El sacrificio del sacerdote vasco D. Jacinto Aguirre Suárez es uno de los múltiples episodios significativos.
En la apacible tierra invadida
En la apacible tierra invadida
Muchos habitantes de aquellos
caseríos cercanos a Sestao presenciaron los hechos, y los relatan con la
prolijidad de detalles con que se recuerdan los sucesos insólitos.
Habían transcurrido unos veinte días desde que las tropas
italianas, con la cooperación de la aviación alemana, habían invadido aquella
zona del país vasco. Aquellas viviendas campesinas, diseminadas unas en los
valles y semiocultas otras en las rugosidades de los montes, habían sufrido una
ruda transformación en su existencia apacible. El paso de aquel ejército
extranjero —como un rugiente huracán materializado en miles de rostros ceñudos,
de expresión feroz, uniformes desvaídos por la lluvia, bosques de bayonetas de
siniestro centelleo, fragoroso trepidar de la oleada férrea de los tractores,
camiones y pesados armatostes de la artillería— había trastornado todos los
parajes como en una mutación de catástrofe, apisonado los prados verdeantes,
tronchado las débiles plantaciones de los huertos, removido la tierra y borrado
las veredas.
Luego que se alejó aquella balumba, todo presentaba un aspecto de
desolación silenciosa y fúnebre. La pavorosa inundación bélica había hecho
desaparecer los ganados; había despoblado los corrales; habíase llevado hasta
las cargas de leña, enseres caseros y los comestibles.
En las casas desmanteladas, gemían mujeres y ancianos, y temblaban
de pavor los niños, con la mirada atónita, desamparados de los hombres
jóvenes, que habían muerto en los combates pasados, o habían tenido que escapar
ante la amenaza del fusilamiento.
La obra de represión
Una noche, llegaron dos coches de turismo
proyectando la poderosa luz de sus faros sobre aquellos tristes caseríos.
Varios hombres, pistola en mano, descendieron de los vehículos y se dirigieron
resueltamente a aporrear una puerta. Los vecinos atisbaron desde las rendijas
de las edificaciones cercanas, y se extrañaron al pensar en la persona que
vivía en aquella casa ante la que los recién llegados se manifestaban con
llamadas apremiantes. Era la morada de don Jacinto Aguirre, el anciano
sacerdote, respetado en toda la comarca por aquellas buenas gentes, para las que
el pobre eclesiástico era como un símbolo del bienhechor humilde. Años y años
de recorrer aquellos contornos, de decir misa en la pequeña iglesia de la
ermita, de unir en matrimonio a los enamorados, de ayudar a los desvalidos y de
inculcar las primeras letras a los pequeñuelos, habían rodeado de una
popularidad sentimental a aquella débil figura, revestida con la raída sotana
del mísero cura rural.
¿Qué querrían del señor Aguirre aquellos nocturnos visitantes,
que se presentaban armados como si llamasen ante la guarida de un facineroso?
Dos requetés ante el hombre que los había librado del
analfabetismo
La puerta se abrió, y ante ella, a la luz de un trozo de cirio
sostenido por una mano temblorosa, se iluminó un rostro demacrado, cuyos ojos
miopes miraron con alarma al grupo, pero que de pronto, se animaron con súbita
expresión de alegría.
—¡Ah! Pero, ¿sois vosotros?
Y se dirigía hacia dos de aquellos individuos, a los que en este
instante, reconocieron también los vecinos que contemplaban la escena desde sus
casas.
Eran Eladio Arana y José María Urquiola, dos mozalbetes de unos
caseríos próximos. ¡Verlos ahora, con aquellas boinas rojas y aquellos
correajes de militar, sobre sus camisas campesinas! Lo inaudito para aquellas
gentes era que también esos dos empuñaban pistola ante don Jacinto Aguirre, a
quien debían querer y respetar, porque, como a tantos otros, los había
bautizado y, años después, los había enseñado a leer y a escribir.
El señor Aguirre, como si no hubiera reparado en las armas,
invitaba a los dos muchachos a que penetrasen en la casa en unión de sus
compañeros; pero ellos lo repelieron bruscamente: no venían de visita, sino a
llevárselo y a darle su merecido, porque era un "rojo" aborrecible.
El anciano aun tuvo la creencia de que todo aquello no era otra
cosa que una broma de aquellos dos chicarrones, de desmesurada rudeza hasta en
sus juegos, y les habló sonriente, como si, al tiempo de reconvenirles, los
disculpara lo mismo que a dos niños que se excedían en sus travesuras.
—¡Que no hayáis de tener modales ni para divertiros!
Pero el acento iracundo con que le contestaron aquellos sujetos,
le hizo fruncir el ceño.
—Usted es de los nacionalistas vascos y hemos de darle el castigo
que se merece por eso.
Y le conminaron rotundamente:
—Conque, venga usted con nosotros.
Don Jacinto reaccionó con serenidad:
—Pues si es así, no voy.
Ya no hubo otras palabras, sino un forcejeo violento, en el que
Eladio Arana y José María Urquiola, ayudados por otros de la patrulla,
abalanzados todos contra el cura, trataron de reducir la resistencia de éste.
Rápidamente, uno de aquéllos golpeó con fuerza la cabeza de don Jacinto
Aguirre, haciendo florecer una mancha roja sobre las canas. El agredido se tambaleó, indefenso, y fue arrastrado hasta el interior de uno de los coches.
En seguida, trepidaron los motores y los dos vehículos se alejaron veloces.
Al día siguiente, el cadáver del sacerdote apareció ensangrentado
en el fondo de una barrancada próxima.
Así relatan los vascos cómo el cura don Jacinto Aguirre Suárez, de
una feligresía de Sestao, fué muerto por un grupo de esos requetés que se
titulan "católicos" y que, para escarnio de la religión, van a la
lucha con un escapulario en el pecho y el nombre de Cristo profanado en sus
labios, entre gritos de odio y estímulos de crueldad homicida.
Facetas de la actualidad española, La Habana, mayo de 1938
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