—¿Qué nueva desventura
en esa de Málaga? Es tonto ocultar la noticia que ya está circulando por todas
partes. La desmoralización es terrible y no hay quien no piense en tener en
regla su pasaporte. Parece que la caída de Almería es inminente.
Me propuse
tranquilizarle, pero más que con la esperanza de conseguirlo con el deseo de
que no adivinase que la noticia que me había dado era absolutamente inédita
para mí. Estaba claro que me suponía perfectamente informado y hasta me pidió
detalles de lo que había sucedido. No llegué a inventarlos, pero confieso que
me hubiera costado muy poco trabajo hacerlo, seguro de no equivocarme
demasiado. Era forzoso: tenía que haber ocurrido lo que en todas partes. La
novedad del caso estaba en la descarada intervención de los italianos, que
comenzaban a actuar en la guerra de España con unidades regulares, motorizadas
en gran parte, y mandos propios. Los italianos, como después se supo, entraron
en Málaga formados y cantando Giovinezza, lo que les ha permitido reivindicar esa
victoria como exclusivamente suya.
Cuando el diálogo con
«Juan de la Encina» se extinguió, intenté conocer más ampliamente la noticia y
el alcance que se concedía a la desgracia. En el Ministerio de Hacienda la
información era muy escasa. Tenían la preocupación de lo que hubiera podido
sucederle al teniente coronel Federico Ángulo, a quien enviaron con un convoy
de camiones a retirar de la plaza, cuya situación se reputaba grave, varias
toneladas de plata.
Estaban sin sus noticias y temían que hubiese sido hecho prisionero. Aparte de
esa noticia, que sentimentalmente también me afecta, no conseguí otra que la de
la traición de Villalba, jefe militar de Málaga, al que ya se le hacía
responsable de la pérdida. En el Ministerio de Marina y Aire, Prieto tenía más
noticias. Me afirmó que la ciudad fue abandonada. Todos los militares se
pusieron a correr, en cuanto sintieron las ametralladoras del adversario y,
durante toda la noche. Málaga no perteneció a nadie. Uno de sus subordinados,
marino, le tuvo durante la noche al corriente de lo que sucedía y él, ante la
imposibilidad de notificárselo a Largo Caballero, que se había retirado a su
domicilio de Alcira, se lo había comunicado a Álvarez del Vayo, con encargo
expreso, por su mayor amistad con el jefe del Gobierno, de que se lo notificase
inmediatamente. ¿Cumplió el encargo? ¿El jefe del Gobierno y ministro de la
Guerra hizo, si lo conoció, algo más que afligirse? El ministro de Marina y
Aire conservó hasta el último momento su comunicación telefónica con Málaga. Su
subordinado le siguió informando de la situación hasta que, persuadido de que
no se proyectaba defensa alguna, necesitó pensar en su propia seguridad. Las
noticias de este hombre no podían ser más pesimistas. La mitad de la población
se había puesto en camino hacia Almería, arrastrando en su impulso a los
propios milicianos, sobre los que nadie se cuidaba de ejercer autoridad. El
coronel Villalba estaba desbordado y no sabía qué hacer ni a qué zona del
frente acudir en remedio. En el supuesto de que hubiese sido capaz de
reflexión, no hubiera descubierto medio que le ayudase a salir del atasco. No
tenía nada ni a nadie. Ni se tenía él mismo. Veamos: Un oficial de enlace llega
a su despacho; le informa que quince tanques avanzan por la carretera de Colmenar.
El oficial precisa:
—Estarán a ocho
kilómetros de la capital. Los soldados, al verlos, tiran los fusiles y huyen a
la Sierra.
El coronel Villalba
sabe todo lo que necesita. Cambia unas palabras con los oficiales de su Estado
Mayor, da órdenes a su ayudante, y se dispone a salir. Se interfiere un
testigo, en el que nadie ha reparado durante la escena anterior, Arthur
Koestler, corresponsal del diario londinense News Chronicle. Villalba le hace,
de mala gana, una declaración sorprendente.
—Todo lo que le puedo
decir es que la situación es seria: pero Málaga se defenderá.
El periodista quisiera
saber dónde va el coronel, cuáles son sus planes. Se lo ha preguntado, sin
obtener respuesta. Se asoma a la ventana y desde allí ve cómo Villalba, con sus
oficiales, monta en automóvil y emprende la fuga, desatendiéndose de la suerte
de la ciudad. ¿Cómo se defenderá Málaga? ¿Quién la defenderá? Sólo la
providencia podía hacerlo. El mismo periodista inglés, corresponsal del News
Cronicle, que visitó nuestros frentes, informa de ellos con profunda tristeza. El
frente de Marbella se reduce a una barricada. A su derecha, los soldados han
comenzado a cavar una trinchera. Como el periodista interrogue al comandante
qué hará cuando se le presenten los carros de asalto del enemigo, la respuesta
del comandante, que se encoge de hombros, es perfecta: «Irme con mis hombres a
la Sierra». ¿Qué otra cosa podía hacer a presencia de las tanquetas italianas?
Su previsión era normal. Lo anormal es que el coronel Villalba hablase del
frente de Marbella como de una línea de defensa valorable militarmente, cuando
no pasaba de ser un retén de milicianos apostados detrás de las piedras de una
barricada. En el llamado frente de Antequera, la fantasía era mayor. «Es el
frente más insensato y el más pintoresco que he podido ver», escribe Koestler.
Nadie ha pensado en destruir la carretera. Se conserva intacta para en caso de
una ofensiva propia. Como la ofensiva es del enemigo, el capitán del sector
juzga que con las fortificaciones laterales habrá suficiente para defender el
avance de la infantería. «¿Y si vienen los carros de asalto?». «En tal caso,
como nada podemos hacer, nos iremos a la Sierra».
En la Sierra es donde
está instalado el observatorio para seguir los movimientos del enemigo. En el
pico del Diablo, un capitán vigila. Un teléfono le une al puesto de mando; pero
en previsión de que el teléfono no funcione en el momento preciso en que se
necesite su servicio, el capitán ha hecho tender una línea más segura: un
cable, al que se ha unido, en el puesto de mando, una campanilla. Este sistema
lo reputan más seguro: saben que cuando el capitán tire el cable, la
campanilla, estremecida, sonará. Todo el defecto es que se producen alarmas
infundadas. Eso no importa. El capitán observador, que es un soldado de
leyenda, asegura al periodista que si llegan los tanques, los tanques serán
destruidos. Tales eran los frentes que defendían Málaga y contra los que Queipo
de Llano, después de madura reflexión, de adquirir el consejo y la colaboración
personal de estrategas italianos, lanza varias columnas, una de ellas
motorizada, y tres cruceros, desde uno de los cuales, el Canarias, sigue
personalmente el curso de las operaciones. «Málaga es la primera victoria en la
que han colaborado los italianos». Estos entran como vanguardia en la plaza;
pero izadas las banderas monárquicas en los edificios, se les ordena
esconderse. No es bueno que el pueblo advierta su presencia. Va a dar comienzo
la operación de «limpieza» y esta corresponde a los españoles, ayudados, a lo
sumo, por los regulares. Ese cuadro trágico es, con pequeños variantes, el
mismo de Badajoz y Toledo.
A la ciudad, medio
derruida por los bombardeos, ennegrecida por el humo de los incendios, le falta
el riego de lágrimas y sangre. Con esos líquidos se hace la limpieza. El drama
de la ciudad es menos sombrío que el drama de la carretera. Sobre la masa
empavorecida que desertó de Málaga, huyendo de las represalias, los aviones de
Franco y los navíos nacionalistas se cubren de oprobio. En vuelos rasantes, las
ametralladoras de los aviones agotaron sus municiones sobre la muchedumbre
desesperada. Madres que se negaban a desprenderse de sus hijos muertos,
perdieron la razón. Otras, creyendo salvarse, se arrojaron al mar, donde
perecieron. La carretera quedó cubierta de cadáveres y moribundos. Los aparatos
repostaban y volvían a su trabajo siniestro. Los buques… «Los rápidos progresos
de todos estos ataques —han escrito dos apologistas de la victoria de Franco:
Brasillach y Bardeche—, determinaron un gran pánico y los fugitivos se
aglomeraron en coches y camiones, ensayando llegar a Almería. La mañana del día
8, la flota nacionalista ancló delante de la Torre del Mar para cerrarles el
camino…». Sus salvas mortíferas hacen carne en una muchedumbre de mujeres,
niños y ancianos, a la que se han mezclado algunos combatientes. El detalle de
esta carnicería renueva el horror de lo ocurrido en la plaza de toros de
Badajoz. La voz de los supervivientes que hacen el relato se rompe en una
congoja sin consuelo. Lloran, no por el luto concreto del padre que perdieron,
o por el hermano que les falta, o por la madre, de la que ignoran qué se hizo, sino
por algo más grande y solemne: por el hundimiento de todos los conceptos
sagrados, por el naufragio de su fe pueril. Los cañones de los navíos y las
ametralladoras de los aviones no los manejaba ninguna deidad hostil y furiosa,
sino hombres igualmente refractarios al dolor que, a su hora, clamarían, con el
mismo acento doloroso, piedad y compasión para sus vidas. ¿En qué excitaba su
cólera aquella doliente caravana? Su persecución implacable quedaba fuera del
marco de la victoria y entraba en el repertorio de la patología sexual. ¿Qué
otra explicación puede arbitrar la inteligencia?
El viajero que haga
camino en esa carretera se seguirá estremeciendo al recuerdo de tanto
sufrimiento y de tanta sangre como empapó. Los gritos de las víctimas, el
balido angustioso de tanta criatura vuelta inocente por miedo a la muerte,
deben estar prendidos a las zarzas de las cunetas y a los arbustos del paisaje.
Todo en él, por mar y tierra, tendrá una terrible resonancia trágica. La
carretera es un calvario de infinitas cruces. Las fantasías de los frentes de
Málaga era fatal que tuviesen un epílogo patético y lo tuvieron. Como en las
tragedias elementales, la voluntad defensiva del hombre no sirvió de nada. Los
cruceros nacionalistas no tuvieron oposición. Cuando consideraron terminada su
obra, a toda máquina, se plantaron en Málaga. Igual hizo la aviación. Al
mediodía del lunes, día ocho de febrero, la ciudad y el puerto son,
oficialmente, del gobierno de Franco.
Julián Zugazagoitia
Guerra y vicisitudes
de los españoles, 1940
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