Aunque Javier pensó que aquella noche no dormiría, estaba tan enervado y flojo, que se tendió en la misma roca desde donde presenciara por la tarde el bombardeo del castillo. «Así, cuando me despierte, veré que ya no están los destructores.» Señal de que Pau y Escandell habían logrado la barca y llegar hasta ellos. Confiaba en la destreza y audacia de los dos ibicencos. «Más ágiles y escurridizos que lagartos. No les pasará nada.» Y se durmió, seguro de que al amanecer vería desierta la bahía.
El despertar fue así: un mar plano, tranquilo, sin las huellas y ecos de la víspera; el castillo, la muralla, los molinos, la ciudad entera amaneciendo, como si la tarde anterior los cañones no la hubiesen estremecido en sus raíces. Oyó pasos. Alarmados, se llegaron a él los salineros. Le andaban buscando desde las primeras rendijas del alba.
—¿Qué va a pasar, compañero Javier? Los barcos se han ido. Alguien afirma que con rumbo a Mallorca.
—No os asustéis. Entraremos juntos en la ciudad, y dentro de muy poco.
—Entonces...
—Yo os aseguro —bromeó, riendo— que algunos de los facciosos del castillo, esos que de momento logren escaparse, dormirán esta noche aquí, donde nosotros lo venimos haciendo desde hace más de veinte días.
Se levantó de la roca, estirándose:
—¿Y si bajásemos ya a la playa?
Javier inició el paso. De su tiendecilla de pino cogió un racimo de uvas de la cena y, comiéndoselo, siguió andando entre los troncos. El bosque se había llenado de gente: refugiados de los montes y campos vecinos, hombres viejos con morrales al hombro, caras sin afeitar, gestos de inquietud, de alegría, de cansancio poblaron, al clarear, aquellos árboles y laderas antes tan solitarios y mudos. Aparecieron también algunas mujeres con sus niños. La isla revivía, resucitaba. Sus pescadores, campesinos y salineros brotaban nuevamente no se sabía de dónde: si de las entrañas de la tierra o lo hondo del mar.
—¿Entonces cree usted que a los presos no les ha sucedido nada? —preguntó, dulce y despacioso, un anciano de ojos grises y frente labrantía.
—No. Y vamos ahora mismo a comprobarlo. Los que quieran seguirme, que vengan.
El bosque entero le siguió: jóvenes, viejos, niños y mujeres. Al pisar la arena endurecida de la playa y sentir la humedad de la orilla, se les clareó a todos el corazón, como si el riego de la sangre lo hubiera inundado de súbito. Perseguidos que se guarecían en la torre Salrosa, se incorporaron también, y gente que brotaba de entre los juncos de las dunas, por los ramos de los viñedos. Marchaban lentos, aún desconfiados. Javier al frente del primer grupo, como guía. Las mujeres eran las más preocupadas e inquietas. Una preguntó, casi llorosa:
—¿Habrán desembarcado ya?
Javier, sin contestarle, se desvió hacia una veredilla del borde de las dunas por donde avanzaba una bicicleta con alguien en mangas de camisa. Se cruzó, para interrogarle, viendo, ya de cerca, que llevaba un fusil a la espalda y que eran pantalones de soldado los que por lo malo del sendero manejaban dificultosamente los pedales.
—¡Eh! ¿De dónde vienes?
—De ahí, del castillo—respondió, sin detenerse—. Nuestras fuerzas ya estarán a estas horas entrando en la ciudad. El comandante y sus oficiales huyeron a los montes. Unos cerdos. Los soldados nos vamos a nuestra casa. Ya era hora.
—¿Y los presos? —gritaron algunos.
Pero el ciclista ya no oía.
A estas noticias del soldado, los grupos se unieron, convirtiéndose en una pequeña manifestación alegre, pero silenciosa. Era el momento de cantar. ¿Sabrían cantar aquellas gentes? Pensó Javier de pronto que, como Pau y Escandell, tampoco cantarían, y no se atrevió a proponerlo. ¡Qué lástima! Entonces, les aclaró mientras marchaban:
—Vienen a daros la libertad, ibicencos, a entregaros vuestra isla. Por el camino de San Antonio avanzan ya las tropas leales, hombres lo mismo que vosotros, pueblo bueno y grande de España. Ellos os traen vuestro propio mar, la misma tierra ajena donde hincáis el arado, los árboles que os niegan su fruto, los rebaños que acariciáis sin poseerlos, el aire que por primera vez sentiréis vuestro en los pulmones. Todavía marcháis sin daros cuenta que hasta la arena que va pegándose al cáñamo de vuestras sandalias os pertenece ya y que quienes os apretaban y saqueaban todo andan de huida hacia los mismos bosques que dejamos... Pero tened por cierto, os lo aseguro, que no se salvarán. Ibiza es una isla; la cerca el agua por todas partes. Se olvidaron de esto... Y hacia vuestra ciudad ya suben los que vienen a pedirles las cuentas... Como es demasiado lo que deben...
—¡Eh! ¿Es fiesta hoy o qué pasa?
El que así interrumpía era un pastor, desnudo y sonriendo, que en la orilla jalaba de las patas y el rabo una borrega que no quería bañarse. Javier miró a aquel hombre con asombro.
—¿Todavía no lo sabes? —respondió al pastor uno de los salineros.
—¿Qué?
—Que llegan nuestras tropas...
—Nuestras tropas... —repitió el pastor como el eco de una cueva vacía.
En la pregunta y en el gesto impasible de aquel hombre sufrió Javier todo el oscuro e inacabable crimen cometido contra el pueblo de España. Aquel pobre pastor de ovejas ignoraba lo que venía sucediendo en su isla desde hacía casi un mes. Sumiso y lejano, bañaba el rebaño de su señor, como el esclavo más primitivo.
—¿Vienes con nosotros? —le propuso Javier para ver qué hacía.
—Estoy bañando las borregas.
Sonriendo, y dominando al fin a la que se negaba, se metió con ella en el mar hasta las rodillas.
Siguieron avanzando por la playa. Ya bordeaban la ladera del monte donde, coronándolo, abría sus velas rotas el molino de Javier. De allí, y haciendo señas con el brazo, bajaba alguien a toda prisa.
—¡Torres!
Era Torres, el campesino, que ya venía con su fusil.
—Soy uno de los encargados de organizar las milicias ibicencas. ¡A ver! ¡Voluntarios!
Sin vacilar, todos los hombres que seguían a Javier se ofrecieron, reclamando al instante:
—¡Queremos fusiles!
—Cuando las tropas suban al castillo os los darán. Este —mostró Torres con orgullo— me lo entregaron por la carretera de San Antonio, al ir hacia San Carlos. No tuve tiempo de llegar al desembarco.
—¿Y los presos? —interrogaron, ansiosas, las mujeres.
—¡Todos libres! Esos canallas se escaparon anoche. Antes, intentaron matarlos. Pero con el miedo y la prisa no pudieron.
—Ya, ya se les cogerá.
—Mejor que ellos conocemos la isla.
—Uno de los trabajos de las milicias será ése: limpieza.
Apareció, jadeante, otro muchacho, también con su fusil:
—¡Llegan! Van a entrar en el paseo.
Todos aligeraron. Javier corrió más que ninguno. Al desembocar en el cruce de la carretera y la entrada de la ciudad, chocó, de golpe, con Pau y Escandell que lo buscaban. Se abrazaron. Javier se adelantó a la pregunta que temblaba en la cara de los dos pescadores:
—Sí, salvados. ¡Todos! Y andan con los fusiles de la guarnición sublevada. Que Torres os cuente.
—Uno de los cañonazos derrumbó las techumbres, sin que hubiera desgracia entre los nuestros. Sólo Antonio perdió el sentido. Antes de huir quisieron ametrallarlos. Pero un sargento lo impidió abriendo las puertas traseras de la cárcel.
—A vosotros, amigos, os deben la libertad y la vida. Nadie lo sabe aún. Ni siquiera Torres.
—¡Manías! —cerró Pau con modestia, esquivando, emocionado, la mano que le tendía Javier.
Banderas altas de la República, catalanas, rojas y rojinegras entraban ya por el paseo; con ellas, y rodeando a las milicias peninsulares, carrillos y caballos de los pueblos, que habían ido sumándose al paso de las tropas.
Pronto las aceras y las calles de Ibiza sólo fueron montones de tabardos, mochilas, fusiles y correajes. Los balcones y las ventanas se abrieron: unos tímidamente, con sigilos de miedo; otros de un solo golpe, jubiloso. Y con el resonar de la gente civil mezclada entre los nuevos soldados, los altavoces de las radios gubernamentales, después de más de veinte días de silencio, comenzaron a tronar la ciudad.
Los pescadores trajeron a Javier un fusil. Los tres camaradas, siempre unidos como en el bosque, se incorporaron a los grupos de milicianos que se dirigían al castillo. Los ibicencos, al fin, recuperaban su isla. Pero ahora de verdad.
Aquel clarísimo mediodía, sobre las torres almenadas, más altas que el mar y los montes, el pabellón de la República gritaba al viento su victoria contra el cielo de Ibiza. Junto a él, la bandera blanca de los facciosos, como un pañuelo desgarrado, ondeaba el recuerdo de su derrota.
Rafael Alberti, 1937
Una historia de Ibiza - Capítulo XII
"Relatos y prosa", Bruguera 1980
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