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2260. Nacimiento, vicisitudes y muerte de la Primera República Española

El 11 de febrero de 1873 se proclama en España la primera República. No triunfa el nuevo régimen merced a una revolución violenta, sino gracias a una pacífica votación parlamentaria.

En efecto, abdicado don Amadeo de Saboya en la noche del 10 de febrero, se reúnen al día siguiente el Senado y el Congreso, constituidos en Asamblea Nacional bajo la presidencia de don Nicolás María Rivero. Y tras aceptar la renuncia del monarca aprueban por 258 votos —a los que en días sucesivos se suman 70 más— contra 32 una proposición presentada por don Francisco Pi y Margall, que reza textualmente: «La Asamblea Nacional resume todos los poderes y declara la República como forma de gobierno de España, dejando a las Cortes Constituyentes la organización de estaforma de gobierno. Se elegirá por nombramiento directo de las Cortes un poder ejecutivo, que será amovible y responsable ante las mismas Cortes.»

La resolución aprobada sorprende y desconcierta a muchos por cuanto en las Cortes — elegidas pocos meses antes— los republicanos no pasan de ser una minoría. Tiene razón indudable Ruiz Zorrilla cuando en plena Asamblea levanta su voz afirmando: «Protesto y protestaré, aunque me quede solo, contra aquellos diputados que habiendo venido al Congreso como monárquicos constitucionales se creen autorizados a tomar una determinación que de la noche a la mañana pueda hacer pasar a la nación de monárquica a republicana.»

A más de un siglo de distancia resulta difícil comprender hoy cómo una Asamblea Nacional en que predominan los elementos monárquicos resuelve proclamar la República. En su decisión influye, indudablemente, el prestigio personal y político de algunas figuras republicanas; pero tanto o más, la situación caótica en que se encuentra el país, arruinado por una guerra cubana que dura ya cinco años y otra carlista que asola las provincias del Norte sin que sea posible pensar —luego del fracaso de don Amadeo— en otra dinastía extranjera y cuando está demasiado reciente el reinado de Isabel II para intentar devolverla el trono, se ha desvanecido la candidatura de Montpensier luego de matar al infante don Enrique y el príncipe Alfonso es aún demasiado joven. La única salida posible es la República, aunque sólo sea para desacreditarla en el futuro en razón del fracaso inevitable que la espera. No puede triunfar y asentarse definituvamente en 1873. Lo saben de sobra tanto los diputados monárquicos que la votan en la Asamblea Nacional como las clases aristocráticas y conservadoras, amén de los militares —entre los cuales el nuevo régimen tienen escasos adeptos— que la reciben en un primer instante sin muestras ostensibles de protesta o resistencia. Dadas las condiciones imperantes en el momento de su proclamación será fatalmente un régimen de corta duración, puente de paso a otras situaciones en las que ya piensan seriamente muchos de los que contribuyeron a la revolución de 1868 y que ahora, sin la dirección certera y la voluntad firme del general Prim, se proponen desandar lo más rápidamente posible el camino recorrido desde entonces.

Es una jugada política hábil, no exenta de riesgos, pero que dará los frutos apetecidos por quienes la idean. Sería un milagro que la República pudiese mejorar la crítica situación económica —consecuencia en buena parte del 68, «el año del hambre» en que las cosechas se perdieron en toda Castilla— teniendo que sostener una guerra en Cuba, otra en el Norte y hacer frente a los excesos y demandas de internacionalistas y federales. Lo lógico es que el nuevo régimen se desangre y desacredite combatiendo a sus propios partidarios y que pronto a los ojos de una mayoría de españoles ansiosos de paz no haya otro camino de salvación que una restauración monárquica.

—De aquí saldremos con la República o muertos —dice con gesto grandilocuente y heroico don Estanislao Figueras arengando a las masas republicanas a las puertas del Congreso. Sale vivo y con la República. Pero el nuevo régimen está muerto en el momento mismo de nacer y lo que en realidad vota la mayoría monárquica de la Asamblea Nacional es el solemne entierro de su cadáver. Las condiciones harto precarias en que nace la República se evidencian en la formación de su primer gobierno en el que, por imposiciones de la mayoría radical de la Asamblea, tienen superioridad los elementos abierta y declaradamente monárquicos. Si se designa a don Estanislao Figueras jefe del poder ejecutivo y con él ocupan puestos ministeriales Castelar, Pi y Margall y don Nicolás Salmerón, continúan en las mismas carteras que desempeñaban durante el reinado de don Amadeo, los señores Echegaray, Becerra, Fernández de Córdoba y Berenguer, aparte de don Francisco Salmerón que, aun simpatizando con la República, no ha dejado de ser monárquico. Y estos cinco caballeros ocupan, precisamente, los ministerios más importantes; es decir los de Hacienda, Guerra, Marina, Fomento y Ultramar. Al constituirse el gobierno se enfrenta con una situación que tiene mucho de desesperada. El déficit del Tesoro alcanza los 546 millones de pesetas —cantidad verdaderamente astronómica hace más de un siglo—; los pagos inmediatos e inaplazables ascienden a 153 millones y las disponibilidades no pasan de 32. Además, el Cuerpo de Artillería ha sido disuelto en el momento en que alcanzan su máxima virulencia las guerras cubana y carlista, para sostener las cuales no hay soldados ni armamentos suficientes, ni menos aun dinero con que alimentar a los primeros y adquirir el segundo. Por otro lado, la nación atraviesa una aguda crisis económica; en los años precedentes ha aumentado el paro forzoso entre los trabajadores agrícolas e incluso entre los industriales de Cataluña y Levante. A la amenaza del desempleo y el hambre, las organizaciones proletarias —la Federación Obrera Regional Española, adherida a la Primera Internacional, aunque ha sido disuelta oficialmente por Sagasta en el reinado de don Amadeo, tiene en este momento federaciones locales con 325 secciones de oficios y muchos miles de afiliados— responden con las huelgas, las marchas y las concentraciones de protesta, así como con la ocupación de las tierras abandonadas.

A todas estas dificultades, que en muchos momentos parecen insuperables, vienen a sumarse sin tardanza otras de carácter político o constitucional. De un lado está la acusación que muchos de sus integrantes lanzan contra la propia Asamblea Nacional de haber violado los artículos 110 y 111 del Código de 1869 a la sazón vigente; de otro, las maniobras de Cristino Martos que, colocado a la cabeza de la Asamblea, pretende luego de eliminar a Rivero, convertirse en árbitro de la situación, provocando crisis como la del 24 de febrero, dificultando las tareas del poder ejecutivo y poniendo toda clase de trabas a la disolución de la Asamblea Nacional y a la inmediata convocatoria de Cortes Constituyentes. No obstante tales obstáculos en las primeras semanas de existencia de la República se aprueban algunas leyes trascendentales. Aparte de una amplia amnistía que alcanza a todos los delitos políticos perpetrados hasta la fecha de su promulgación, se aprueba otra que establece la igualdad de todos los españoles en el servicio militar de la nación —aboliendo la llamada redención a metálico—, y sobre todo la desaparición de la esclavitud, decretada por la Asamblea el 22 de marzo de 1873. Se trata de un proyecto presentado por Ruiz Zorrilla en el último parlamento monárquico, pero cuya aprobación impidieron las maniobras de los negreros —y la palabra negrero tiene en este caso concreto su exacto y pristino significado de negociantes en carne humana. (A cualquier persona de mediana sensibilidad podrá parecer increible, pero es un hecho incuestionable que hasta hace poco más de un siglo la esclavitud tiene forma y estado legal en España y existencia efectiva, dolorosa y deprimente en las provincias ultramarinas que entonces dependen de la soberanía española. Un hecho vergonzoso y anticristiano al que pone término Castelar con un discurso grandilocuente: «¡Levantaos, esclavos, porque teneis Patria!».)

Disuelta la Asamblea Nacional y convocadas Cortes Constituyentes, hay una comisión permanente de diputados pertenecientes a la primera que ejerce funciones fiscalizadoras y críticas del poder ejecutivo hasta tanto se reúna la nueva Cámara. Como en el caso del primer gobierno de la República en esta Comisión o Diputación permanente existe una mayoría monárquica integrada por catorce radicales, un demócrata, dos alfonsinos —Esteban Collantes y Salaverría— y únicamente cinco federales, a los que se unen otros nueve representantes de la presidencia y vicepresidencia de la disuelta Asamblea.

Como consecuencia de ello, apenas transcurridos dos meses y medio de la proclamación de la República, se intenta ya, con acuerdo o complicidad de buena parte de los miembros de la Comisión, un golpe de estado para derribar al régimen. Mientras en el edificio del Congreso los miembros monárquicos de la Permanente atacan a fondo al poder ejecutivo, se reúnen en el palacio del duque de la Torre numerosos elementos civiles y militares. Entre ellos se encuentran, aparte del propio Serrano y del almirante Topete, los generales Marqués del Duero, Ros de Olano, Caballero de Rodas, Balmaseda, Letona y Baldrich. Al mismo tiempo y para intervenir violentamente en caso preciso, un batallón de la Milicia Monárquica — organizada durante el reinado de don Amadeo— toma posiciones en el Paseo del Prado y cuatro mil voluntarios más, perfectamente armados, se concentran en la plaza de la Independencia con el pretexto de pasar revista. Enterado de lo que sucede el gobernador civil de Madrid moviliza algunas fuerzas de la Guardia civil. El ministro de la Guerra, por su parte, tras nombrar capitán general de Madrid a don Baltasar Hidalgo, ordena que el brigadier Carmona con un batallón de infantería y algunas unidades de artillería y caballería, marche sobre los milicianos realistas. El golpe de estado preparado para el 23 de abril de 1873 fracasa apenas iniciado y el gobierno disuelve la Comisión Permanente del Congreso y los batallones que participan en la conjura.

A esta primera tentativa para acabar con la República apenas establecida no tardan en suceder otras muchas de los más diversos tipos y orígenes, sin olvidar en ningún momento las guerras heredadas del régimen anterior y que el nuevo no está en condiciones de resolver en los pocos meses que tiene de vida. Contra lo que se ha repetido hasta lograr convertirlo en tópico —tan falto de fundamento serio como la mayoría de los tópicos— a los políticos republicanos no les falta ni claridad de visión ni energía para llevar a feliz término sus proyectos. Desde la presidencia de las Constituyentes, Salmerón declara que «la Monarquía cayó porque era un régimen de pocos y nosotros tenemos que hacer una República para todos». Castelar la define como «no de escuela o partido, sino una República nacional, ajustada por su flexibilidad a las circunstancias; transigente con las creencias y costumbres que encuentre a su alrededor; sensata para no alarmar a ninguna clase y fuerte para realizar todas las reformas necesarias».

No queda todo esto en vanas manifestaciones teóricas. Lo prueba el propio Castelar cuando, luchando contra todas las dificultades imaginables, recluta en pocas semanas un ejército de ochenta mil hombres, armados y municionados gracias al ministro de Hacienda, Pedregal, que logra proporcionar para ello más de cien millones de pesetas. «Aquellos 80.000 hombres —afirma Morayta— según el testimonio de autoridades militares muy respetables y no afiliadas por cierto al partido republicano, habrían bastado, a no tomar las cosas al sesgo que tomaron, para concluir con los carlistas en unos cuantos meses». En cualquier caso, esta llamada «quinta de Castelar» resulta suficiente para que antes de concluir 1873 hayan desaparecido todos los cantones —con excepción del de Cartagena que todavía resiste un par de semanas más— se restablezca la disciplina en el Ejército y tengan que retroceder, batidos los partidarios de don Carlos.

También en el aspecto internacional prueban estos políticos su capacidad y energía. Siendo capitán general de Cuba con Joaquín Jovellar, los españoles apresan un buque calificado de pirata, el «Virginius», cuyos tripulantes, norteamericanos en su mayor parte, son fusilados tras el correspondiente consejo de guerra. (Es, desde luego, un incidente más grave del que será veinticinco años después la explosión a bordo del acorazado «Maine». Pero a las protestas americanas se contesta por parte del ministro de Estado, Carvajal, con tanta habilidad, inteligencia y firmeza, que el incidente queda zanjado sin ulteriores consecuencias.)

Si la República dura menos de once meses no cabe achacarlo a la falta de preparación, integridad o inteligencia de sus elementos rectores, sino a las circunstancias excepcionales porque atraviesa el país y muy especialmente a la inexistencia de las grandes masas populares que puedan sustentarla. Ya hemos señalado que esta primera República se proclama por una Asamblea Nacional donde los monárquicos están en abrumadora mayoría; también esa preponderancia se mantiene tanto en el primer gobierno del régimen como en la Diputación Permanente que sigue rigiendo hasta al fracasado golpe de estado del 23 de abril. Si en las Cortes Constituyentes, que se reúnen el de junio, los republicanos de las diversas tendencias ocupan las nueve décimas partes de los escaños, el hecho obedece a que tanto los radicales de Ruiz Zorrilla, como los constitucionales de Sagasta, los unionistas que antaño siguieron a O'Donnell y ahora se agrupan detrás del general Serrano y los alfonsinos acaudillados por Cánovas se abstienen de concurrir a las elecciones para entregarse con mayores bríos al trabajo conspirativo contra el régimen.

Teóricamente los republicanos pueden contar con el apoyo, no sólo de una parte considerable de la clase media, sino de la totalidad del proletariado. Sin embargo, la realidad no corresponde a estas esperanzas. Los trabajadores acogen con simpatía la República que significa un paso hacia adelante, pero que no constituye ya su meta de llegada. Conforme un diputado demócrata —republicano— dice en 1854, a los pueblos no les bastan los derechos políticos; quieren los sociales, que, aparte del salvaguardar su dignidad, les aseguren la subsistencia.

Salmerón expresa las mismas ideas hablando en las Constituyentes al afirmar que «la clase media apoyó a la Monarquía constitucional interesada en mantener las instituciones liberales como garantía de la desamortización». Para atraerse al proletariado, la República debe servir también sus anhelos económicos. Por desgracia, si ha extendido hasta los trabajadores el derecho político, «no ha hecho que el derecho político sirva de garantía a ningún interés social».

En el fondo de los movimientos cantonales late una fuerte protesta social que desborda elmarco de los problemas simplemente políticos y de los conceptos unitario y federalista de la República. Basta advertir, para comprenderlo, que en el cantón de Cádiz desempeña el papel fundamental Fermín Salvochea y que tanto Antoñete Gálvez como otros de los dirigentes del de Cartagena están fuertemente influidos por las ideas libertarias. En cuanto a la rebelión que tiene Alcoy por escenario, todo el mundo sabe que en esta ciudad alicantina tiene en estos momentos su primordial centro de acción.

Tras un período de suspensión de sesiones las Cortes Constituyentes vuelven a reunirse el 2 de enero de 1874. Se. pone a discusión la política seguida por Castelar durante los últimos meses y numerosos diputados le critican duramente que haya consagrado lo mejor de sus energías, no a destrozar a los enemigos directos del régimen que conspiran con toda impunidad sino a los federales que, interpretando a su manera la proclamación de la República Democrática Federal hecha por las propias Cortes Constituyentes, han podido excederse en sus entusiasmos. Castelar se defiende con habilidad y elocuencia. Cuando Rafael María de Labra le pregunta por qué no imita a don Amadeo de Saboya, marchándose antes de emplear la fuerza contra los mismos republicanos, contesta:

«Al monarca no le interesaba tanto España como a mí; él podía irse a otra tierra donde encontraría los huesos de sus padres; pero yo tengo que quedarme aquí, a morir si es preciso, para que no perezca en nuestras manos, en manos de los republicanos, la salud y la integridad de la Patria.»

Como Castelar desea no muere la patria en manos de los republicanos; es simplemente el régimen republicano el que perece a las pocas horas de pronunciar dichas frases el gran tributo. En efecto, aún están reunidas las Cortes en las primeras horas de la mañana del 3 de enero cuando irrumpen en el Congreso los soldados del general Pavía, capitán general de Madrid. con orden tajante de disolver el Parlamento incluso a tiros. Suenan unas descargas en los pasillos y en el mismo salón de sesiones y los diputados son expulsados a la fuerza. (Es prácticamente la muerte de la República, a manos de un general que muchos creen republicano y que sólo unas horas antes, hablando personalmente con Castelar, ha empeñado su palabra de honor de que «jamás, jamás» se sublevará.)

Ni entonces ni ahora están nada claras las razones que impulsan al. general Pavía. No faltan quienes suponen que actúa de acuerdo con Castelar —insinuación que éste rechaza con airada indignación— para sostener el gobierno a punto de ser derrotado —lo ha sido, en realidad, cuando intervienen las tropas— en las Cortes Constituyentes. Parece apoyar dicha especie que pocas horas después de haber desalojado los soldados el Congreso, un ayudante de Pavía busca a Castelar para pedirle que continúe en el poder, ofrecimiento que rechaza el tribuno republicano con una declaración tajante de ofendida dignididad:

«De la demagogia —dice— me separa mi conciencia; de la situación que acaban de plantear las bayonetas mi conciencia y mi honra.»

Tras el golpe de Pavía se constituye un poder ejecutivo que preside el general Serrano. ¿Con qué finalidad y significación? Tarda veintidós días en aclararlo de una manera oficial pero, según consta en la «Gaceta» del 25 de enero de 1874, se propone «mantener la Constitución de 1869, con la supresión del artículo borrado al abdicar don Amadeo de Saboya; conservar en la organización de los poderes la forma a la sazón establecida y recoger la dictadura votada al Ministerio Castelar, del cual se declara sucesor». Al mismo tiempo, publica un decreto disolviendo las Cortes de 1873, añadiéndole una coletilla asegurando que «el gobierno de la República convocará Cortes ordinarias tan luego como pueda funcionar el sufragio universal».

Oficialmente sigue en pie la República; en la práctica se trata de una ficción legal, de un régimen interino para dar paso a otro que no tenga el menor parecido con el derribado por el golpe de fuerza del 3 de enero. En efecto, ni en el gobierno presidido por Serrano, ni en los otros dos que bajo su tutela encabezan posteriormente Zabala y Sagasta participa ningún republicano conocido y sí varios destacados monárquicos. Es ya un régimen monárquico, aunque todavía falte por decidir la persona que ha de sentarse en el trono.

Pero esto también es un poco ficticio. Dadas las circunstancias, con la tercera guerra carlista en marcada curva descendente, no existe más que un candidato: Alfonso de Borbón y Borbón en quien su madre, Isabel II, ha abdicado sus derechos a la Corona. Investido de plenos poderes por la madre y el hijo, Cánovas puede hacer triunfar la Restauración sin ninguna dificultad en los meses que siguel al golpe de Pavía, aceptando cualquiera de los múltiples ofrecimientos de generales dispuestos a pronunciarse en favor del futuro Alfonso XII. El político conservador los rechaza todos porque prefiere que el nuevo rey no acceda al trono por medio de una sublevación militar, sino proclamado legalmente por unas Cortes que representen más o menos directamente la voluntad nacional.

Todo lo tiene perfectamente preparado en este sentido, contando con la aprobación y beneplácito de varios ministros —incluso del propio duque de la Torre, jefe indiscutido del régimen tradicional— cuando el 29 de diciembre de 1874 el general Martínez Campos, puesto al frente de la brigada que manda el general Dabán, se pronuncia a un kilómetro de Sagunto en favor de Alfonso XII, restaurando la monarquía borbónica. Aunque sorprendido por el pronunciamiento, ya que espera que la restauración sea obra de las primeras Cortes que se convoquen, el gobierno que preside don Práxedes Mateo Sagasta —que ya ha sido ministro y presidente del Consejo con Prim y Amadeo de Saboya y volverá a serlo con Alfonso XII, la Regencia de doña María Cristina e incluso Alfonso XIII— no piensa oponerse seriamente a la intentona, pero procura salvar las apariencias. Ni siquiera esto consigue por cuanto en la noche del 30 de diciembre basta que don Fernando Primo de Rivera, capitán general de Madrid, se presente en el Palacio de Buenavista donde se encuentran reunidos los ministros, para que los gobernantes nominales le entreguen sumisamente un poder que en ningún momento se esfuerzan por defender.


Eduardo de Guzmán





2 comentarios:

  1. Gracias por tan interesante articulo sobre la Primera República que, casi todos los españoles, desconocemos.
    Salvando las distancias y el tiempo, me ha dado la impresión, de encontrar cierta similitud con la reciente transición para legalizar la monarquía constitucional. Parece que siempre repetimos la misma historia con los mismos personajes.

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    1. Siempre se repite la historia, sólo cambian los personajes.

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