En la pancarta: "Sobre las ruinas del marxismo edificaremos la nueva España. ¡Arriba España!" |
La simple exposición de estos ejemplos ofrecidos desordenadamente, basta para mostrar, también en la esfera de la vida pública, que no todos los recuerdos del pasado son igualmente admirables; cualquiera que alimente el espíritu de venganza o de desquite suscita, en todos los casos, ciertas reservas. Es legítimo preferir el gesto del presidente polaco Lech Walesa de invitar a los representantes de los gobiernos alemán y ruso para conmemorar el aniversario cincuenta de la insurrección de Varsovia: «El tiempo de la división y de la confrontación ha llegado a su fin». Por tanto, la pregunta que debemos hacernos es: ¿existe un modo para distinguir de antemano los buenos y los malos usos del pasado? O, si nos remitimos a la constitución de la memoria a través de la conservación y, al mismo tiempo, la selección de informaciones, ¿cómo definir los criterios que nos permitan hacer una buena selección? ¿O tenemos que afirmar que tales cuestiones no pueden recibir una respuesta racional, debiendo contentarnos con suspirar por la desaparición de una tradición colectiva que nos somete y que se encarga de seleccionar unos hechos y rechazar otros, y resignándonos por consiguiente a la infinita diversidad de los casos particulares?
Una
manera —que practicamos cotidianamente— de distinguir los buenos usos de los
abusos consiste en preguntarnos sobre sus resultados y sopesar el bien y el mal
de los actos que se pretenden fundados sobre la memoria del pasado:
prefiriendo, por ejemplo, la paz a la guerra. Pero también se puede, y es la
hipótesis que yo quisiera explorar ahora, fundar la crítica de los usos de la
memoria en una distinción entre diversas formas de
reminiscencia. El acontecimiento recuperado puede ser leído de manera literal o
de manera ejemplar. Por un lado, ese suceso —supongamos que un
segmento doloroso de mi pasado o del grupo al que pertenezco— es preservado en
su literalidad (lo que no significa su verdad), permaneciendo intransitivo y no
conduciendo más allá de sí mismo. En tal caso, las asociaciones que se implantan
sobre él se sitúan en directa contigüedad: subrayo las causas y las
consecuencias de ese acto, descubro a todas las personas que puedan estar
vinculadas al autor inicial de mi sufrimiento y las acoso a su vez,
estableciendo además una continuidad entre el ser que fui y el que soy ahora, o
el pasado y el presente de mi pueblo, y extiendo las consecuencias del trauma
inicial a todos los instantes de la existencia.
O
bien, sin negar la propia singularidad del suceso, decido utilizarlo, una vez
recuperado, como una manifestación entre otras de una categoría más general, y
me sirvo de él como de un modelo para comprender situaciones nuevas, con
agentes diferentes. La operación es doble: por una parte, como en un trabajo de
psicoanálisis o un duelo, neutralizo el dolor causado por el recuerdo,
controlándolo y marginándolo; pero, por otra parte —y es entonces cuando
nuestra conducta deja de ser privada y entra en la esfera pública—, abro ese
recuerdo a la analogía y a la generalización, construyo un exemplun y
extraigo una lección. El pasado se convierte por tanto en principio de acción
para el presente. En este caso, las asociaciones que acuden a mi mente dependen
de la semejanza y no de la contigüedad, y más que asegurar mi propia identidad,
intento buscar explicación a mis analogías. Se podrá decir entonces, en una
primera aproximación, que la memoria literal, sobre todo si es llevada al
extremo, es portadora de riesgos, mientras que la memoria ejemplar es
potencialmente liberadora. Cualquier lección no es, por supuesto, buena; sin
embargo, todas ellas pueden ser evaluadas con ayuda de los criterios
universales y racionales que sostienen el diálogo entre personas, lo que no es
el caso de los recuerdos literales e intransitivos, incomparables entre sí. El
uso literal, que convierte en insuperable el viejo acontecimiento, desemboca a
fin de cuentas en el sometimiento del presente al pasado. El uso ejemplar, por
el contrario, permite utilizar el pasado con vistas al presente, aprovechar las
lecciones de las injusticias sufridas para luchar contra las que se producen
hoy día, y separarse del yo para ir hacia el otro. He hablado de dos formas de
memoria porque en todo momento conservamos una parte del pasado. Pero la
costumbre general tendería más bien a denominarlas con dos términos distintos
que serían, para la memoria literal, memoria a secas, y, para la memoria
ejemplar, justicia. La justicia nace ciertamente de la generalización de la
acusación particular, y es por ello que se encarna en la ley impersonal, administrada
por un juez anónimo y llevada a la práctica por unos jurados que desconocen
tanto a la persona del acusado como a la del acusador. Por supuesto que las
víctimas sufren al verse reducidas a no ser más que una manifestación entre
otras del mismo signo, mientras que la historia que les ha ocurrido es
absolutamente única, y pueden, como a menudo hacen los padres de niños violados
o asesinados, lamentar que los criminales escapen la pena capital, la pena de
muerte. Pero la justicia tiene ese precio, y no es por casualidad que no puede
ser administrada por quienes hayan sufrido el daño: es la «desindividuación»,
si así se puede llamar, lo que permite el advenimiento de la ley.
El
individuo que no consigue completar el llamado período de duelo, que no logra
admitir la realidad de su pérdida desligándose del doloroso impacto emocional
que ha sufrido, que sigue viviendo su pasado en vez de integrarlo en el
presente, y que está dominado por el recuerdo sin poder controlarlo (y es, con
distintos grados, el caso de todos aquellos que han vivido en los campos de la
muerte) es un individuo al que evidentemente hay que compadecer y ayudar:
involuntariamente, se condena a sí mismo a la angustia sin remedio, cuando no a
la locura. El grupo que no consigue desligarse de la conmemoración obsesiva del
pasado, tanto más difícil de olvidar cuanto más doloroso, o aquellos que, en el
seno de su grupo, incitan a éste a vivir de ese modo, merecen menos
consideración: en este caso, el pasado sirve para reprimir el presente, y esta
represión no es menos peligrosa que la anterior. Sin duda, todos tienen derecho
a recuperar su pasado, pero no hay razón para erigir un culto a la memoria por
la memoria; sacralizar la memoria es otro modo de hacerla estéril. Una vez
restablecido el pasado, la pregunta debe ser: ¿para qué puede servir, y con qué
fin?
Tzvetan
Todorov
Los abusos de la memoria, 1995
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