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2243. El discurso del Presidente

Manuel Azaña en el ayuntamiento de Valencia. 21 de enero de 1937


El día 21 de enero, en las salas de la Casa Consistorial de Valencia, ante el Gobierno, el Cuerpo Diplomático y el Parlamento, habló el Presidente de la República, y sus palabras fueron retrasmitidas por todas las emisoras leales, lanzadas al aire libre de Europa.

Luego de saludado por el Alcalde de la ciudad en nombre de todos los municipios libres de España, se levantó el Sr. Presidente y pronunció un largo discurso memorable. Por lo que representa y vale como definición nacional, como hecho de volumen suficiente para constituir un hito de nuestra accidentada y compleja guerra, como aportación humana y documento histórico, nosotros queremos recoger en estas páginas su vuelo y su destino reacuñando con la más sintética forma de esta «hora de España» su caudal desbordante de sugerencias y de afirmaciones.


El derecho y el deber de hacer la Guerra

«Cuando se hace la guerra, que es siempre un mal; cuando se hace la guerra, que es siempre aborrecible, y más si es entre compatriotas; cuando se hace la guerra, que es funesta incluso para quien la gana, hace falta una justificación moral de primer orden que sea inatacable, que sea indiscutible...»

«Hacemos una guerra terrible, guerra sobre el cuerpo de nuestra propia Patria, pero nosotros hacemos la guerra porque nos la hacen. Nosotros somos los agredidos; es decir, nosotros, la República, el Estado, que nosotros tenemos la obligación de defender. Ellos nos combaten; por eso combatimos nosotros. Nuestra justificación es plena ante la conciencia más exigente, ante la Historia más rigurosa. Nunca hemos agredido a nadie; nunca la República ni el Estado, ni sus Gobiernos han podido, no ya justificar, sino disculpar o excusar un alzamiento en armas contra el Estado».

Con estas precisas palabras situó el Presidente, bajo la luz más clara, el problema jurídico de la rebelión y de la guerra, disipando toda niebla en torno a  esta cuestión previa, y permitiendo el calar hondo hasta considerar gravemente el sentido profundo y la entraña misma de la revolución.

Nosotros somos —vino a decir— hombres de la paz; defensores de la libertad; la República quiso renovar el aliento de España, transformando sus viejas y anquilosadas formas de vida, pacíficamente, respetando la libertad de todos. A nadie le fué negado el derecho de hablar, de organizar, de dirigir si contaba con la voluntad nacional expresada democráticamente. En las más difíciles circunstancias, desde la calle, después de dos años de reacción y de poder anti-republicano, con enemigos al frente del Estado y del Gobierno, el Frente Popular de la República ganó las elecciones del 16 de febrero, a las que acudieron (aceptándolas, por consiguiente), con soberbio orgullo y estrepitosa altanería, los enemigos de la República.

El 18 de julio de 1936 existían en el país partidos y organizaciones anti-republicanas; los líderes de la reacción pronunciaban todos los días en el Parlamento violentos discursos contra el régimen; las empresas económicas y los Bancos funcionaban normalmente y repartían sus dividendos; en las iglesias se celebraba el culto religioso; el Gobierno intentaba realizar el programa moderado que había sido la base de la coalición electoral. En los cuarteles conspiraban los generales mantenidos por la República. Y, sin embargo, a pesar de todo esto, de este derecho, de este respeto, de esta moderación, se lanzaron a la rebelión.

Han roto la paz y han secuestrado la libertad. Tremenda responsabilidad para los que desencadenaron y sostienen la guerra cruel y destructora. Ellos son los que deben presentar «esas» razones morales de primer orden, inatacables e indiscutibles, que pueda justificar ante la conciencia y ante la historia ese robo tremendo de la libertad, esa enorme catástrofe de la guerra. Nosotros realizamos nuestro derecho y cumplimos nuestro deber al defendernos.

Por eso dijo el Presidente con la mejor dialéctica: «para extinguir la guerra nosotros no tenemos más que un procedimiento, que es continuarla», y a continuación, erguido sobre el más alto deber :

«No estamos dispuestos a admitir que se ponga en tela de duda ni caiga la menor sombra sobre la autoridad de la República, sobre la legitimidad del Régimen, sobre la autoridad del Gobierno que la personifica y sobre ninguna de las representaciones del Estado Oficial Español. Sobre eso nada. Primero perecer.»


La definición nacional

Delincuentes contra el Estado y la ley—ellos, los idólatras de la ley y del Estado—intentan justificar los sublevados sus monstruosos crímenes como una lucha «nacional» contra la tiranía marxista, como una salvación de España de «los rojos». La respuesta a estas afirmaciones conduce necesariamente al fondo del asunto. Naturalmente que no nos batimos sólo por defender la causa formal del derecho del Estado.

«Hay el contenido apasionante, patético, arrancado del corazón, que es el objeto de la contienda: nosotros nos batimos por la unidad esencial de España; nosotros nos batimos por la integridad del territorio nacional; nosotros nos batimos por la independencia de nuestra Patria y por el derecho del Pueblo español a disponer libremente de sus destinos. Por eso nos batimos.»     

He aquí la clave del problema español, el sentido de nuestra lucha. Los contingentes armados y el material de guerra enviados a los rebeldes por aquellas potencias europeas que han hecho del imperialismo guerrero un culto nacional dan abiertamente a nuestra lucha un carácter de lucha nacional por la independencia. No quiere decir que haya cambiado radicalmente nuestro movimiento, sino que la revolución popular española, que, al fracasar el método pacífico y moderado de la República el 18 de julio, cuajó violentamente, como necesaria defensa contra el fascismo sublevado y en guerra contra nosotros, ha llegado a coincidir con la causa nacional de España, de su libertad y de su independencia. No es más que el desarrollo de la semilla, la maduración del proceso. Se ha realizado plenamente el destino que latía en la entraña misma de la revolución.

Que esta revolución era necesaria para resucitar la nación de su letargo y levantar su triste decadencia, lo prueba que ellos, que son la vieja España de los desastres y de las vergüenzas responsables de todo el pasado inmediato y de la situación nacional, tengan que enmarcarse burdamente, precipitadamente en un movimiento fascista, revolucionario.

Pero ellos no son más que la revolución legal, la rebelión contra la ley. La revolución histórica, ligada a la grandeza de España y a las necesidades y los anhelos profundos del pueblo, somos nosotros. Nosotros, la revolución que crea una vida nueva, una nueva Patria, de acuerdo con la más libre y genuina voluntad nacional. «Nosotros no importamos política extranjera. Ni admitiríamos la importación, ni nadie nos la ha pedido ni nos la ha propuesto, ni lo desea, y estoy autorizado por mi función para declarar que la República española no tiene contraído ninguna especie de compromiso político con ningún país del mundo.» «No sé cuál será el régimen político español: será el que el pueblo quiera...»

Y es el pueblo—a través del Gobierno de la República—quien va creando con su original inspiración la nueva España; es el pueblo—como siempre—quien sella con su sangre la nueva patria. Es el pueblo quien alienta con su genio en todas las instituciones y las empresas de la República.

La guerra ha puesto al descubierto el antinacionalismo de la reacción española. Casta minoritaria separada por un abismo de explotación y de odio de su pueblo, a la hora de la verdad—la hora del heroísmo y de la muerte—sus voces, llamadas pálidas y falsas, se han perdido —sin eco, ni respuesta—, y sólo les ha quedado un camino: la venta turbia y cenagosa del país, la traición a la Patria, la servidumbre al Imperialismo extranjero.

«Yo estimo que un movimiento nacional seria irresistible, en cualquier sentido que se pronunciase..., pero para que haya un movimiento nacional lo primero que tiene que haber son nacionales libres para manifestarlo.»

Mussolini e Hitler han subido al poder, sin duda, sobre una gran marea nacional (no es este el momento de analizar por qué), pero los rebeldes, aislados por el pueblo, sólo pueden subir empujados por las fuerzas y las armas extranjeras. Así culmina ya el proceso, y sobre los hombros populares cae de lleno la ingente y heroica tarea de salvar la Patria de la invasión. Nuestro movimiento es ya tangible, real, indiscutiblemente el movimiento nacional. La revolución y la independencia nacional se han identificado.


El problema internacional

El Presidente, en su magno discurso, no podía mutilar nuestra dramática realidad, amputándola del mundo europeo. No sólo porque nuestra guerra espiritualmente es un drama universal, sino porque «La posesión de las riquezas naturales españolas, de sus puertas, de sus bases, que no necesitan para estar dominadas por el extranjero enarbolar una bandera extranjera, que no necesita repartirse en provincias el territorio nacional para estar sometido a un yugo extranjero; la posesión de todo eso mira a un objetivo superior». El objetivo superior de romper el equilibrio del sistema occidental europeo a favor del Fascismo y de la guerra, en contra de las naciones democráticas.

Las palabras del Presidente, serias y dignas, fueron solamente una advertencia del peligro; lo demás hubiera sido «candor o impertinencia».

«Corresponde a otros limitar la guerra, corresponde a otros restablecer la observancia del Derecho Internacional, escandalosamente violado en nuestro suelo.»

«Espero que la sabiduría de quienes gobiernan y dirigen los destinos de Europa sabrán darse cuenta...» 

No puede darse mayor lealtad, discreción y pulcritud al abordar el problema internacional de la guerra española.

«Nosotros tenemos que conservar en primera línea el valor nacional de nuestra causa y no envolverlo en ninguna otra causa más...»

Estas fueron sus palabras clarividentes.


La figura del presidente Azaña

Este sumario apuntamiento que hemos realizado quedaría incompleto sin unas líneas de comentario en torno a la figura de Azaña y a la parte personal de su discurso, magnífico y definitivo. Para ningún español es un secreto la alta categoría mental del Presidente. Intelectual de pura cepa, en ello encuentra su grandeza y su servidumbre. Profundidad y alteza en el planteamiento; subjetivismo. Llegó a la Presidencia tras una corta y azarosa lucha política, casi como a un refugio. La tremenda conmoción de España, la guerra y la revolución— «largo plazo de sufrimientos»—, han madurado su corazón. Su figura se ha ido agrandando y ennobleciendo.

El día 21, al anochecer, comenzó su discurso analizando, y allí resplandeció su poderosa y clara inteligencia. Mas a partir del momento en que Madrid, bañado en sangre y coronado de fuego, atravesó como una imagen de heroísmo y de tragedia el discurso, su voz se veló de emoción, y ya hasta el final sus palabras claras se tiñeron de humanidad, y la voz, las referencias y el sentido fueron cada vez más profundos.

«Y es verdad, Cano; en Madrid, donde nunca había pasado nada, pasa ahora lo más grande de la Historia Contemporánea de España, y será menester que transcurra tiempo para que los propios madrileños, todavía no asesinados, alegremente conformes con su tremendo destino, puedan percibir las repercusiones que su resistencia sin límite va a tener en los destinos de España.» 

Y más abajo, donde todos los casticismos, las elegancias y las ironías de su discurso se apagan para dejar levantar una llama más alta: la expresión suprema de la creación colectiva fundida por el genio popular en el fuego y la sangre del más tremendo sacrificio.

«...un régimen donde los derechos de la conciencia y de la persona humana estén defendidos y consagrados por todo el aparato político del Estado; donde la libertad moral y política del hombre esté asegurada; donde el trabajo recupere en España lo que quiso hacer de él la República, la única categoría cualificativa del ciudadano español, y donde esté asegurada la libre disposición de los destinos del país por el pueblo español en masa, en su colectividad, en su representación total. Si un día hace falta volver a combatir contra la tiranía, yo diré: ¡presente! »

Bella y concisa fórmula de la originalidad española.

Y luego estas palabras—ya últimas—colmadas de admirable emoción :

«Vendrá la paz y espero que la alegría os colme a todos vosotros. A mí, no, señores. Permitidme decir esta terrible confesión, que desde el sitio que estoy no se cosechan en circunstancias como ésta más que terribles sufrimientos, torturas del ánimo de español de mis sentimientos de republicano. Ninguno de nosotros hemos querido este tremendo destino, ninguno lo hemos querido; hemos cumplido el terrible deber de ponernos a la altura de este destino.» 

«Vendrá la Paz y vendrá la victoria. Pero la victoria será una victoria impersonal...» 

«No será un triunfo personal, porque cuando se tiene el dolor de español que yo tengo en el alma, no se triunfa personalmente contra compatriotas; y cuando vuestro primer magistrado erija el trofeo de la victoria, seguramente su corazón de español se romperá y nunca se sabrá quién ha sufrido más por la libertad de España.» 

Y sobre todos cayó el dolor majestuoso del pueblo destrozado, de la Patria en escombros. Y todos nos sentimos expresados con profundidad y elevación, representados plenamente, con toda dignidad. Y recordando las palabras de uno de nuestros más agudos enemigos, aquel que le llamó Primer Rey Natural de España, nos pareció que alguien escondido en el augusto silencio nos gritaba: «¡Españoles, presentad las armas!»



Angel Gaos
Hora de España II
Valencia, Febrero 1937









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