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2508. El pan y la cruz

De Lucio Martínez Pereda, autor de El pan y la cruz, para Búscame en el ciclo de la vida


Cuando los historiadores nos acercamos a los archivos para conocer el pasado nos encontramos ante dos posibilidades, o dedicarnos a buscar documentos sobre los grandes acontecimientos realizados por individuos singulares u ocupar nuestro esfuerzo en encontrar vestigios de la vida de miles de personas corrientes, que solo aparecen en los documentos cuando se les quiere cobrar una multa, enviar a la cárcel u obligar a ir al ejército. Para que esas personas sean protagonistas de un relato histórico han de ser sumadas a otras que hayan pasado por las mismas circunstancias. Son sujeto con identidad histórica si previamente las convertimos en un sujeto colectivo.  Este libro, trata de las cosas que le sucedieron a ese olvidado sujeto histórico que es la clase obrera.  La imagen de la portada puede servir de hilo conductor entre ellas. Un grupo de felices niñas asisten en un comedor de Auxilio de A Garda a una comida. La mesa esta impecablemente puesta y la luz es perfecta. Es la foto hecha por un profesional que trabaja al servicio de un aparato propagandístico. La fotografía esta recortada, si no fuera así, podríamos ver los rostros de las señoritas falangistas que atienden a las niñas menesterosas, son guapas y están sonrientes, son como se decía en los eslóganes del momento: la sonrisa de falange.  Y así, con este título “la sonrisa de falange” Ángela Cenarro hacia el primer estudio estatal de la organización. Un título que lo dice todo, lo dice con esa potencialidad poética con que los buenos historiadores saben poner en pocas palabras el trabajo de muchos años.

La gente normal no hace historia, la padece. Y esto que se puede decir de las personas, también se puede decir en algunos momentos de los países. Galicia fue -cada vez más historiadores estamos convencidos- el conejillo de indias donde la dictadura ensayo sus formas de ejercer el poder que después extendió al resto del territorio. La experiencia de una guerra vivida desde una retaguardia dominada todo el tiempo por los rebeldes creó unos modos de relación de Auxilio con la población únicamente posibles en Galicia y Castilla. Galicia entró en contacto con todo el repertorio represivo, con la propaganda y la movili­zación que se extenderían a todo el Estado después de la victoria militar. Fue objeto de dos proyectos si­multáneos: por un lado; la violencia de eliminación y por otro; la promoción de un consenso forzoso.

La política social de la dictadura ocupó un lugar subsidiario en el orden de priorida­des del nuevo estado. La asistencia social actuó como dispositivo creador de un sucedáneo de una auténtica asistencia pública. Empleada como discurso propagandístico para adoctrinar políticamente a las masas, sirvió como relato benefactor del poder y para construir una imagen de Franco como padre munífico de la Patria. Pero la beneficencia también fue un espacio de competición entre los grupos que constituyeron el bloque de apoyo civil de los rebeldes. En Auxilio encontramos un espacio de pugna entre el nacionalismo de origen fascista y el nacional católico. El pulso lo perdió la falange y, la iglesia acabo beneficiada ya que supo emplear la organización como instrumento para Re cristianizar la sociedad.

Los historiadores de derechas tienden a exagerar estas divergencias, si les hiciéramos caso acabaríamos pensando que tempranamente existió en la iglesia católica un poderoso movimiento antifascista, o que dentro de falange hubo una sólida tendencia laicista, cuando en realidad el conflicto entre ambas instituciones no fue más que una pugna por capitalizar las organizaciones de la dictadura destinadas a ser instrumentos de control social. Franco estaba perfectamente informado de este conflicto, asistía complacido y dejaba hacer. Más que de familias ideológicas, sería más exacto hablar de diferentes plataformas clientelares con una retórica política específica usada para especializarse en la obtención de poder en cada aparato del régimen. Las divergencias entre falange y la iglesia no pasaron de circunstanciales y desde luego estaban bastante alejadas de ser explicadas desde importantes discrepancias ideológicas, no dejaron de hacerse en círculos muy reducidos de escasísima proyección sobre la sociedad. A pesar del trabajo desarrollado por esos historiadores empeñados en enfatizar estas discrepancias, hay que aclararlo ya, el franquismo fue un régimen de pequeñas diferencias, que en muy poco podían perjudicar las intenciones del dictador.  Franco tenía diseñada la cartografía política de la victoria y lo hizo como un director de orquesta que reequilibra constantemente los poderes y papeles de sus instrumentos, sin perder de vista una única partitura escrita por el: su supervivencia como dictador.

Pero volvamos a la falange. El fascismo no proporcionó a los vencedores únicamente un cuerpo doctrinal y una milicia dedicada al exterminio de la oposición, sino también unas fuerzas que garantizaban la movilización cuando esta fuera precisa. La guerra civil fue la primera y la única ocasión a lo largo de toda nuestra historia en la que se llevó a cabo una movilización con pretensión total en Galicia. La implicación de la población en el esfuerzo bélico en la retaguardia precisaba de un aparato político y organizativo: la falange fue la encargada de hacerlo. La beneficencia proporcionó a los falangistas una oportunidad para mostrar todo su potencial en la movilización de masas y recursos. Esa falange esperaba encontrar una comodidad que finalmente no halló. La hegemonía que pretendían quedó socavada y gravemente dañada. Podemos decir que en Galicia se desacelero su optimismo inicial, el que tenían en el verano del 36 cuando veían esperanzados la avalancha de nuevos afiliados que llamaban a sus puertas.

La implantación de Auxilio en nuestra tierra fue muy temprana, los primeros come­dores se abren el 30 de octubre de 1936, un día después de la apertura del primer centro en Valladolid.  La obtención de recursos económicos para asistir a niños y adultos en los comedores precisó de la implantación de una estructura que garantizase cobros estables a lo largo del tiempo. Semejante captación recaudatoria carecía de precedentes en Galicia. Hasta entonces la sociedad gallega no se había visto sometida a una solicitud masi­va de dinero durante tanto tiempo y desde luego, nunca había sido objeto de la aplicación de métodos coercitivos como los que veremos. El carácter voluntario de las aportaciones fue una ficción desde el principio. Las distintas recaudaciones de Auxilio —emble­mas, Ficha Azul, Plato Único— se   basaban en un detallado proceso de investigación sobre las posibilidades económicas de las personas. En el sistema de recogida de estos fondos de clara inspiración nazi, se empleó un plan de coacciones articulado en tres ámbitos: campañas propagandísticas presentando las donaciones como obligación patriótica, obtención de información sobre la posición económica de las personas y, por último: visitas, cartas amenazantes, multas ejemplarizantes y publicitación en prensa de la identidad de los malos patriotas. Los servicios de información de la falange actuaron como fuerza poli­cial que sin orden judicial obtenía datos de las sucursales bancarias, los registros de la propiedad, de los alcaldes de barrio y de los propios vecinos. Primero, la persona era advertida personalmente, si la visita no obraba el efecto deseado, su nombre se incluía en una lista negra enviada al gobernador. Las visitas a domicilios y locales públicos se acom­pañaron con artículos en prensa contra los que se mostraban remisos a colaborar, reiteradamente calificados como «marxistas», «emboscados» y «enemigos de la patria. Sus identidades se hacían públicas en la prensa. Pero las medidas de presión no funcionaban: la disminución recaudatoria se venía produciendo desde 1938. El inicial entusiasmo colectivo fabricado por la propaganda se disolvió con facilidad cediendo el paso al pragmatismo de una sociedad cansada, únicamente preocupada por retornar a la normalidad de la paz. Los únicos patrones consentidos de relaciones con el poder —colaboración y obediencia— se vieron perturbados con constantes actos de disenso y protesta, manifestados en insultos, agresiones verbales, y oposición a colocarse los emblemas de las colectas A pesar de que la sociedad gallega en los primeros años de la dictadura fue dirigida hacia la adhesión y el consentimiento, la resistencia ante estos dispositivos recaudatorios revelan negativas a colaborar con las exigencias del poder, negativas que en absoluto se ajustan a la imagen de una Galicia sumisa, lealmente entregada en «cuerpo y alma» al suministro de medios para ganar la guerra. La actitud mostrada por los trabajadores ante Auxilio no coincide con el dibujo de una socie­dad completamente amordazada por el miedo.

En “El Pan y la Cruz” nos acercamos a las extremas condiciones que enmarcaron la vida real de una parte de la clase trabajadora gallega, y lo hacemos de manera contrastada, poniendo frente a esa realidad la versión transmitida por los medios propagandísticos. La ciudadanía gallega tuvo a su alcance la oportunidad de observar tempranamente lo alejadas que estaban propaganda y realidad. Algunos reaccionaron ante esta circunstancia mostrando su rechazo. La proyección social de este disgusto fue escasa, ya que forzosamente tenía que mostrarse bajo la forma de un discurso oculto. En ese sentido las mujeres asumieron un papel fundamental. Su disconformidad no solo se evidenció contra Auxilio sino contra la política de racionamiento y abastecimiento. Lo cierto es que Galicia se ajustó muy escasamente a ese lugar de placidez idealizada que tanto gustaba a la prosa falangista de la época. Pero esa realidad había que ocultarla y sustituirla por otra y ahí es donde entra en juego la propaganda, era necesario dibujar un retrato que sirviese de modelo para que todos los gallegos quisieran verse reflejados en él. El problema de este sistema propagandístico no es que alguien o algo redibuje o agujeree el centro de la imagen, eso es imposible, nadie tenía medios suficientes para conseguirlo, el problema es que los laterales de la imagen no cubrieran bien toda la superficie que se quería cegar. Se tenía miedo a las esquinas, a la escasa luz que pudiera entrar por ella, por eso se vigiló con especial intensidad aspectos banales en cualquier sociedad democrática, como el chiste, las coplillas, o las conversaciones en las colas. Esto era importantísimo, mucho más de lo que ahora podemos imaginar. Las coplas y chiste sobre el funcionamiento de las instituciones autárquicas, revelaban un hecho muy perturbador para el poder: si alguien se tomaba a broma la seriedad institucional, se desvanecía la intimidación.

Un gran número de agentes de los servicios de inteligencia se destinaron a los espacios urbanos para obtener información sobre la relación entre el disgusto popular y la falta de alimentos. Los infor­mes de las jefaturas de falange apuntaban la peligrosidad encerrada en la combinación de bajos salarios, incremento de carestía de vida y dificultades de abastecimiento. La observación de la respuesta social ante el hambre fue una inquietud constante de los servicios de información. Los dispositivos de auscultación del poder interpretaron las opiniones sobre el empobrecimiento como datos políticos que median la extensión de la disconformidad. Los temores a que la subordinación a las expectativas del poder no fuese sincera, motivan la creación de planes de vigilancia sobre la influencia de la economía en el orden público. Los informadores sabían que los débiles disimulaban por prudencia y miedo. So­bre este hecho «policialmente» innegable —mirar tras la máscara del subordinado para leer sus verdaderas intenciones  resultaba necesario practicar un test de detección continuo. En esta observación del disgusto popular lo que más llama la atención es la microscopia del control, el esfuerzo y el método prospectivo empleado en la vigilancia de las conductas públicas. Para testar las corrientes de malestar se acudía a espacios de concurrencia cotidiana y ocio, a estadios de futbol, colas de raciona­miento, tabernas, plazas de abastos, cafés, bares y teatros, espacios donde tradicionalmente los pobres expresaban los discursos críticos con el poder. Es una información esta, de contenidos y contornos mayormente anónimos, especializada por barrios que están siendo continuamente observados con frecuencias mensuales.

Desde el principio de la guerra la propaganda y la realidad fueron en Galicia las caras opuestas de una misma moneda. A un lado estaba el escaparate iluminado y al otro la trastienda oscura. Auxilio fue ese escaparate para el régimen, pero la trastienda escondía severos recortes que ocultar. Como decíamos antes, la implantación de la organización en Galicia fue muy temprana y rápido su crecimiento durante la guerra. A sus comedores infantiles y cocinas de hermandad acudían familiares de asesinados, ajusticiados y soldados muertos en los frentes de guerra. 

Pero antes de que la guerra terminara comienzan los recortes, pasando de los 154 centros en 1938 a 130 en 1939. Tras el final del conflicto bélico ya no resultaba imprescindible tener una retaguardia pacificada socialmente. Lo cierto es que Auxilio, según nos dicen los datos de los censos de pobres, empezó a reducir sus asistencias y cerrar locales cuanto más imprescindibles se hacían, en cambio los mensajes propagandísticos seguían insistiendo en la intención del régimen por remediar la dureza de la autarquía.  Pero los cierres, la disminución de acogidos y cantidades de alimentos se llevó a cabo sin contar con la pasividad de las direcciones provinciales del Auxilio Social gallego. Ante el alarmante aumento de necesitados fueron mu­chas las peticiones apremiando la apertura de nuevos locales. Se informó sobre el incremento de la miseria y la mendicidad callejera, sobre los efectos de la reducción de las raciones alimentarias y la incidencia de enfermedades relacionadas con la desnutrición. Los alarmantes informes escritos por las cúpulas gallegas sobre la falta de vivienda digna, los salarios de miseria y el hambre, fueron recibidos a título de inventario y quedaron sin respuesta.

La pobreza y la falta de recursos, lo acabamos de ver, eran consideradas potencialmente peligrosas, situaciones que podían disparar el enfrentamiento de las clases populares con el régimen, pero también podían convertirse en todo lo contrario, en mecanismos para garantizar el consentimiento y la sumisión de la población.  Y ahí es donde entramos en contacto con otra realidad que nos ayudara a comprender como el uso del hambre creó su propia cultura política. Sirvió de soporte para fortalecer el régimen y se podía hablar de un papel complementario entre la represión y el hambre, esta última empujó a los trabajadores hacia la privacidad y la aceptación resignada de la pérdida de libertades, provocando una desvinculación de preocupaciones ajenas a lo más inmediato. El trabajo infatigable para asegurarse la sobrevivencia y escapar de la enfermedad hacía imposible pensar en la reclamación de derechos laborales y políticos. Las únicas expectati­vas posibles se limitaban a la lucha para huir de la penuria.

El hambre fue manejada por la beneficencia como fuerza coercitiva sorda: la retirada de alimentos formaba parte de las acciones que no precisaban de justifica­ción ni aclaración. Dar alimentos era una manifestación del poder. Estaba escrito en la lógica de la victoria bélica, en el derecho de los vencedores sobre los venci­dos. A ningún «rojo» se le ocurría preguntar cuáles eran las razones que justifica­ban la pérdida de sus raciones alimentarias. Las dificultades para conseguir alimentos extendieron un mensaje interiorizado como autocensura: si hablas no comes, si hablas no trabajas. Un mensaje no recogido en ninguna norma escrita pero brutalmente presente en la consciencia de la realidad de los republicanos y sus familias. El hambre promovió el aprendizaje de la pasividad, lo que fomentó la conformidad y la obediencia a la autoridad. En palabras de un significativo falangista, Dionisio Ridruejo: ”el nuevo poder había descubierto algo mucho mejor que la represión”

Hambre y recristianización se dieron la mano para coaccionar a los pobres y conducirlos hacia comportamientos de aceptación y reproducción de pautas de conducta y adoctrinamiento religioso. La Iglesia, lógicamente, contribuyó en este propósito. Las movilizaciones falangistas de apoyo al régimen, como vimos anteriormente, fracasaron, pero las de la Iglesia no. Ninguna institución podía competir con ella en ese sentido. No había ninguna institución pública con una capacidad escenográfica y dramática que contase con tal grado de elaboración, eficacia y tradición acumulada. Sus repertorios de acción fuera de los templos incluían las formas litúrgicas tradicionales, los oficios religiosos, procesiones, y peregrinaciones. Estas formas de piedad religiosa colectiva silenciaban el disgusto de la población y justificaban la dureza de la vida como castigo derivado de una culpa previa. En el marco de esa nueva piedad la resignación era una vía de perfec­cionamiento moral y el sufrimiento una manera de sacrifico patriótico; ambos salvaban espiritualmente y fortalecían la comunidad nacional salida de la victoria en la guerra. La falta de aprovisionamientos se explicaba negando sus causas políticas, apuntando hacia la voluntad divina. Dios se valía del sufrimiento para castigar a una nación culpable por haber desviado su historia del «recto» camino de la religión. La autarquía se asoció con la ayuda de la Iglesia a una interpretación espiritual del castigo derivado de una culpa. Si la guerra había sido la prueba a la que Dios so­metió a la «causa nacional», la posguerra y la pobreza del primer franquismo iban a ser la confirmación de esa probatura. La idea cristiana de que el dolor y el sacrificio proporcionaban la salvación jugó un papel de lenitivo para hacer tolerable las des­dichas. El mensaje de la resignación desactivaba la búsqueda de una causa política para el origen de la pobreza y sublimaba la responsabilidad de la dictadura en la miseria. Se conseguía así que la población encajase su dolor en la aceptación pasiva de las carencias materiales de la autarquía. El dolor era una vía penitencial para expiar el pecado colectivo —la República— que llevó a la Guerra Civil. Los sacrificios de la postguerra resultaban necesarios para la redención de la sociedad española. El hambre finalmente no era más ni menos que una purificación que formaba parte del castigo.

Las celebra­ciones colectivas de bautismos, de matrimonios y primeras comuniones  organizadas por Auxilio fueron un aparador para exhibir el triunfo sobre el ateísmo y la apostasía. Grandes reportajes de prensa y constantes locuciones en radio daban publicidad a las ceremonias. Los bautismos en grupo tenían algo de acontecimiento fundacional de un Nue­vo Estado, de reintegración de la nación a sus fundamentos cristianos, formaban parte del discurso para re-construir la clave identitaria de la nueva comu­nidad nacional. Los niños sacramentados fueron usados por la propaganda como representación del nacimiento de un estado. Las sacramentaciones públicas demostraban la creación de una comunidad que recuperaba la compenetración entre lo religioso y lo político. El bautismo se constituyó en símbolo del final de proceso de degradación histórica culminada en la II República, fue un rito de redención que purificaba a los niños de los pecados cometidos por los progenitores.

Pero la asistencia benéfica tambien llevaba aparejada la creación de otras herramientas de control social. Las labores de la Oficina de Información Social, sus visitadoras y los párro­cos resultaron decisivos en ese sentido. Las sacramentaciones masivas —bautizos y canonización de matrimonios civiles—, el seguimiento de la conducta moral y religiosa de familiares de asistidos se mantuvieron en Ga­licia hasta bien entrada la década de los 40. La Asesoría de Cuestiones Morales y Religiosas, desde el verano de 1937 se dedica a otras tareas que nada tenían que ver con el asesoramiento. Sus sa­cerdotes cumplían las funciones de capellanes de Auxilio repartidos por todo el país. Estos capellanes actuaban de intermediarios entre la parro­quia y los acogidos, vigilando los hábitos religiosos que garantizaban la asistencia alimentaria. Sus competencias se extendían al campo de acciones incluidas en el proyecto de recatolización: ca­tequización de los niños asistidos, legalización canónica de matrimonios de sus padres y familiares, detección de no bautizados y redacción de fichas de seguimiento de la conducta moral y religiosa.

Las labores de la Asesoría contaron con el apoyo de las visitadoras de la Oficina de Información Social, mujeres falangistas que estaban haciendo el Servicio Social. Cada vez que se hacía una petición de asistimiento en comedores y hogares, desde la Oficina de Información ellas se encargaban de hacer el seguimiento sobre la conducta religiosa, moral y política de las familias. Aunque la verificación de las carencias familiares se acreditaba con informes sanitarios, la valoración final del socorro dependía del comportamiento moral, del cumplimiento de los preceptos religiosos y las costumbres sexuales de los padres. Estos aspectos se recogían en dos informes, el social; redactado por las visitadoras; especificaba si la vida publica y privada de las madres se ajus­taba a las pautas de religiosidad católica. El informe parroquial investigaba la legitimidad de los padres, si el niño estaba bautizado y las prácticas religiosas de la familia. Las visitas a las casas de los amparados fueron un aspecto primordial del trabajo de las visitadoras. La vigilancia sobre la conducta no finalizaba con el inicio del asistimiento, continuaba posteriormente. Parte de los acogidos en los hogares falangistas se reintegraban el fin de semana a sus casas y las visitadoras debían efectuar una visita al mes a sus domicilios dejando constancia del comportamiento de los familiares. De estos datos dependía la continuidad o térmi­no de la prestación. Los informes pa­rroquiales sobre el comportamiento religioso eran deci­sivos para continuar o poner punto final a esta prestación.

Los alimentos se dispensaban a cambio del control sobre la moralidad de las costumbres. Para Auxilio Social el hambre fue una carencia sobre la que hacer recaer todo un repertorio de tecnologías de vigilancia. El hambre se usó como un agente disciplinario que hizo que los pobres comprendieran que el silencio era fundamental para vivir. La quiebra de esta percepción resultaba lesiva para su supervivencia. Esta relación con el hambre creó el marco de lo posible, lo deseable y lo lógico para muchos gallegos.


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El libro El pan y la cruz será presentado el  próximo 29 de enero en A Casa das Campás de Pontevedra.






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