Madrid, 11 de abril
El domingo, a dos kilómetros del frente, el
estruendo llegaba como un ronco carraspeo desde la colina del otro lado,
cuajada de pinos verdes, y solo un jirón de humo gris marcaba la posición de la
batería enemiga. De pronto irrumpió el estridente sonido, como si se rasgara
una bala de seda. Todo iba dirigido hacia el centro de la ciudad, así que allí
no preocupaba a nadie.
En la ciudad, sin embargo, cuyas calles rebosaban de gentío
dominguero, las granadas caían con el súbito destello de un cortocircuito,
seguido del fuerte estallido del polvo de granito. Durante la mañana cayeron
veintidós granadas sobre Madrid. Mataron a una anciana que volvía del mercado,
lanzándola como un montón de ropa negra del que se separó de repente una pierna
que voló hasta chocar contra la pared de una casa contigua. Mataron en otra
plaza a tres personas que yacieron como sendos fardos de ropa vieja entre el
polvo y los escombros donde los fragmentos de la «155» habían estallado contra
el bordillo. Un coche que se acercaba por una calle se paró de pronto, viró bruscamente después del brillante destello y del estruendo, y el
conductor salió despedido con el cuero cabelludo colgando sobre los ojos y se
quedó sentado en la acera con la mano contra la cara, mientras la sangre le
resbalaba hasta el mentón con un brillo suave. Uno de los edificios más altos
fue acertado tres veces. Bombardearlo es legítimo porque se trata de un
conocido medio de comunicación y un punto sobresaliente, pero el bombardeo que
atraviesa las calles buscando a los paseantes domingueros no era militar.
Cuando hubo pasado, volví a nuestro puesto de observación en una
casa ruinosa, solo a diez minutos a pie, y observé el tercer día de la batalla en que las fuerzas del
gobierno intentan completar un movimiento envolvente para cortar el cuello de
la cuña rebelde, introducida en Madrid el pasado noviembre. El vértice de esta
cuña es el hospital Clínico de la Ciudad Universitaria y si el gobierno puede
completar el movimiento de pinza desde la carretera de Extremadura hasta la de
La Coruña, toda esta cuña quedaría cortada.
Una colina con una iglesia en ruinas —convertida en ruinas ante
nuestros ojos hace dos días por racimos de granadas— es ahora tres paredes sin
techo. Dos grandes casas en la colina de abajo y tres casas más pequeñas a su izquierda, todas fortificadas
por las fuerzas rebeldes, detienen el avance del gobierno. Ayer observé un
ataque contra estas posiciones durante el cual los tanques del gobierno,
avanzando como mortíferos escarabajos inteligentes, destruyeron puestos de
ametralladoras en la densa maleza verde, mientras la artillería del gobierno
bombardeaba los edificios y las trincheras enemigas. Observamos hasta que
oscureció, pero la infantería no avanzó para asaltar estos puntos de
resistencia.
Hoy, sin embargo, tras quince minutos de intenso fuego de
artillería que ha dado una y otra vez directamente en el blanco, envolviendo las cinco casas en una nube ondeante de
polvo blancuzco y anaranjado, he observado el ataque de la infantería. Los
hombres yacían detrás de una línea blanquecina de trincheras recién cavadas. De
repente uno ha echado a correr desde el fondo, muy agachado; media docena lo ha
seguido y he visto caer a uno. Entonces cuatro de ellos han vuelto y, agachados
como hombres que caminasen por un muelle bajo una lluvia torrencial la línea
irregular ha ido avanzando. Algunos se han desplomado para ponerse a cubierto.
Otros se han dejado caer de repente para permanecer como parte de la vista, un
punto azul oscuro en el campo pardo. Luego han llegado a la maleza y se han perdido de
vista, y los tanques han avanzado, disparando contra las ventanas de las casas.
Bajo una carretera hundida se ha elevado de pronto una llama,
quemando algo que se ha vuelto amarillo y ha despedido un humo negro y
grasiento. Ha ardido durante cuarenta minutos fuera de la vista, mientras la
llama crecía, languidecía y volvía a crecer de repente, y al final ha habido
una explosión. Probablemente era un tanque. Uno no podía ver ni estar seguro
porque estaba debajo de la carretera, pero otros tanques han pasado por su lado
y, torciendo a la derecha, han continuado disparando a las casas y a los puestos de ametralladoras entre los
árboles. Uno tras otro, los hombres han pasado de largo la llama, corriendo por
la ladera en dirección al bosque y muy cerca de las casas.
El fuego de ametralladora y rifle producía en el aire un murmullo
sólido y crepitante y entonces hemos visto acercarse otro tanque seguido de una
sombra móvil que, vista con los gemelos, ha resultado ser un sólido
cuadrilátero de hombres. Se ha detenido, ha vacilado y ha torcido hacia la
derecha, donde los otros soldados de infantería habían corrido agachados uno
tras otro y habíamos visto caer a dos de ellos. Se ha internado en el bosque y perdido de vista con sus
seguidores intactos.
Entonces ha vuelto el fuego graneado y hemos esperado el ataque
mientras la luz se extinguía y con los gemelos solo podía verse el yeso
convertido en humo de las casas donde explotaban las granadas. Las tropas del
gobierno estaban a cincuenta metros de las casas cuando ya era demasiado oscuro
para ver. El resultado de la ofensiva destinada a liberar a Madrid de la
presión fascista depende de los resultados de la acción de esta noche y de
mañana.
Ernest Hemingway
Despachos de la Guerra civil española (1937-1938)
No hay comentarios:
Publicar un comentario