devuélvenos
también
nuestros cadáveres,
enséñanos
también
los asesinos.
Ángel González
Una vez más quiero volver al tiempo
del que siempre hablaré
porque le pertenezco
como el azul al mar,
como la luz al alba.
Y quiero
bajar a su memoria
como quien baja
al sótano que guarda
objetos, actos, versos, actitudes,
días, que con frecuencia hojeo
como páginas,
y con ellas pegadas a los dedos
salgo a la calle, aparto con denuedo
la oscuridad y pregunto,
-por si alguien lo supiera-
dónde están los cadáveres,
desde dónde nos mira
la ausencia de sus ojos,
en qué lugar esperan
la cercanía de una rosa,
su fragancia vedada por la ira,
el aire
que disipe el silencio.
Y pregunto también
los nombres de los asesinos,
aunque los sepa bien, sílaba a sílaba,
pero los quiero dichos en voz alta,
a gritos,
no guardados con celo en sus estuches
de dorada penumbra
desde el instante mismo en que el invierno
dejó caer su frío sobre el suelo
que ya nunca fue patria,
sino desgarradura.
Muy pocos saben de qué hablo.
Sin embargo, no falta quien se aleje
obviamente molesto.
Y están los que, confusos,
se llevan a los labios
el índice gastado por el miedo
y se alejan también
aunque más lentamente,
no sé, quizá afligidos.
Otros, susurran evasivos: hace
ya tanto tiempo... Y vuelven la cabeza,
ya tanto tiempo... Y vuelven la cabeza,
como si alguien de pronto los llamara.
También los hay que opinan sin sonrojo,
como haciendo equilibrios
sobre el filo de la conciencia,
que sería mejor dejarlo todo
dormido en el sosiego,
cubierto de benignos crisantemos
y así nadie podría
dañarse con su roce.
Después se van a Roma y, conmovidos,
debajo de los pórticos
donde Bernini,
hace ya más de cuatro siglos
guardó la luz del mármol,
recogen, con unción, sin miedo a herirse,
los nombres trémulos de gracia
de otros cadáveres,
los guardan en sus dijes con cuidado
y sonríen en paz.
No consigo entenderlo. Escucho. Miro.
Me quedan ya muy lejos las palabras
que con el tiempo cambian de sentido,
y acomodan sus dúctiles metales
a la oscilante
valoración de los conceptos.
Y más lejos aún, mucho más lejos,
perdida entre la niebla,
la luz que fue habitada por la idea,
o el aroma, no sé, tal vez por nada.
No consigo entenderlo.
Reúno amargamente mis preguntas
y releo las páginas
donde mi tiempo amarillea y sufre.
Como yo está cansado. Y como yo no entiende.
Y como yo, se niega a ser destruido
por esa desmemoria
más grave que el olvido porque en ella
crece y se ramifica,
estercolada por la indiferencia,
la planta obscena
de la conformidad y el beneplácito.
Angelina Gatell
Poema leído en la Biblioteca Nacional, el 27 de septiembre de 2008
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