Os ofrecemos un capítulo de la segunda edición del libro De cárcel en cárcel de Diego San José, realizada bajo la dirección de Juan A. Ríos Carratalá y publicada por Renacimiento, que será presentada en la Fundación Diario de Madrid el próximo 24 de enero a las 20:00 horas.
Diego San José de la Torre (Madrid 1884-Redondela 1962), fue un escritor y periodista que cultivó la crónica, la novela, la narración
histórica, el teatro y la poesía. Colaboró en diversos medios como Los Lunes de El Imparcial, Madrid Cómico, Vida Galante, El Globo, La Mañana, Abc, El Liberal, y El Heraldo de Madrid. Con la llegada de la
República, de la que fue fiel defensor, se ocupó de la Jefatura de Prensa de la
Dirección General de Seguridad. El final de la guerra supuso el fín de su
carrera literaria y periodística. Detenido en abril de 1939 y condenado a muerte, le fue
conmutada la pena por la de treinta años que posteriormente sería reducida a
veinte. Su periplo carcelario incluye varias cárceles de Madrid, la prisión de
la Illa de San Simón y la de la ciudad
de Vigo.
Cuando recuperó la libertad vivió con su
familia en Redondela y continuó escribiendo bajo el
pseudónimo de Román de la Torre, hasta su
fallecimiento en 1962.
Referencias y recuerdos
Verdaderamente, aquello era tener un cuarto de
libertad. Se podía pasear por toda la isla, leer bajo el soberbio túnel de
mirtos centenarios, tomar el sol en la amplia explanada del castillo, en el
paseo central, ante la capilla, a la orilla misma del mar en una pequeña playa,
al resguardo de las tapias del minúsculo cementerio de los tiempos en que el
virgiliano islote estuvo destinado a lazareto y acaso de cuando fue residencia
conventual. Todo, en fin, lo consentía el suave régimen autorizado por el
bondadoso director don Camilo Rey Ávalos, que antes que alcaide ceñudo de una
cárcel –como suelen ser los más de los funcionarios de Prisiones que llegan a
tal categoría-, semejaba el rector de un asilo de convalecientes.
El cargo de
corresponsal de Redención no me daba
en verdad mucho quehacer. Toda mi obligación quedaba reducida a repartir el
periódico a los suscriptores; cobrar los recibos al comienzo de cada trimestre
y enviar las notas de información, en su mayoría de fiestas religiosas,
movimiento de funcionarios, altas y bajas de reclusos –estas últimas más que
producidas por libertades, por defunciones y traslados a otras cárceles. Las de
aquellos que se ausentaban para no volver, se daban ocasionadas «por diversas causas»,
pues se producían en tal número que no convenía su publicidad, aunque nuestros
opresores desearan que fuesen el mayor número posible.
Buena gente
había en San Simón, en su mayor parte asturiana. Allí estaba desde la caída de
su hidalga tierra y con la pena de muerte conmutada, como yo. Con todos ellos
hice una franca camaradería desde el primer momento y algunos han dejado honda
huella en mi corazón.
Vaya el
primero, por haber rendido ya su tributo a la gran segadora en plena mocedad,
Pedro Fernández Morán, aquel hábil practicante que fue el primero en atenderme
como enfermo y camarada. Excelente sujeto de desahogada posición económica
antes de la guerra. Lo dio todo por la causa republicana y, por cabo, la vida,
cuando ya estaba a punto de romper la odiosa argolla del cautiverio. Don José
Cuesta, delegado de Hacienda en la provincia de Cáceres; Abdón García,
conocidísimo futbolista; Ovidio Rodríguez, acreditado comerciante de Gijón;
Eduardo Rodríguez Calleja, ex capitán del Ejército; don Juan Marceñido, notable
músico leonés; Emilio Fernández Álvarez y Alejandro Barrios, enfermeros y
denodados paladines de la causa popular, que dieron bastante que hacer a los
nacionales en las montañas de Asturias.
Todos ellos
eran imprescindibles en la oficina de Régimen y hombres de más confianza para
el director y las religiosas que los mismos funcionarios, pues de estos los
había improvisados, que eran verdaderas nulidades rayando en el analfabetismo.
También era
buena persona el médico-recluso, que sustituyó al que había cuando ingresé. Médico
tutelar de no me acuerdo qué pueblo toledano, desde su apacible rincón había
llegado a las puertas de la muerte, por el enorme delito de haber sido concejal
del ayuntamiento en donde prestaba sus benéficos servicios.
Asimismo, la
colonia gallega reclutada en los primeros días de la bárbara represión
falangista en esta tierra, que fue tomada por sorpresa, sin efusión alguna de
sangre, estaba muy bien representada por José Acuña, ex secretario particular
del último gobernador republicano de Pontevedra; Benito Silva, jefe de Cartería
de Correos en la misma ciudad; Manuel Rodríguez Ríos, ex diputado provincial,
Ricardo Vilaboa, obrero inteligentísimo del ramo de la construcción; José
Vieitez, profesor mercantil, don José González, propietario asturiano; Manuel
Buján, maestro nacional y algunos otros cuyos nombres siento no recordar, ya
que todos ellos contribuyeron durante más de dos años a hacerme olvidar muchas
veces mi triste condición de presidiario.
Esta pléyade
de mozos alegres y de buen talante, a quienes su abierto carácter tenía siempre
con la sonrisa en los labios, representaba la única juventud que había en la
colonia para emplearse en los menesteres que no podía desempeñar la gente
provecta.
Los domingos
y días de guardar solíamos pasar las tardes en el pabellón del capellán don
Serafín Álvarez, verdadera muestra de abad gallego, campechano y epicúreo, que
cumplía su cristiano menester sin fanatismo ni odio político, procurando
molestar lo menos posible con prácticas religiosas a sus forzados fieles. En aquella habitación suya, teniendo por
fondo el magnífico paisaje de la costa, pasábamos las horas oyendo interpretar
admirablemente a Marceñido, en el armónium, a Bach, Beethoven, Mozart,
Schubert, Albeniz, Falla y Granados.
*
Las únicas
horas tristes para mí eran las de comunicación, ya que la ausencia de mi
familia no me permitía disfrutar de ella. Y allí sí que valía la pena. No como
en el resto de las cárceles, a través de tupidas rejas y durante tres minutos.
Allí era por espacio de dos horas en el mismo rastrillo, sin la enojosa
vigilancia de funcionarios.
No disfrutaba de la visita de mi mujer y mis hijos,
pero no solía faltarme la de mis amigos y bienhechores de Redondela, y a horas
extraordinarias. Pepe Regojo y su esposa Rita muchas veces me visitaban en el
mismo despacho del director, y paseaba luego en su compañía por las hermosas
avenidas de la isla, sin limitación alguna de tiempo. Otras veces era el joven
doctor Antonio Ocampo, médico de Redondela como su ilustre padre. Y sobre estas
cariñosas atenciones, copiosa correspondencia de parientes y amigos, que
procuraban desde lejos hacerme llevaderas las largas horas de cautiverio.
*
Aquel
florido peñasco, que parecía un remanso de paz en un recodo de Galicia –según
los informes de Pedro Morán y sus compañeros asturianos que llevaban allí largo
tiempo-, no hacía mucho fue notable lugar de espanto y depósito de víctimas de
rencor y de la venganza, inflamados por el fanatismo clerical.
Todos
aquellos valientes que en las montañas cántabras pensaron en renovar la gesta
liberadora de Pelayo tenían sobre sus cabezas la pena de la muerte.
Recientemente juzgados unos en La Coruña, después de una larga estada en la
cárcel de Camosancos, y otros en la de Celanova, fueron trasladados a San Simón
en espera del cumplimiento fatal de la sentencia. Encerrados día y noche en la
vasta brigada a la sazón convertida en enfermería –sin derecho a pasear más que
durante una hora, estrechamente vigilados por hoscos centinelas-, sentían todas
las noches el siniestro paso de la Descarnada, que venía a efectuar su macabra
leva. Y para que el tremendo instante tuviese más analogía con la
representación mitológica de la muerte, llegaba ésta en una lancha motora que
traía como enviado del viejo Caronte a un jesuita, llamado el padre Nieto, que
deshonraba no a la luctuosa sotana que vestía, sino a la misma Divinidad que
tan indignamente representaba.
No había
hora fija para la llegada de la temible navecilla. Desde luego, era siempre de
noche, pero lo mismo se presentaba apenas se apagaba el último resplandor del
día, que cuando en las altas horas de la madrugada confiaban a las reparadoras
del sueño el necesario reposo de sus cuerpos vencidos, teniendo por pesadilla
la vida angustiosa de sus hogares deshechos.
-
No puede usted figurarse, ni echando a volar toda
su fantasía de poeta –me decía el bueno de Pedro-, lo que era oír en plenas
tinieblas el motor de la gasolinera que se acercaba al muelle. Todos nos
incorporábamos en los petates, preguntándonos con suprema angustia a quiénes
les tocaría esa noche.
Los que aparentaban estar serenos daban al amigo
más íntimo o al vecino más próximo a su domicilio el encargo de comunicar a su
familia –si por desdicha eran ellos los elegidos en aquella saca- la terrible
noticia y entregarles los recuerdos personales con el poco dinero que llevaban
consigo.
En algunas ocasiones pasaba la lancha de largo. Era
alguna barca pesquera de las próximas playas, que madrugaba para salir a alta
mar con las primeras luces del alba. Pero pocas eran las veces que se
equivocaban. Tenían muy bien sabido el ritmo del trágico motor.
-
Al poco tiempo dejaba de trepidar aquel. Era que la
embarcación había atracado en el muelle. El silencio entonces se hacía
sepulcral. Todos quedábamos –continuaba Pedro- con los ojos abiertos y fijos en
la puerta herméticamente cerrada por fuera. Y enseguida ruido de pisadas en la
escalera. La luz, encendida desde el cuerpo de guardia. Vuelta de llaves,
descorrer de cerrojos y la siniestra silueta del padre Nieto ocupaba por entero
el umbral. Tras él, como obligada cohorte de esbirros, todo el personal
carcelario y cerrando el lúgubre cortejo, la pareja de la Guardia Civil o de
Asalto.
El director –o el jefe de Servicios, en su lugar-
leía una lista que llevaba en la mano. Al oír pronunciados sus nombres, iban
saliendo los infelices que ya podían darse por desplazados del mundo, y de los
cuales se hacían cargo inmediatamente los que les llevaban a morir.
La fúnebre comitiva volvía sobre sus pasos…
Rechinaban nuevamente llaves y cerrojos, se apagaba la luz y, cuando todos
quedaban bajo el imponente silencio de la noche, en la sala se confundían los
sollozos, las maldiciones, las blasfemias y las promesas de justa y cumplida
venganza.
A poco, volvía a oírse el ruido de la motora
alejándose para llevar su humana carga a Vigo, en cuya fortaleza del Castro
–empinada atalaya sobre la incomparable ría-, previas las vulgarísimas
exhortaciones y feroces anatemas del padre Nieto, entre el tableteo de mortífera
descarga, hacían su entrada en la eternidad.
En algunas ocasiones –para acabar antes- se cumplió
la sentencia en el contiguo islote de San Antonio. Allí fue donde aquel hijo
predilecto de San Ignacio señalaba, con su bastón de cojitranco y metiendo la
contera por las heridas abiertas de las víctimas, a los que aún respiraban al
oficial que daba el tiro de gracia.
Diego San Jose
De cárcel en cárcel - Capítulo XXV
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