Nunca olvidaré unas palabras de Dostoyevski, leídas
recientemente, pero que coinciden con la idea que hace ya muchos años me había
yo formado del alma rusa: «Sí, hijo mío, te lo repito, yo no puedo dejar de
respetar mi nobleza. Se ha creado entre nosotros, en el curso de los siglos, un
tipo superior de civilización desconocido en otras partes, que no se encuentra
en todo el universo: el hombre que sufre por el mundo». Como a nuestro Unamuno
España, le dolía al ruso el mundo entero.
Dejando a un lado cuanto puede haber de jactancia y
aun de prejuicio aristocrático en las citadas frases, que pone Dostoyevski en
boca de un personaje de sus novelas, reparemos en que ellas expresan una
esencialísima verdad ruso. ¿Y es ahí donde hemos de buscar la más honda raíz de
la Rusia de hoy?
Como las grandes montañas cuando nos alejamos de
ellas, la nueva Rusia se nos agiganta al correr de los años. ¿Quién será hoy
tan ciego que no vea su grandeza? La proclaman sus mismos enemigos. Los
millones de hombres con el escudo al brazo que militan contra la nueva Rusia
nos dicen claramente con su actitud defensiva que es hoy Moscú el foco activo de
la historia. Londres, París, Berlín, Roma son faros intermitentes, luminarias
mortecinas que todavía se transmiten señales, pero que ya no alumbran ni
calienta, y que han perdido toda virtud de guías universales.
Reparemos en la pobre idea que dan de sí mismas esas
democracias que fueron un día el orgullo del mundo; veamos cuanto sale o se
guisa en sus cancillerías, incapaces de invocar --siquiera sea a título de
dignidad formularia-- ningún principio ideal, ninguna severa norma de justicia.
Como si estuvieran vencidas de antemano, o subrepticiamente vendidas al
enemigo, como si presintiesen que la llave de su futuro no está ya en su poder,
apenas si tienen movimiento que no revele un miedo insuperable a lo que puede
venir. Reparemos en su actuación desdichada en la Sociedad de Naciones,
convirtiendo una institución nobilísima, que hubiera honrado a la humanidad
entera, en un órgano superfluo, cuando no lamentable, y que sería de la más
regocijante ópera bufa si no coincidiese con los momentos más trágicos de la
historia contemporánea.
Reparemos en esos dos hinchados dictadores que
pretenden asustar al mundo y a quienes Roma y Berlín soportan y exaltan. Ellos
no invocan la abrumadora tradición de cultura de sus grandes pueblos
respectivos: la declaran superflua; proclaman, en cambio, una voluntad
ambiciosa, un culto al poder por el poder mismo, un deseo arbitrario de
avasallar al mundo, que pretenden cohonestar con una ideología rancia, cien
veces refutada y reducida al absurdo por el solo hecho de la guerra europea.
Roma y Berlín son hoy los pedestales de esas dos figuras de teatro, abominables
máscaras que suelen aparecer en los imperios llamados a ser aniquilados, por
enemigos del género humano. La historia no camina al ritmo de nuestra
impaciencia. No vivirá mucho, sin embargo, quien no vea el fracaso de esas dos
deleznables organizaciones políticas que hoy representan Roma y Berlín.
Moscú, en cambio -resumamos en este claro nombre toda
la vasta organización de la Rusia actual-, aunque salude con el puño cerrado,
es la mano abierta y generosa, el corazón hospitalario para todos los hombres
libres, que se afanan por crear una forma de convivencia humana que no tiene
sus límites en las fronteras de Rusia. Desde su gran revolución, un hecho
genial surgido en plena guerra entre naciones, Moscú vive consagrado a una
labor constructora, que es una empresa gigante de radio universal.
La fuerza incontrastable de la Rusia actual radica en
esto. Rusia no es ya una entidad polémica, como lo fue la Rusia de los zares, cuya
misión era imponer un dominio, conquistar por la fuerza una hegemonía entre
naciones. De esa vanidad, que todavía calienta los sesos de Mussolini, ese
faquín endiosado, se curaron los rusos hace ya veinte años. La Rusia actual
nace con la renuncia a todas las ambiciones del Imperio, rompiendo todas las
cadenas, reconociendo la libre personalidad de todos los pueblos que la
integran. Su mismo ejército, el primero del mundo, no sólo en número, sino,
sobre todo, en calidad, no es esencialmente el instrumento de un poder que
amenace a nadie, ni a los fuertes ni a los débiles, responde a la imperiosa
necesidad de defensa que le imponen la muchedumbre y el encono de sus enemigos;
porque contra Rusia militan las fuerzas al servicio de todos los injustos privilegios
del mundo. Sus gobernantes no lo olvidan. La política de Lenin y Stalin se
caracteriza no sólo por su alcance universal, sino también por un claro sentido
de lo real, cuya ausencia es siempre en política causa de fracaso. Mas la Rusia
actual, la Gran República de los Soviets, va ganando, de hora en
hora, la simpatía y el amor de los pueblos; porque toda ella está consagrada a
mejorar las condiciones de la vida humana, al logro efectivo, no a la mera
enunciación, de un propósito de justicia. Esto es lo que no quieren ver sus
enemigos, lo que muchos de sus amigos no han acertado a ver con claridad: el
sentido generoso y fraterno, íntegramente humano, de todas las creaciones del
alma rusa, el que impera en esa magnífica Unión de Repúblicas
Soviéticas, cuyo vigésimo aniversario se celebrará en el año que corre.
Pero Rusia, la Rusia actual, que todos admiramos y que
ilumina a muchos con sus potentes reflectores enfocados hacia el porvenir, no
es, como algunos creen, un fenómeno meteórico e inexplicable, venido de otras
esferas para asombro de nuestro planeta; no es, como piensan otros, una
consecuencia asiática del pensamiento teutónico de Carlos Marx; no es, tampoco,
un engendro de la Revolución de Octubre, ni mucho menos ha salido -la Rusia
actual- acabada y perfecta, de la cabeza de Lenin, como Minerva de la cabeza
de Júpiter. No. A mi juicio no es nada de esto. Los viejos amigos de Rusia, los
que conocíamos, antes de su gran Revolución y aun antes de la guerra mundial,
algo de su admirable literatura -Dostoyevski, Turguénef, Tolstoy- sabemos
que, bajo el dominio despótico de los zares, estaban ya maduras las virtudes
específicamente rusas sobre las cuales se asienta la Rusia de hoy. Aquellos libros
que leíamos siendo niños, y que llegaban a nosotros, trasegados del ruso al
alemán, del alemán al francés y del francés al español chapucero de los más
baratos traductores de Cataluña, dejaban en nuestras almas, a pesar de tantas
torpes decantaciones lingüísticas, una huella muy honda, nos conmovían más que
nuestras mejores novelas contemporáneas -buena lección para meditar- por
nuestros culteranos deshumanizadores de arte literario. Y es que a través de la
más inepta traducción de La guerra y la paz -por aducir un
ejemplo ingente- llega a nosotros, todavía, un mensaje del alma eslava, amplia
y profundamente humano, que parece revelarnos un mundo nuevo. Entendámonos:
nuevo con relación al mundo mezquino y provinciano de la moderna literatura
occidental. En verdad, no es un mensaje literario éste que el alma rusa nos
envía en sus obras maestras. Ni siquiera sabemos si las novelas de Tolstoy o
Dostoyevski están bien o mal escritas en su lengua. Suponemos que lo estarán
soberbiamente. Pero sabemos con certeza la mucha humanidad que contienen, la
gran copia de vidas humanas, al margen de toda frivolidad, que en ellas se
representan; sabemos que esas vidas humanas, las más humildes como las más
egregias, parecen movidas por un resorte esencialmente religioso, una inquietud
verdadera por el total destino del hombre. Bajo la férula de su imperio
despótico, de espíritu más o menos tártaro o mongólico, al margen de su Iglesia
fosilizada en normas bizantinas, el alma eslava ha captado, ha hecho suyas las
más finas esencias del cristianismo. Sólo el ruso, a juzgar por su gran
literatura, nos parece vivir en cristiano, quiero decir auténticamente inquieto
por el mandato del amor de sentido fraterno, emancipado de los vínculos de la
sangre, de los apetitos de la carne, y del afán judaico de perdurar, como
rebaño, en el tiempo. Sólo en labios rusos esta palabra: hermano,
tiene un tono sentimental de compasión y amor y una fuerza de humana simpatía
que traspasa los límites de la familia, de la tribu, de la nación, una vibración
cordial de radio infinito.
Roma contra Moscú, se dice hoy; yo diría mejor: Roma y
Berlín, las dos fortalezas paganas, la germánica y la latina, del cristianismo
occidental contra el foco del cristianismo auténtico. Pero Roma y Berlín
--Berlín sobre todo-- militan contra Moscú hace ya tiempo. En los momentos de
mayor auge de la literatura rusa, hondamente cristiana, el semental humano de
la Europa central lanza por boca de Nietzsche su bramido de alarma, su terrible
invectiva contra el Cristo viviente en el alma rusa, su crítica corruptora y
corrosiva de las virtudes específicamente cristianas. Bajo un disfraz
romántico, a la germánica, aquel pobre borracho de darwinismo escupe al Cristo
vivo, al ladrón de energías, al enemigo, según él, del porvenir zoológico de la
especie humana, toda una filosofía tejida de blasfemias y contradicciones.
Nietzsche contra Tolstoy. ¿Por qué no decirlo, en esta época de gruesas
simplificaciones, a la teutónica?
Cuando en el año 14 estalla la guerra, Berlín embiste
contra Moscú con la mitad de su cornamenta, y hubiera embestido con toda ella
sin la obsesión de París, que le embargaba la otra mitad. Y es el imperio de
Pedro el Grande lo que se viene abajo, la gran coraza que ahogaba el pecho
ruso, lo que salta en pedazos. Moscú, considerado como hogar simbólico del alma
rusa, ha quedado intacto y libre.
Libre, en efecto, de su imperio y de su Iglesia,
instrumentos férreos que atenazaban el corazón de Rusia. Fuerzas autóctonas,
las de su gran Revolución que se gestaba hacía ya mucho tiempo, colaboraron
desde dentro con los cañones germanos que atacaban desde fuera.
Y volvamos a la Rusia actual, la Rusia soviética, que
dice profesar un puro marxismo. El fenómeno parece extraño. La historia es una
caja de sorpresas, cuando no un ameno relato de lo pretérito, o como decía
Valera, aludiendo a la filosofía de la historia: el arte de profetizar lo
pasado. Pero el hecho no es tan sorprendente como a primera vista pudiéramos
juzgarlo. Es muy posible, casi seguro, que el alma rusa no tenga, en el fondo y
a la larga, demasiada simpatía por el dogma central del marxismo, que es una fe
materialista, una creencia en el hambre como único y decisivo motor de la
historia. Pero el marxismo tiene para Rusia, como para todos los pueblos del
mundo, un valor instrumental inapreciable. El marxismo contiene las visiones
más profundas y certeras de los problemas que plantea la economía de todos los
pueblos occidentales. A nadie debe extrañar que Rusia haya pretendido utilizar
el marxismo en su mayor pureza, al ensayar la nueva forma de convivencia
humana, de comunión cordial y fraterna, para enfrentarse con todos los
problemas de índole económica que necesariamente habrían de salirle al paso.
Tal vez sea éste uno de los grandes aciertos de sus gobernantes.
Mi tesis es ésta: la Rusia actual, que a todos nos
asombra, es marxista, pero es mucho más que marxismo. Por eso el marxismo, que
ha traspasado todas las fronteras y está al alcance de todos los pueblos, es en
Rusia en donde parece hablar a nuestro corazón.
Y de esto trataremos largamente otro día.
Antonio Machado
Valencia, septiembre de 1937
La
Guerra. Escritos: 1936-1939
Fotografía: Cartel de propaganda, Josep Branguli, Fundacion Telefonica
No hay comentarios:
Publicar un comentario