De Lucio Martínez Pereda, autor de El pan y la cruz, para Búscame en el ciclo de la vida
Cuando los historiadores nos acercamos a los
archivos para conocer el pasado nos encontramos ante dos posibilidades, o
dedicarnos a buscar documentos sobre los grandes acontecimientos realizados por
individuos singulares u ocupar nuestro esfuerzo en encontrar vestigios de la
vida de miles de personas corrientes, que solo aparecen en los documentos
cuando se les quiere cobrar una multa, enviar a la cárcel u obligar a ir al ejército.
Para que esas personas sean protagonistas de un relato histórico han de ser
sumadas a otras que hayan pasado por las mismas circunstancias. Son sujeto con
identidad histórica si previamente las convertimos en un sujeto colectivo. Este libro, trata de las cosas que le
sucedieron a ese olvidado sujeto histórico que es la clase obrera. La imagen de la portada puede servir de hilo
conductor entre ellas. Un grupo de felices niñas asisten en un comedor de
Auxilio de A Garda a una comida. La mesa esta impecablemente puesta y la luz es
perfecta. Es la foto hecha por un profesional que trabaja al servicio de un
aparato propagandístico. La fotografía esta recortada, si no fuera así, podríamos
ver los rostros de las señoritas falangistas que atienden a las niñas menesterosas,
son guapas y están sonrientes, son como se decía en los eslóganes del momento:
la sonrisa de falange. Y así, con este título
“la sonrisa de falange” Ángela Cenarro hacia el primer estudio estatal de la organización.
Un título que lo dice todo, lo dice con esa potencialidad poética con que los
buenos historiadores saben poner en pocas palabras el trabajo de muchos años.
La gente normal no hace historia,
la padece. Y esto que se puede decir de las personas, también se puede decir en algunos momentos de los países. Galicia fue -cada vez más historiadores estamos
convencidos- el conejillo
de indias donde la dictadura ensayo sus formas de ejercer el poder que después extendió al resto del territorio. La experiencia de
una guerra vivida desde una retaguardia dominada todo el tiempo por los rebeldes
creó unos modos de relación de Auxilio con la población únicamente posibles en
Galicia y Castilla. Galicia entró en contacto con todo el repertorio represivo,
con la propaganda y la movilización que se extenderían a todo el Estado después
de la victoria militar. Fue objeto de dos proyectos simultáneos: por un lado; la
violencia de eliminación y por otro; la promoción de un consenso forzoso.
La política social de la dictadura ocupó
un lugar subsidiario en el orden de prioridades del nuevo estado. La
asistencia social actuó como dispositivo creador de un sucedáneo de una
auténtica asistencia pública. Empleada como discurso propagandístico para
adoctrinar políticamente a las masas, sirvió como relato
benefactor del poder y para construir una imagen de Franco como padre munífico
de la Patria. Pero la beneficencia también
fue un espacio de competición entre los grupos que constituyeron el bloque de
apoyo civil de los rebeldes. En Auxilio encontramos un espacio de pugna entre el
nacionalismo de origen fascista y el nacional católico. El pulso lo perdió la falange y, la
iglesia acabo beneficiada ya que supo emplear la organización como instrumento para
Re cristianizar la sociedad.
Los historiadores de derechas tienden a exagerar estas
divergencias, si les hiciéramos caso
acabaríamos pensando que tempranamente existió en la iglesia católica un
poderoso movimiento antifascista, o que dentro de falange hubo una sólida
tendencia laicista, cuando en realidad el conflicto entre ambas instituciones
no fue más que una pugna por capitalizar las organizaciones de la dictadura
destinadas a ser instrumentos de control social. Franco estaba perfectamente
informado de este conflicto, asistía complacido y dejaba hacer. Más que de
familias ideológicas, sería más exacto hablar de diferentes plataformas
clientelares con una retórica política específica usada para especializarse en
la obtención de poder en cada aparato del régimen. Las divergencias entre
falange y la iglesia no pasaron de circunstanciales y desde luego estaban
bastante alejadas de ser explicadas desde importantes discrepancias
ideológicas, no dejaron de hacerse en círculos muy reducidos de escasísima
proyección sobre la sociedad. A pesar del trabajo desarrollado por esos historiadores empeñados en enfatizar estas discrepancias,
hay que aclararlo ya, el franquismo fue un régimen de pequeñas diferencias, que
en muy poco podían perjudicar las intenciones del dictador. Franco tenía diseñada la cartografía política
de la victoria y lo hizo como un director de orquesta que reequilibra
constantemente los poderes y papeles de sus instrumentos, sin perder de vista
una única partitura escrita por el: su supervivencia como dictador.
Pero
volvamos a la falange. El fascismo no proporcionó a los vencedores únicamente
un cuerpo doctrinal y una milicia dedicada al exterminio de la oposición, sino
también unas fuerzas que garantizaban la movilización cuando esta fuera precisa. La guerra civil fue la primera y la única ocasión a
lo largo de toda nuestra historia en la que se llevó a cabo una movilización con pretensión total en Galicia. La
implicación de la población en el esfuerzo bélico en la retaguardia precisaba
de un aparato político y organizativo: la falange fue la encargada de hacerlo. La beneficencia proporcionó a los
falangistas una oportunidad para mostrar todo su potencial en la movilización
de masas y recursos. Esa falange esperaba encontrar una comodidad que
finalmente no halló. La hegemonía que pretendían quedó socavada y gravemente dañada. Podemos
decir que en Galicia se desacelero su optimismo inicial, el que tenían en el
verano del 36 cuando veían esperanzados la avalancha de nuevos afiliados que
llamaban a sus puertas.
La
implantación de Auxilio en nuestra tierra fue muy temprana, los
primeros comedores se abren el 30 de octubre de 1936, un día después de la
apertura del primer centro en Valladolid. La obtención de
recursos económicos para asistir a niños y adultos en los comedores precisó de
la implantación de una estructura que garantizase cobros estables a lo largo
del tiempo. Semejante captación recaudatoria carecía de precedentes en Galicia.
Hasta entonces la sociedad gallega no se había visto sometida a una solicitud
masiva de dinero durante tanto tiempo y desde luego, nunca había sido objeto
de la aplicación de métodos coercitivos como los que veremos. El carácter
voluntario de las aportaciones fue una ficción desde el principio. Las
distintas recaudaciones de Auxilio —emblemas, Ficha Azul, Plato Único— se basaban
en un detallado proceso de investigación sobre las posibilidades económicas de
las personas. En el sistema de recogida de estos
fondos de clara inspiración nazi, se
empleó un plan de coacciones articulado en tres ámbitos: campañas
propagandísticas presentando las donaciones como obligación patriótica,
obtención de información sobre la posición económica de las personas y, por
último: visitas, cartas amenazantes, multas ejemplarizantes y publicitación en
prensa de la identidad de los malos patriotas. Los servicios de
información de la falange actuaron como fuerza policial que sin orden judicial
obtenía datos de las sucursales bancarias, los registros de la propiedad, de
los alcaldes de barrio y de los propios vecinos. Primero,
la persona era advertida personalmente, si la visita no obraba el efecto
deseado, su nombre se incluía en una lista negra enviada al gobernador. Las
visitas a domicilios y locales públicos se acompañaron con artículos en prensa
contra los que se mostraban remisos a colaborar, reiteradamente calificados
como «marxistas», «emboscados» y «enemigos de la patria. Sus
identidades se hacían públicas en la prensa. Pero las
medidas de presión no funcionaban: la disminución recaudatoria se venía
produciendo desde 1938. El inicial entusiasmo colectivo fabricado por la
propaganda se disolvió con facilidad cediendo el paso al pragmatismo de una
sociedad cansada, únicamente preocupada por retornar a la normalidad de la paz.
Los únicos patrones consentidos de relaciones con el poder —colaboración y
obediencia— se vieron perturbados con constantes actos de disenso y protesta, manifestados en insultos, agresiones verbales, y
oposición a colocarse los emblemas de las colectas A pesar de que la
sociedad gallega en los primeros años de la dictadura fue dirigida hacia la adhesión y el consentimiento, la
resistencia ante estos dispositivos recaudatorios revelan negativas
a colaborar con las exigencias del poder, negativas que en absoluto se ajustan
a la imagen de una Galicia sumisa, lealmente entregada en «cuerpo y alma» al
suministro de medios para ganar la guerra. La actitud mostrada por los
trabajadores ante Auxilio no coincide con el dibujo de una sociedad
completamente amordazada por el miedo.
En “El Pan y la Cruz” nos acercamos a las extremas
condiciones que enmarcaron la vida real de una parte de la clase trabajadora
gallega, y lo hacemos de manera contrastada, poniendo frente a esa realidad la
versión transmitida por los medios propagandísticos. La ciudadanía gallega tuvo
a su alcance la oportunidad de observar tempranamente lo alejadas que estaban
propaganda y realidad. Algunos reaccionaron ante esta circunstancia mostrando
su rechazo. La proyección social de este disgusto fue escasa, ya que
forzosamente tenía que mostrarse bajo la forma de un discurso oculto. En ese
sentido las mujeres asumieron un papel fundamental. Su disconformidad no solo
se evidenció contra Auxilio sino contra la política de racionamiento y
abastecimiento. Lo cierto es que Galicia se ajustó muy escasamente a ese lugar
de placidez idealizada que tanto gustaba a la prosa falangista de la época.
Pero esa realidad había que ocultarla y sustituirla por otra y ahí es donde
entra en juego la propaganda, era necesario dibujar un retrato que sirviese de
modelo para que todos los gallegos quisieran verse reflejados en él. El
problema de este sistema propagandístico no es que alguien o algo redibuje o
agujeree el centro de la imagen, eso es imposible, nadie tenía medios
suficientes para conseguirlo, el problema es que los laterales de la imagen no
cubrieran bien toda la superficie que se quería cegar. Se tenía miedo a las
esquinas, a la escasa luz que pudiera entrar por ella, por eso se vigiló con
especial intensidad aspectos banales en cualquier sociedad democrática, como el
chiste, las coplillas, o las conversaciones en las colas. Esto era importantísimo,
mucho más de lo que ahora podemos imaginar. Las coplas y chiste sobre el funcionamiento
de las instituciones autárquicas, revelaban un hecho muy perturbador para el
poder: si alguien se tomaba a broma la seriedad institucional, se desvanecía la
intimidación.
Un
gran número de agentes de los servicios de inteligencia se destinaron a los espacios
urbanos para obtener información sobre la relación entre el disgusto popular y
la falta de alimentos. Los informes de las jefaturas de falange
apuntaban la peligrosidad encerrada en la combinación de bajos salarios,
incremento de carestía de vida y dificultades de abastecimiento. La observación de
la respuesta social ante el hambre fue una inquietud constante de los servicios
de información. Los dispositivos de auscultación del poder interpretaron las
opiniones sobre el empobrecimiento como datos políticos que median la extensión
de la disconformidad. Los temores a que la subordinación a las expectativas
del poder no fuese sincera, motivan la creación de planes de vigilancia sobre
la influencia de la economía en el orden público. Los informadores sabían que
los débiles disimulaban por prudencia y miedo. Sobre este hecho
«policialmente» innegable —mirar tras la máscara del subordinado para leer sus
verdaderas intenciones— resultaba
necesario practicar un test de detección continuo. En esta observación del
disgusto popular lo que más llama la atención es la microscopia del control, el
esfuerzo y el método prospectivo empleado en la vigilancia de las conductas
públicas. Para testar las corrientes de malestar se acudía a espacios de concurrencia cotidiana y ocio, a
estadios de futbol, colas de racionamiento, tabernas, plazas de abastos,
cafés, bares y teatros, espacios donde tradicionalmente los pobres expresaban los discursos críticos
con el poder. Es una información esta, de contenidos y contornos
mayormente anónimos, especializada por barrios que están siendo continuamente
observados con frecuencias mensuales.
Desde el principio de la guerra la propaganda y la
realidad fueron en Galicia las caras opuestas de una misma moneda. A un lado
estaba el escaparate iluminado y al otro la trastienda oscura. Auxilio fue ese escaparate
para el régimen, pero la trastienda escondía severos recortes que ocultar. Como
decíamos antes, la
implantación de la organización en Galicia fue muy temprana y rápido su
crecimiento durante la guerra. A sus comedores infantiles y cocinas de
hermandad acudían familiares de asesinados,
ajusticiados y soldados muertos en los frentes de guerra.
Pero antes de que la guerra terminara
comienzan los recortes, pasando de los 154 centros en 1938 a 130 en 1939. Tras el final del conflicto bélico ya no resultaba
imprescindible tener una retaguardia pacificada socialmente. Lo cierto es que Auxilio,
según nos dicen los datos de los censos de pobres, empezó a reducir sus
asistencias y cerrar locales cuanto más imprescindibles se hacían, en cambio los mensajes propagandísticos
seguían insistiendo en la intención del régimen por remediar la dureza de la
autarquía. Pero los cierres, la disminución de
acogidos y cantidades de alimentos se llevó a cabo sin contar con la pasividad
de las direcciones provinciales del Auxilio Social gallego. Ante el alarmante
aumento de necesitados fueron muchas las peticiones apremiando la apertura de
nuevos locales. Se informó sobre el incremento de la miseria y la mendicidad
callejera, sobre los efectos de la reducción de las raciones alimentarias y la
incidencia de enfermedades relacionadas con la desnutrición. Los alarmantes
informes escritos por las cúpulas gallegas sobre la falta de vivienda digna,
los salarios de miseria y el hambre, fueron recibidos a título de inventario y
quedaron sin respuesta.
La pobreza y la falta de recursos, lo acabamos de
ver, eran consideradas
potencialmente peligrosas, situaciones que podían disparar el enfrentamiento de
las clases populares con el régimen, pero también podían convertirse en todo lo
contrario, en mecanismos para garantizar el consentimiento y la sumisión de la
población. Y
ahí es donde entramos en contacto con otra realidad que nos ayudara a
comprender como el uso del hambre creó su propia cultura política. Sirvió de soporte para fortalecer el régimen y se podía hablar de
un papel complementario entre la represión y el hambre, esta última empujó a
los trabajadores hacia la privacidad y la aceptación resignada de la pérdida de
libertades, provocando
una desvinculación de preocupaciones ajenas a lo más inmediato. El trabajo
infatigable para asegurarse la sobrevivencia y escapar de la
enfermedad hacía imposible pensar en la reclamación de derechos laborales y
políticos. Las únicas expectativas posibles se limitaban a la lucha para huir de
la penuria.
El
hambre fue manejada por la beneficencia como fuerza coercitiva sorda: la
retirada de alimentos formaba parte de las acciones que no precisaban de
justificación ni aclaración. Dar alimentos era una manifestación del poder.
Estaba escrito en la lógica de la victoria bélica, en el derecho de los
vencedores sobre los vencidos. A ningún «rojo» se le ocurría preguntar cuáles
eran las razones que justificaban la pérdida de sus raciones alimentarias. Las
dificultades para conseguir alimentos extendieron un mensaje interiorizado como
autocensura: si hablas no comes, si hablas no trabajas. Un mensaje no recogido
en ninguna norma escrita pero brutalmente presente en la consciencia de la
realidad de los republicanos y sus familias. El hambre promovió el aprendizaje
de la pasividad, lo que fomentó la conformidad y la obediencia a la autoridad.
En palabras de un significativo falangista, Dionisio Ridruejo: ”el nuevo poder
había descubierto algo mucho mejor que la represión”
Hambre
y recristianización se dieron la mano para coaccionar a los pobres y
conducirlos hacia comportamientos de aceptación y reproducción de pautas de
conducta y adoctrinamiento religioso. La Iglesia, lógicamente, contribuyó
en este propósito. Las
movilizaciones falangistas de apoyo al régimen, como vimos anteriormente,
fracasaron, pero las de la Iglesia no. Ninguna institución podía competir con
ella en ese sentido. No había ninguna institución pública con una capacidad
escenográfica y dramática que contase con tal grado de elaboración, eficacia y
tradición acumulada. Sus repertorios de acción fuera de los templos incluían
las formas litúrgicas tradicionales, los oficios religiosos, procesiones, y
peregrinaciones. Estas formas de piedad religiosa colectiva silenciaban
el disgusto de la población y justificaban la dureza de la vida como castigo
derivado de una culpa previa. En el marco de esa nueva
piedad la resignación era una vía de perfeccionamiento moral y el sufrimiento
una manera de sacrifico patriótico; ambos salvaban espiritualmente y
fortalecían la comunidad nacional salida de la victoria en la guerra. La
falta de aprovisionamientos se explicaba negando sus causas políticas, apuntando
hacia la voluntad divina. Dios se valía del sufrimiento para castigar a una
nación culpable por haber desviado su historia del «recto» camino de la
religión. La autarquía se asoció con la ayuda de la Iglesia a una
interpretación espiritual del castigo derivado de una culpa. Si la guerra había
sido la prueba a la que Dios sometió a la «causa nacional», la posguerra y la
pobreza del primer franquismo iban a ser la confirmación de esa probatura. La idea cristiana de que el dolor y el sacrificio proporcionaban la
salvación jugó un papel de lenitivo para hacer tolerable las desdichas. El
mensaje de la resignación desactivaba
la búsqueda de una causa política para el origen de la pobreza y sublimaba la
responsabilidad de la dictadura en la miseria. Se conseguía así que la población
encajase su dolor en la aceptación pasiva de las carencias materiales de la
autarquía. El dolor era una vía penitencial
para expiar el pecado colectivo —la República— que llevó a la Guerra Civil. Los
sacrificios de la postguerra resultaban necesarios para la redención de la
sociedad española. El hambre finalmente no era más ni menos que una
purificación que formaba parte del castigo.
Las celebraciones colectivas de bautismos,
de matrimonios y primeras comuniones organizadas por Auxilio fueron un aparador para
exhibir el triunfo sobre el ateísmo y la apostasía. Grandes reportajes de prensa
y constantes locuciones en radio daban publicidad a las ceremonias. Los
bautismos en grupo tenían algo de acontecimiento fundacional de un Nuevo
Estado, de reintegración de la nación a sus fundamentos cristianos, formaban
parte del discurso para re-construir la clave identitaria de la nueva comunidad
nacional. Los niños sacramentados fueron usados por la propaganda como
representación del nacimiento de un estado. Las sacramentaciones públicas
demostraban la creación de una comunidad que recuperaba la compenetración entre
lo religioso y lo político. El bautismo se constituyó en símbolo del final de
proceso de degradación histórica culminada en la II República, fue un rito de
redención que purificaba
a los niños de los pecados cometidos por los progenitores.
Pero la asistencia
benéfica tambien llevaba aparejada la creación de otras herramientas de control
social. Las labores de la Oficina de Información Social, sus visitadoras y los
párrocos resultaron decisivos en ese sentido. Las sacramentaciones
masivas —bautizos y canonización de matrimonios civiles—, el seguimiento de la
conducta moral y religiosa de familiares de asistidos se mantuvieron en Galicia
hasta bien entrada la década de los 40. La Asesoría de Cuestiones Morales y
Religiosas, desde el verano de 1937 se dedica a otras tareas que nada tenían
que ver con el asesoramiento. Sus sacerdotes cumplían las funciones de
capellanes de Auxilio repartidos por todo el país. Estos capellanes actuaban de
intermediarios entre la parroquia y los acogidos, vigilando los hábitos
religiosos que garantizaban la asistencia alimentaria. Sus competencias se
extendían al campo de acciones incluidas en el proyecto de recatolización: catequización
de los niños asistidos, legalización canónica de matrimonios de sus padres y
familiares, detección de no bautizados y redacción de fichas de seguimiento de
la conducta moral y religiosa.
Las labores de la Asesoría contaron con el
apoyo de las visitadoras de la Oficina de Información Social, mujeres falangistas que estaban
haciendo el Servicio Social. Cada vez que se hacía una petición de asistimiento
en comedores y hogares, desde la Oficina de Información ellas se encargaban de hacer el seguimiento sobre la conducta religiosa, moral y política
de las familias. Aunque la verificación de las carencias familiares se acreditaba
con informes sanitarios, la valoración final del socorro dependía del comportamiento
moral, del cumplimiento de los preceptos religiosos y las costumbres sexuales
de los padres. Estos aspectos se recogían en dos informes, el social; redactado
por las visitadoras; especificaba si la vida publica y privada de las madres se
ajustaba a las pautas de religiosidad católica. El informe parroquial
investigaba la legitimidad de los padres, si el niño estaba bautizado y las
prácticas religiosas de la familia. Las visitas a las casas de
los amparados fueron un aspecto primordial del trabajo de las visitadoras.
La vigilancia sobre la conducta no finalizaba con el inicio del asistimiento,
continuaba posteriormente. Parte de los acogidos en los hogares falangistas se
reintegraban el fin de semana a sus casas y las visitadoras debían efectuar
una visita al mes a sus domicilios dejando constancia del comportamiento de los
familiares. De estos datos dependía la continuidad o término de la prestación.
Los informes parroquiales sobre el comportamiento religioso eran decisivos
para continuar o poner punto final a esta prestación.
Los alimentos se dispensaban a cambio del control
sobre la moralidad de las costumbres. Para Auxilio Social
el hambre fue una carencia sobre la que hacer recaer todo un repertorio de tecnologías
de vigilancia. El hambre se usó como un agente
disciplinario que hizo que los pobres comprendieran que el silencio era
fundamental para vivir. La quiebra de esta percepción resultaba lesiva para su
supervivencia. Esta relación con el hambre creó el marco de lo
posible, lo deseable y lo lógico para muchos gallegos.
*
El libro El pan y la cruz será presentado el próximo 29 de enero en A Casa das Campás de Pontevedra.
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