El ejército fascista alemán alargaba hacia Moscú sus
tentáculos de negro pulpo sin sospechar la derrota que le esperaba. El avanzado
otoño se había vestido ya de nieve. Los esbeltos álamos habían perdido sus
hojas doradas. En las casas de las aldeas el humo del fuego se perdía en los
grises tonos de la atmósfera.
Frente
del Este. Una tarde, Anatolio Ivánovich, intrépido piloto de aviación, Héroe de
la Unión Soviética, condecorado con la Orden de Lenin y la de la Bandera Roja,
tuvo que realizar una misión urgente en Moscú. Ya cumplida, regresaba de nuevo
al frente, en una moto con sidecar. En medio del camino se estropeó la máquina.
Era casi de noche, y mientras el mecánico conductor buscaba ayuda para
repararla en la base de tractores de
un koljós próximo, Anatolio Ivánovich entró a resguardarse del frío en una casa
próxima a la carretera.
La
presencia del héroe produjo una viva curiosidad entre los habitantes de la
casa. Estaba encendido el samovar y le obsequiaron con té caliente y barankis.
La noticia corrió pronto por las casas de los alrededores, y al poco tiempo
hacía compañía de honor al héroe un grupo de más de veinte campesinos, sin
contar los muchachos, que eran muchos. En seguida se estableció entre todos
una franca cordialidad. Anatolio Ivánovich, como todo gran hombre soviético,
era sencillo, franco, accesible, sin orgullo alguno, sin presunción. Empezó a
hablar familiarmente, y todos le rodearon, los niños en primera fila, casi
abrazados a él. Habló de la guerra, del fascismo, de los deberes patrióticos
del hombre soviético, de las atrocidades que cometían los alemanes. Contó
episodios del frente, heroicidades de la aviación soviética.
Aquella
tarde la moto no pudo ser reparada, y Anatolio Ivánovich y su compañero tuvieron que hacer noche en
La acogedora casa de los campesinos. Después de cenar volvió a organizarse la
tertulia, aumentada por algunos dirigentes del koljós, que llegaron a saludar
al héroe. En la caliente atmósfera de la habitación, papirosi tras papirosi,
Anatolio Ivánovich seguía contando interesantes episodios que todos escuchaban
con vivo interés.
El tiempo iba avanzando. Ya en declive la velada, hubo un
momento de silencio, como precursor de las «buenas noches» y la dispersión de
los concurrentes. Anatolio Ivánovich tenía una cicatriz en la cara, que uno de
los niños abrazados a él señaló con el dedo. Entonces, Nicolás Petrovich, el
dueño de la casa, dijo:
—Esa cicatriz, camarada Anatolio Ivánovich, también debe
tener su historia interesante. Usted no nos ha hablado nada de ella.
Entonces Anatolio Ivánovich perdió en la lejanía del recuerdo
La mirada tranquila de sus ojos azules, y contestó:
—Sí, es un pequeño arañazo en el aire.
—Lo más natural en un aviador es que fuese en el aire
—intervino el mecánico.
—Pero en el aire... ¡de Madrid! —recalcó Anatolio, consciente
de la curiosidad que la palabra iba a producir.
Así fue. Se animaron todos los rostros, se produjo una viva
expectación, se hizo absoluto silencio, y Anatolio Ivánovich tuvo que contar,
con pormenores, la historia de aquel arañazo.
*
Anatolio y Mischa eran dos amigos íntimos. Anatolio
tenía dos años más que Mischa —diez y siete éste, y diez y nueve aquél— y era
más fuerte, más enérgico de carácter, motivo por el cual se consideraba
protector de Mischa, que además no tenía padres. Los dos amigos, aficionados a
la mecánica y a la aviación, habían hecho prácticas de
planeadores y ahora estudiaban en una escuela de pilotos.
Era el verano de 1936. Allá en un país lejano, en España, el
fascismo monstruoso se revolvía y se ensañaba contra un pueblo que sólo quería
vivir libre y tranquilo. Los acontecimientos agitaban el aire en codas las
direcciones del mundo. ¿Vencería el fascismo agresor y bárbaro? ¿Vencería el
noble pueblo español? La pasión de la contienda, como el ulular de un fuerte
viento, pasaba por los umbrales de la conciencia de todos los hombres y la
agitaba.
«Diez
mil obreros asesinados en Sevilla...» «Las hordas fascistas entran en Badajoz y
los republicanos son lidiados en la Plaza de toros...» «Alemania e Italia
intervienen en la guerra...» «Los fascistas avanzan por Talavera hacia
Madrid...» «¡Madrid atacado...!» «¡Madrid en peligro...!» «¡Madrid en
peligro...!» «¡Madrid...!» «¡Madrid...!».
Todas las mañanas, camino de la escuda de aviación que estaba
algo distante, Anatolío y Míscha hablaban del fascismo, de los acontecimientos
de España, del pueblo heroico que se defendía. Una de esas mañanas, en el claro
verano, atravesando un bosque espeso, alegre de pájaros y de luz de amanecer,
Anatolío echó un brazo sobre los hombros de su amigo Mischa y le habló
confidencialmente
—Hace días, Mischa, que vengo soñando con España, ¡España!
¡España...! Ir allí, a luchar contra el fascismo, a defender Madrid, a ayudar
al pueblo español... ¡He aquí lo que me gustaría hacer, he aquí que de buena
gana hoy mismo emprendería el viaje!
Mischa le miró sonriente y contestó resuelto:
—¡Vamos los dos juntos! ¿Quieres? ¡Gran idea! ¿Qué otra cosa
podemos hacer mejor? ¡Convenido! Ni una palabra más. ¡Hagamos las gestiones
para la marcha!
Y se dieron la mano, como dos corazones que firman un
convenio generoso.
Parecida
escena se desarrollaba aquí y allá, en este país y en el otro, en esta y en
aquella parte del mundo, entre los sencillos grandes hombres, todo corazón y sensibilidad humana y sentimiento de
solidaridad, que por defender la noble lucha de un pueblo lejano dejaban la
paz, los hogares, las familias, los amigos, y emprendían un largo viaje de
clandestinas peripecias, muchos en busca de la muerte que les esperaba bajo la
tierra de los campos españoles. ¡Eran los hombres de las gloriosas Brigadas
Internacionales!
Anatolio y Mischa fueron a España, realizaron su generoso sueño.
El aire de Madrid, que es transparente y claro como el
cristal, tenía un turbio enrarecimiento. El fascismo acosaba la ciudad por
tierra y por aire. El pueblo, con su entusiasmo patriótico, había formado
alrededor de la ciudad murallas de entusiasmo que el fascismo no podía cruzar.
Pero esas murallas no subían al cielo. Los caminos del aire estaban libres para
el fascismo, para la destructora aviación alemana, que pretendía romper desde
lo alto el cerco que no podían franquear desde la tierra.
—¡Aviación! ¡Aviación!
Las sirenas alzaban su voz de peligro. Los aviones alemanes
de bombardeos sin enemigo que les detuviera, venían por el claro cielo de
Madrid, roncando como monstruos.
—¡Las «pavas»! ¡Ya están ahí las «pavas»! —decía la gente.
Y algún gracioso prevenía al que miraba hacia el cielo:
—¡Ten cuidado, no se estrelle en tu misma boca uno de los
huevos que sueltan esas «pavas»!
Lo que soltaban los fascistas aviones alemanes eran bombas y
bombas. Pero el pueblo de Madrid no se amedrentaba, por muchos que fuesen sus
sufrimientos. Por las calles se oía cantar:
Con las bombas que tiran,
con las bombas que tiran,
con las bombas que tiran, mamita mía,
los aviones,
los aviones,
se hacen las madrileñas,
se hacen las madrileñas,
se hacen las madrileñas, mamita mía,
tirabuzones,
tirabuzones.
con las bombas que tiran, mamita mía,
los aviones,
los aviones,
se hacen las madrileñas,
se hacen las madrileñas,
se hacen las madrileñas, mamita mía,
tirabuzones,
tirabuzones.
Y un día, los madrileños, que tienen fama de ser curiosos,
desafiando el peligro se estacionaron en las calles para presenciar por primera
vez en su vida una batalla en el aire.
—¡Los «chatos»! ¡Los «chatos»! —gritaban con algarabía
jubilosa.
—¡Anda
tú, «chato», límpiale el moco a esa «pava»!
—¡Otra «pava» al horno! —gritaban cuando algún avión alemán
caía incendiado.
Era la nueva aviación de caza republicana que por primera vez
salía al combate, salía a defender Madrid, a enfrentarse con la invasora
aviación alemana.
El
júbilo de la gente era debido a la
victoria. Los aviones alemanes caían, muchos de ellos incendiados. El aire de
Madrid, alegre de victoria, se volvía otra vez más transparente, azul. Desde
abajo, el pueblo aplaudía lleno de gozo.
Dos
de los intrépidos aviadores de la victoria eran Anatolío y Mischa. Cuando
descendieron en el aeródromo, al encontrarse y marchar
juntos, los dos amigos se abrazaron, también gozosos como todo el pueblo.
—¡Qué alegría, Mischa, la de derrotar a la criminal aviación
del fascismo!
—Yo he derribado cinco aviones —refirió Mischa contento.
—Yo
otros tantos, cuando menos. Pero el famoso «halcón» se nos ha escapado —aludió
a un avión ya sobreentendido.
El comienzo de la historia de este avión fascista es poco más
o menos así.
Un día apareció en el campo de aviación republicana un sobre,
no se sabe si arrojado desde el aire o llevado por un espía. El sobre estaba
escrito así:
Dentro del sobre venía una carta jactanciosa, con
altisonantes frases como es costumbre en la literatura fascista, hablando del
valor, del desprecio a la muerte, de la invencible aviación nacionalista. En
realidad la carta era un reto de desafío, con pretensiones caballerescas» de un
anónimo aviador que se denominaba «Halcón de la muerte» y que su aparato se
distinguía, según confesaba, por una calavera que llevaba pintada en el
fuselaje. La carta se recibió como una broma, sin darle importancia, Pero pocos
días después los aviadores republicanos vieron, en efecto, al avión con el
signo distintivo de la calavera.
Los combates sobre la ciudad
eran cada vez más intensos, y la
aviación fascista y la aviación republicana mantenían una encarnizada lucha por
el dominio del aire de Madrid, En estos combates morían muchos aviadores
fascistas alemanes, pero también
caían aviadores republicanos.
Durante este
tiempo de fuertes luchas, el «Halcón de la muerte» se dio a conocer por sus
«hazañas». Se sabía el nombre del piloto. Era el capitán aviador alemán Muller,
un criminal que se distinguía entre los criminales, y esto es ya un honorable
mérito para el fascismo. Sus «hazañas» consistían, primero en eludir todo
combare, y después dedicarse traidoramente a ametrallar a los aviadores que,
inutilizado su aparato en el combate, descendían en el paracaídas.
Los
aviadores republicanos tenían ganas de cazar a este «caballeresco fascista»,
pero él jamás presentaba combate y solía llegar al final, cuando los cazas,
agotada la esencia, ya no estaban en el aire. Sólo por jactancia se denominaba
halcón. Era más bien un cuervo. ¡El cuervo de la muerte!
En uno de los combates fue
tocado el avión de Mischa y éste tuvo que tirarse en el paracaídas. Anatolio,
también en el aire, le vio descender, y de repente el corazón le dio un golpe
de angustia. No temía que se presentase, como de costumbre, el cuervo fascista, porque Anatolio se
bastaba para entendérselas con el traidor. Le angustiaba que Mischa cayese en
el terreno del enemigo. La perpendicular era dudosa. Lo mismo podía caer a un
lado que al otro. Su suerte dependía del azar, tal vez de la caricia de un golpe
de viento favorable. Los otros cazas marchaban al aeródromo a tomar tierra, agotados sus depósitos de gasolina.
Anatolio vio
con inquietud que en el suyo tampoco quedaban más que unos pocos litros, Pero
prefirió agotarlos antes que dejar a su amigo indefenso. Describió unas
espirales de descenso y empezó a dar vueltas alrededor de Mischa en guardia
contra la posible agresión traidora del halcón fascista,
Anatolio
volaba con la presión angustiosa de tres inquietudes: miraba hacia la línea de
trincheras, en los alrededores de Madrid, preguntándose hacia qué lado caería
su amigo. Miraba al marcador de su propio aparato: ¡sólo tenía gasolina para
unos minutos más de vuelo! Y por último miraba al horizonte despejado para ver
si el enemigo —tal vez el traidor— se presentaba de nuevo antes que otros cazas
republicanos pudieran alzarse.
El momento
era decisivo. Su suerte y la de Mischa estaban en la encrucijada del azar.
¿Vivir? ¿Morir?
Un tercer dilema se
presentaba: luchar, ¿Pero cómo luchar cuando sólo tenía gasolina para unos minutos? Dos cazas enemigos venían
rápidos hacia él trepidando sus ametralladoras ya más cerca, Anatolio vio
claramente la calavera dibujada en uno de ellos. ¡Ah, si pudiera darle un golpe
certero, el golpe final de su agotado aparato!
Anatolio tomó altura,
siempre sin perder la defensa
de su amigo Mischa. Si el halcón venía a ejecutar sus remates traidores,
Anatolio se lanzaría sobre él, chocaría su aparato con el suyo. Pero el halcón
se quedó atrás y quien vino sobre Anatolio fue el otro. Entablaron combate y a
los pocos momentos Anatolio consiguió derribar al primer enemigo. Le entusiasmó
esta victoria rápida, porque sólo
con el halcón, que ya se acercaba, podía
realizar el choque y salvar al amigo. Pero su aparato también había sido tocado
en el combate y comenzaba a
cabecear. Un momento más y entraría en barrena. Con rabia y con dolor tuvo
también que lanzarse al espacio en paracaídas. ¡Era probablemente la muerte de
los dos amigos, la vida indefensa entregada a la avidez carnicera del cuervo
fascista!
—¡Tienes
suerte, traidor! —pensaba Anatolio mientras se lanzaba al espacio.
Cuando se abrió su paracaídas
lo primero que hizo Anatolio fue ver la posición de su amigo Mischa. Le
distinguió algo lejos, pero aún no lo suficientemente bajo para poder salvarse.
Pronto vio que el avión fascista le rondaba. Anatolio se mordía los labios con
rabia, hasta casi echar sangre. Era seguro que Mischa sería acribillado a
balazos, ¡Ah, no poder volar hacia
el amigo en peligro...! En ese momento, la seda y las cuerdas del paracaídas le
parecieron una estúpida tela de araña en la cual estaba prisionero.
—¡Bandido!
¡Bandido! —exclamaba a cada momento, pensando en la triste suerte de Mischa,
solo, en el aire, a merced de aquel traidor pájaro negro que le rondaba para
devorarle.
Apenas
pensaba en sí mismo, embargado por la inquietud de la vida de Mischa. Sin
embargo su suerte no era mucho más despejada. El cuervo vendría sobre él cuando
acabara con el otro.
Así fue. En
seguida sintió el ruido del motor que se aproximaba. Empezó a funcionar la
ametralladora. Pronto el pájaro hacía sobre él sus pasadas de muerte. Anatolio
se fijó bien en la cara del cuervo fascista. Era de ancho rostro, con la
barbilla saliente y labios muy largos. Su carne fofa, pálida a pesar de estar
quemada por el aire, le daba un aspecto repugnante, de frialdad de asesino.
—¡Cuervo
fascista! ¡Asesino...! —murmuraba Anatolio, rabioso. Y luego recordaba con
tristeza a su amigo—: ¡Mischa! ¡Miseria...!
De pronto se
sintió herido en la cara. La sangre le resbalaba hacía el cuello en pequeños
hilos calientes. Pensó que su existencia acabaría antes de llegar al suelo.
Estaba sobre Madrid y el viento le empujaba hacia el sur. La vista se le iba nublando.
En seguida oyó ruido precipitado de motores.
—¡Son
nuestros, nuestros! —pensó con esperanza de salvarse.
Eran, en
efecto, los cazas republicanos que se elevaban otra vez. El cuervo fascista
huyó como siempre, como huye el alevoso criminal cuando se encuentra
sorprendido. Poco después, Anatolio tomó tierra en las afueras de la ciudad.
Una ambulancia le condujo a una clínica donde le operaron para extraerle la
bala. Desde que recobró el conocimiento no hacía sino preguntar por su amigo,
por la suerte de su cantarada:
—¡Mischa!
¡Mischa...! ¿Se sabe algo de Mischa?
Pero la
suerte de Mischa había sido adversa y trágica. Lo que sucedió con él no se lo
contaron a Anatolio hasta que salió del hospital. Fue así;
Dos días
después de este combate, los fascistas dejaron caer sobre Madrid un pequeño
paracaídas con una caja que llevaba escrita la dirección: «Urgente, Entréguese
esta caja al jefe de Aviación de Madrid».
Se abrió la caja y apareció dentro de ella lo más
inesperadamente monstruoso: ¡la cabeza de Mischa decapitada! Con ella venía un
papel escrito así:
Cuando Anatolio supo este
final de su amigo lloró, lloró a lágrima viva, como un niño. Juró vengar este
crimen, juró que el carnicero cuervo fascista tendría que entendérselas con él. Pero después de sucedido todo esto, el
famoso halcón criminal no volvió a aparecer en el aire de Madrid» sin que se
supiera por qué.
Y pasado el
tiempo, Anatolio tuvo que marcharse de España con la tristeza de haber dejado allí
a su mejor amigo y con el remordimiento de no haber podido vengar su monstruosa
muerte...
*
—Y he aquí. Esta es la historia de mi arañazo en el aire... ¡de
Madrid! —terminó de contar el héroe.
La concurrencia de campesino, que habían seguido emocionados la
narración, guardaron un silencio
solemne. Algunas
mujeres lloraban. Uno de los niños besó a Anatolio cariñosamente en la cara,
casi encima de la cicatriz.
—¡Qué mala
gente son esos fascistas! —dijo uno.
—¡Unos monstruos!
—¡Unos
verdaderos bandidos!
—¡Es lástima
—añadió el presidente del koljós— que aquel pirata fascista que mató a Mischa y
luego arrojó su cabeza en una caja, quedase sin castigo!
Entonces
Anatolio sonrió satisfecho, y dijo:
—Esto que os
he contado es la primera parte de la historia. Me falta narraros la segunda.
Voy a ser muy breve porque ya es tarde. Escuchad, camaradas:
*
1941. Frente
del Este, en tierras soviéticas. El ejército fascista alemán embestía en varias
direcciones. Resistencia. Aniquilamiento de las divisiones invasoras. Duros
combates en tierra. Duros combates en el aire.
Un día, en el aeródromo donde
estaba Anatolio se comentó que había aparecido un avión de caza alemán, que
tenía pintada en el fuselaje una calavera... A los demás no extrañó la noticia,
porque ya se sabe la afición que los fascistas tienen a estos símbolos, pero
Anatolio, sin decir nada, se acordó de Míscha, del cuervo, del combate sobre
Madrid... Y por si el aviador fascista, ahora en territorio soviético, era o no
era el mismo que años atrás había hecho sus fechorías en territorio español,
Anatolio decidió comprobarlo y buscar
el aparato con el distintivo de la calavera.
Una mañana, Anatolio le
encontró. Se habían quedado los dos aparatos solos, como enemigos en el aire,
predestinados a una cita. El aviador
soviético se fue directamente a él con la audacia del dominio. Pero
a pesar de que varias veces le enfiló certero, su ametralladora callaba. Lo que
a Anatolio le importaba no era derribar un aparato más de los muchos que había
derribado en su carrera de aviador, sino comprobar quién era este nuevo pirata,
este nuevo cuervo.
Varias veces se lanzó sobre
él, tan cerca que el fascista creyó que iba a chocar. Mas no era esto. Quería
reconocerle bien, distinguirle. Por fin Anatolio tembló de gozo. Sonrió
abiertamente, ¡Era él! ¡Él! Su misma boca grande, su misma cara, su inconfundible
repugnancia... ¡Era el cuervo de otros tiempos! ¡El halcón
criminal!
—¡Ahora te
vengaré, Mischa, Míscha, lejano amigo asesinado en el aire de Madrid...!
—pensaba Anatolio mientras se preparaba al ataque.
La acometida
fue furiosa. La lucha sólo duró unos Instantes. Con la imponente fuerza del
odio y de la venganza, Anatolio ametralló al avión fascista y pronto le vio
caer hasta estrellarse en el suelo.
Así acabó.
*
—Tuve la curiosidad —dijo
Anatolio terminado su relato— de ir desde el aeródromo al lugar donde había
caído el aparato fascista para reconocer, si era posible, el cadáver del
aviador. En efecto, por la documentación que recogimos en él, se trataba del
mismo capitán Muller, famoso allí en
España por la alevosía de sus crímenes.
—¡Menos mal
—dijo un campesino—, después de este final de la historia ya me puedo ir a casa
tranquilo!
—Sí, el
fascista pagó sus culpas.
—Camaradas —dijo
Anatolio levantándose—, nadie puede estar tranquilo hasta que no echemos a los
fascistas de nuestro hermoso país soviético, y no pagarán sus culpas hasta que
sean vencidos, aniquilados.
Y la velada
acabó. Los campesinos se fueron a sus casas. Al día siguiente, al
amanecer, arreglada la moto, Anatolio y el mecánico conductor regresaron al
frente.
César M.
Arconada
La
Literatura internacional, 1942
Salvador Artigas, el que fuera seleccionador nacional de fútbol y amigo de mi padre fue piloto de combate de la República.Al finalizar la guerra, se pasó a Francia con su avión.
ResponderEliminarGracias por el comentario José Manuel. Si deseas contarnos su historia para publicarte en este espacio, estaríamos encantados. Un saludo.
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