de vivre, tel que je suis, au niveau de tous. L’art n’est pas à mes yeux une réjouissance solitaire. Il est un moyen d’émouvoir le plus grand nombre d’hommes en leur offrant une image privilégiée des souffrances et des joies communes. Il oblige donc l’artiste à ne pas se séparer ; il le soumet à la vérité la plus humble et la plus universelle. Et celui qui, souvent, a choisi son destin d’artiste parce qu’il se sentait différent apprend bien vite qu’il ne nourrira son art, et sa différence, qu’en avouant sa ressemblance avec tous. L’artiste se forge dans cet aller retour perpétuel de lui aux autres, à mi-chemin de la beauté dont il ne peut se passer et de la communauté à laquelle il ne peut s’arracher. C’est pourquoi les vrais artistes ne méprisent rien ; ils s’obligent à comprendre au lieu de juger. Et s’ils ont un parti à prendre en ce monde ce ne peut être que celui d’une société où, selon le grand mot de Nietzsche, ne règnera plus le juge, mais le créateur, qu’il soit travailleur ou intellectuel.

Le rôle de l’écrivain, du même coup, ne se sépare pas de devoirs difficiles. Par définition, il ne peut se mettre aujourd’hui au service de ceux qui font l’histoire : il est au service de ceux qui la subissent. Ou sinon, le voici seul et privé de son art. Toutes les armées de la tyrannie avec leurs millions d’hommes ne l’enlèveront pas à la solitude, même et surtout s’il consent à prendre leur pas. Mais le silence d’un prisonnier inconnu, abandonné aux humiliations à l’autre bout du monde, suffit à retirer l’écrivain de l’exil chaque fois, du moins, qu’il parvient, au milieu des privilèges de la liberté, à ne pas oublier ce silence, et à le relayer pour le faire retentir par les moyens de l’art.

Aucun de nous n’est assez grand pour une pareille vocation. Mais dans toutes les circonstances de sa vie, obscur ou provisoirement célèbre, jeté dans les fers de la tyrannie ou libre pour un temps de s’exprimer, l’écrivain peut retrouver le sentiment d’une communauté vivante qui le justifiera, à la seule condition qu’il accepte, autant qu’il peut, les deux charges qui font la grandeur de son métier : le service de la vérité et celui de la liberté. Puisque sa vocation est de réunir le plus grand nombre d’hommes possible, elle ne peut s’accommoder du mensonge et de la servitude qui, là où ils règnent, font proliférer les solitudes. Quelles que soient nos infirmités personnelles, la noblesse de notre métier s’enracinera toujours dans deux engagements difficiles à maintenir : le refus de mentir sur ce que l’on sait et la résistance à l’oppression.

Pendant plus de vingt ans d’une histoire démentielle, perdu sans secours, comme tous les hommes de mon âge, dans les convulsions du temps, j’ai été soutenu ainsi : par le sentiment obscur qu’écrire était aujourd’hui un honneur, parce que cet acte obligeait, et obligeait à ne pas écrire seulement. Il m’obligeait particulièrement à porter, tel que j’étais et selon mes forces, avec tous ceux qui vivaient la même histoire, le malheur et l’espérance que nous partagions. Ces hommes, nés au début de la première guerre mondiale, qui ont eu vingt ans au moment où s’installaient à la fois le pouvoir hitlérien et les premiers procès révolutionnaires, qui furent confrontés ensuite, pour parfaire leur éducation, à la guerre d’Espagne, à la deuxième guerre mondiale, à l’univers concentrationnaire, à l’Europe de la torture et des prisons, doivent aujourd’hui élever leurs fils et leurs œuvres dans un monde menacé de destruction nucléaire. Personne, je suppose, ne peut leur demander d’être optimistes. Et je suis même d’avis que nous devons comprendre, sans cesser de lutter contre eux, l’erreur de ceux qui, par une surenchère de désespoir, ont revendiqué le droit au déshonneur, et se sont rués dans les nihilismes de l’époque. Mais il reste que la plupart d’entre nous, dans mon pays et en Europe, ont refusé ce nihilisme et se sont mis à la recherche d’une légitimité. Il leur a fallu se forger un art de vivre par temps de catastrophe, pour naître une seconde fois, et lutter ensuite, à visage découvert, contre l’instinct de mort à l’œuvre dans notre histoire.

Chaque génération, sans doute, se croit vouée à refaire le monde. La mienne sait pourtant qu’elle ne le refera pas. Mais sa tâche est peut-être plus grande. Elle consiste à empêcher que le monde se défasse. Héritière d’une histoire corrompue où se mêlent les révolutions déchues, les techniques devenues folles, les dieux morts et les idéologies exténuées, où de médiocres pouvoirs peuvent aujourd’hui tout détruire mais ne savent plus convaincre, où l’intelligence s’est abaissée jusqu’à se faire la servante de la haine et de l’oppression, cette génération a dû, en elle-même et autour d’elle, restaurer, à partir de ses seules négations, un peu de ce qui fait la dignité de vivre et de mourir. Devant un monde menacé de désintégration, où nos grands inquisiteurs risquent d’établir pour toujours les royaumes de la mort, elle sait qu’elle devrait, dans une sorte de course folle contre la montre, restaurer entre les nations une paix qui ne soit pas celle de la servitude, réconcilier à nouveau travail et culture, et refaire avec tous les hommes une arche d’alliance. Il n’est pas sûr qu’elle puisse jamais accomplir cette tâche immense, mais il est sûr que partout dans le monde, elle tient déjà son double pari de vérité et de liberté, et, à l’occasion, sait mourir sans haine pour lui. C’est elle qui mérite d’être saluée et encouragée partout où elle se trouve, et surtout là où elle se sacrifie. C’est sur elle, en tout cas, que, certain de votre accord profond, je voudrais reporter l’honneur que vous venez de me faire.

Du même coup, après avoir dit la noblesse du métier d’écrire, j’aurais remis l’écrivain à sa vraie place, n’ayant d’autres titres que ceux qu’il partage avec ses compagnons de lutte, vulnérable mais entêté, injuste et passionné de justice, construisant son œuvre sans honte ni orgueil à la vue de tous, sans cesse partagé entre la douleur et la beauté, et voué enfin à tirer de son être double les créations qu’il essaie obstinément d’édifier dans le mouvement destructeur de l’histoire. Qui, après cela, pourrait attendre de lui des solutions toutes faites et de belles morales ? La vérité est mystérieuse, fuyante, toujours à conquérir. La liberté est dangereuse, dure à vivre autant qu’exaltante. Nous devons marcher vers ces deux buts, péniblement, mais résolument, certains d’avance de nos défaillances sur un si long chemin. Quel écrivain, dès lors oserait, dans la bonne conscience, se faire prêcheur de vertu ? Quant à moi, il me faut dire une fois de plus que je ne suis rien de tout cela. Je n’ai jamais pu renoncer à la lumière, au bonheur d’être, à la vie libre où j’ai grandi. Mais bien que cette nostalgie explique beaucoup de mes erreurs et de mes fautes, elle m’a aidé sans doute à mieux comprendre mon métier, elle m’aide encore à me tenir, aveuglément, auprès de tous ces hommes silencieux qui ne supportent, dans le monde, la vie qui leur est faite que par le souvenir ou le retour de brefs et libres bonheurs.

Ramené ainsi à ce que je suis réellement, à mes limites, à mes dettes, comme à ma foi difficile, je me sens plus libre de vous montrer pour finir, l’étendue et la générosité de la distinction que vous venez de m’accorder, plus libre de vous dire aussi que je voudrais la recevoir comme un hommage rendu à tous ceux qui, partageant le même combat, n’en ont reçu aucun privilège, mais ont connu au contraire malheur et persécution. Il me restera alors à vous en remercier, du fond du cœur, et à vous faire publiquement, en témoignage personnel de gratitude, la même et ancienne promesse de fidélité que chaque artiste vrai, chaque jour, se fait à lui-même, dans le silence.










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