I
Bien
puedo asegurar que la situación presente, de las más críticas en la trágica
historia de mi país, ofrece un nudo muy difícil de desatar. Los que no dudan
que será difícil cortarlo, discurren sobre si ello debe hacerse violentamente, con cuchillo, o cuidadosa y suavemente, con tijeras. Esto sería lo mejor, pero
nadie puede prever en qué ambiente y con qué manos ha de efectuarse tan
delicada operación.
En
los días siguientes a la catástrofe en que perdimos los restos del gran
Imperio, daba pena ver el semblante nacional, menos turbados de lo que, a
nuestro parecer, pedían la gravedad de aquel suceso y la evidencia de nuestra
desdicha. Observábamos en el pueblo español una resignación menos triste de lo
que el caso requería, según el vulgar criterio histórico; a la faz resignada
siguió una faz de alivio y una sonrisa melancólica, como del enfermo que acaba
de sufrir con felicidad una amputación salvadora. Había perdido una parte de su
carne y de su hueso; pero el recuerdo de la operación quirúrgica era menos vivo
y doloroso quizás que el de la enfermedad que la hizo necesaria. La doble
guerra colonial, la imposibilidad de poner remedio a tan intensas llagas dolían
horriblemente en los últimos años.
Marcose
después en el pobre cuerpo convaleciente cierta inquietud; marcose también el
ansia de vivir. Nada más lejos del alma española que la desesperación. En el
trance formidable, se posesiona de ella el sentimiento de los poderosos medios
de vida que aún atesora; vagos anhelos del vivir científico la turban, como una
ilusión tanto más hermosa cuanto más difícil de realizar, y sueña con un
dichoso renacer de la minería y de la industria. Este pueblo tan viejo, tan
viejo, que nos representamos su imagen como la del Tiempo mismo, se nos vuelve
ahora niño, y en él observamos inquietudes y alborozos infantiles; le vemos
expirante en una vida, naciente en otra, dándose por fracasado en todos los
intentos del siglo anterior, preparándose a mayores empresas y aprendiéndose de
nuevo las lecciones que había olvidado. Su condición de niño se advierte en la
gozosa atención que pone en la Naturaleza, como si ahora por primera vez la
contemplara; al cabo de los años mil, se entera de sus montes, de sus llanuras,
de sus ríos; escarba en su suelo, y lo palpa y lo examina todo, sorprendiéndose
de ver innumerables cosas buenas no estrenadas todavía.
Al
propio tiempo, nuestro enfermo reconoce con tristeza la esterilidad de sus
esfuerzos durante todo el pasado siglo para darse un régimen político liberal a
la europea. Lo más triste es que ha tardado algunos años en descubrir que el
mecanismo que nos rige es un aparato de formas admirables, pero que no
funciona; todas sus ruedas y palancas, todos sus engranajes y transmisiones,
son figurados, como las lindas máquinas pintadas que sirven para el estudio.
Forman nuestro régimen político las más seductoras abstracciones. Examinados
desde fuera, nuestros Códigos y todo el papelorio de leyes y reglamentos para
su aplicación parecerán, sin duda, un perfecto organismo que regula la
existencia del pueblo más feliz del mundo. Mirado por dentro, se ve que todo es
cartón embadurnado al temple, en algunos trozos con singular maestría; pero ya
va envejeciendo notoriamente la pintura, y se clarea de tal modo el artificio,
que no hay ojos bastante inexpertos para ilusionarse con él.
Ya
nadie ve una base fundamental de la vida política en el principio de la
representación del pueblo, porque el sufragio es un donoso engaño al alcance de
los observadores menos perspicaces. Las elecciones se hacen sin interés, con
escasa y fría lucha; la emisión del voto no apasiona ni enorgullece a los
ciudadanos; éstos han podido observar el esmero de los Gobiernos para componer
las Cámaras, dando el conveniente número de puestos a las oposiciones y
contrapesándolas con abrumadoras mayorías. Resulta
que la representación del país está, con unos y con otros partidos, en manos de
un grupo de profesionales políticos, que ejercen alternadamente, con secreto
pacto y concordia, una solapada tiranía sobre las provincias y regiones. La
Justicia y la Administración, sometidas al manejo de político y sin medios de
proceder con independencia, completan esta oligarquía lamentable, igualmente
dura antes y después de las revoluciones que tronaron contra el antiguo
régimen. Nuestros políticos agitaron la existencia nacional en el pasado siglo
sin fundar nada sólido, y todo lo hecho en nombre de la democracia contra el
Gobierno personal, resultó de la misma hechura interna que lo que se quería
destruir. Se variaban las apariencias y el nombre de las cosas; pero el alma
permanecía la misma.
Llegado
el momento de abrir bien los ojos y de ver en toda su desnudez y fealdad el
error cometido, ¿puede un país ser indefinidamente testigo y víctima callada
del mal que padece sin ponerle remedio? Imposible. Los hombres de más saber
político reconocen que así no se puede seguir, y forcejean dentro de la red que
ellos mismos han tejido, y que les entorpece para toda obra grande de reforma.
Pero ninguno se decide a romperse con arte, destruyendo siquiera alguna
malla por donde sacar un dedo, después una mano, y llegar por sucesivas
rupturas de hitos a la libertad de esta desgraciada nación, esclava de lo que
aquí llamamos caciquismo, tristísima repetición
de los tiempos feudales y de las demasías de unos cuantos señores, árbitros de
los derechos y de los intereses de los ciudadanos.
II
A
esta desventura hay que añadir otra. Así como un organismo debilitado y anémico
es terreno apropiado para cualquier invasión morbosa, así el cuerpo de España,
extenuado por el caciquismo y por el desuso de toda acción política saludable,
viene a ser presa del morbo clerical, que desde los tiempos primeros de la
Regencia comenzó a extenderse, y ya se corre formidable de la epidermis a las
entrañas de la nación. Y no es el clericalismo, como la máquina política, un
artificio de pintadas telas o dorados cartones, sino una organización de
notoria eficacia, manejada por personas que van impávidas y perseverantes hacia
un fin positivo, con la rigidez de principios y la sagacidad de medios que dan
tanta fuerza a la institución sacerdotal.
Por
causa de la deliberación del cuerpo social, es más grave aquí que en Francia la
cuestión impropiamente llamada religiosa, pues no se trata de dogmas ni de cosa
tal. En Francia, la robustez de las instituciones y el grande influjo de la
opinión en el Gobierno facilitan el problema. Allí se pude discutir en las
Cámaras si deben ser o no suprimidas las Congregaciones y sometido a prudente
limitación el ya inmenso rebaño de clérigos, frailes y beatas. Aquí tal debate
sería peligrosísimo, quizás impensable, y los Gobiernos tímidos y de
compadrazgo que en España se suceden no sabrían dar al problema más que una
solución, figurada, aplicando a los excesos del clericalismo freno y correctivo
más aparentes que reales.
Debo
consignar los caracteres singulares del ultramontanismo español, para que se
comprenda mejor su poder y la enormidad de los esfuerzos que habrá que emplear
contra tal enemigo. Fuerte es, principalmente en España, el brazo clerical, con
su carácter histórico, y acerca de eso conviene recordar fechas y sucesos del
pasado siglo. Aunque los orígenes del absolutismo con bandera religiosa deban
ser buscados en la política de los primeros soberanos de la Casa de Austria y
en las guerras promovidas por estos contra la Reforma y la Herejía, hasta el
primer tercio del siglo XIX no aparece el formidable partido con organización
militar y política, disputando el solio español a la hija de Fernando VII.
La
espantosa guerra dinástica entre las dos legitimidades desde 1833 hasta 1840,
fue de las más encarnizadas y sangrientas. Unos y otros desgarraron cruelmente
la nación y la hicieron trizas. No pueden ser leídas sin horror las páginas de
aquella trágica historia, que nos ofrece el sacrificio de una raza ante frentes
que no merecían tan grande holocausto y ante personas que no valían, ni con
mucho, la sangre derramada. No menos odioso que su hermano, D. Carlos no
supo implantar con la guerra un absolutismo práctico, como tampoco establecerlo
en la paz. Fueron, cada cual en su esfera y en su tiempo, dos seres que
siniestra memoria, que parecían instrumento de ínfulas celestiales, algo como
ejecutores de una divina venganza contra nuestro desgraciado país. Creyérase
que España, dejada de la mano del verdadero Dios, caía en poder de deidades
maléficas, infernales. En los pueblos, que por uno y otro ideal combatieron
hubo grandeza, virtudes, heroísmo. En los pueblos que por uno y otro ideal
combatieron hubo grandeza, virtudes, heroísmo. En los que personificaron la contienda
no se ve más que orgullo, fanatismo, sequedad del corazón y una capacidad
absoluta para regir soldados y pueblos. Durante el reinado de Isabel, el
carlismo repitió su tentativa, pretendiendo ser el único representante de la
verdad religiosa, y una nueva guerra organizada ensangrentó los días del
período revolucionario, del reinado de D. Amadeo de Saboya y de la
Restauración, hasta que fue sofocada por el joven Rey Alfonso XII.
Digo
que fue sofocada, porque el carlismo no ha sido nunca extinguido de modo
eficaz, y ese es el error del país liberal en todo el siglo precedente, pues
siempre puso fin a las campañas facciosas por medio de esfuerzos parciales y
por convenios, arreglos y componendas. Lleva siempre la causa carlista tras sí
a un poderoso encantador, el fanatismo eclesiástico, el cual no te abandona en
sus caídas ni en sus más desastrosos vencimientos; va de continuo en pos de él,
y si le encuentra roto en dos pedazos, le recoge cuidadosamente, uniendo las
partes separadas: le da a beber el bálsamo de Fierabrás, y ya está el hombre
resucitado y dispuesto a batallar de nuevo.
No
debió la Libertad contentarse con abrir en canal al monstruo; debió cerrar
inmediatamente contra el nigromántico portador de la alcuza del bálsamo y
romper ésta en la cabeza del mismo, siguiendo luego sus golpes hasta romper
también la cabeza con los restos de la alcuza. Debió el país liberal no
contentarse con la victoria, mejor o peor amañada en el campo de batalla, sino
continuarla en el terreno de las leyes, atando corto al amigo y aliado del
faccioso, que, faltando a su ministerio cristiano, ha mantenido en tiempo de
paz el fuego de la guerra, mal tapado con la legalidad; debió el país liberal,
sin ofensa del dogma religioso ni de las creencias, sujetar al clero, meterle
en sus iglesias y en su disciplina, obligándole para siempre al respeto al
Poder civil.
Las
debilidades del liberalismo, motivadas en un excesivo temor a la autoridad
romana las estamos pagando ahora, y henos en pleno siglo XX con el mal en
aterrador aumento, la muchedumbre eclesiástica cada día más dominadora y
absorbente, el carlismo amenazando con nuevas tentativas. ¡Triste situación la
de España por no decidirse a poner mano varonil en este conflicto, afrontando
las amenazas del absolutismo con el firme propósito de tenerlo a raya, que
medios le sobran para ello, y de enterrar definitivamente ese espantable muerto
en forma tal que sea su resurrección imposible!
III
Falta
exponer el carácter social del clericalismo que con formas modernizadas nos invade
ahora, y que nos ahogará si no ponemos toda nuestra energía en la empresa de
contenerlo, ya que no de destruirlo.
Desde
los primeros años de la Regencia, la invasión de Congregaciones religiosas con
fines, más que contemplativos, prácticos y experimentales, ya en la educación,
ya en la Caridad, ha ido creciendo por días, y hoy son tantos los institutos de
esta clase, que es difícil contarlos designando a cada uno por su nombre
canónico, o por lo que ellos mismos se han dado, con espontánea concepción, en
el seno de la Iglesia.
En
Barcelona, la ciudad más populosa y rica de nuestra Península, la que en todas
las iniciativas marcha a la vanguardia de nuestra cultura, cuenta con 180 casas
de religión, edificadas en el centro o en las afueras de la ciudad, como un
plan estratégico de baluartes amenazadores que custodian y oprimen al
vecindario. En Madrid es también enorme el número de establecimientos de esta
clase, y en Bilbao, Málaga y Sevilla los hay de importancia y número
correspondientes a la riqueza de esas poblaciones. Variada muchedumbre de
frailes y monjas pueblan esas casas, siendo pocas las personas que viven en
reclusión; la gran mayoría de religiosos de uno y otro sexo hacen vida urbana y
callejera, metidos en el vértigo de la vida social, ya movidos del afán de
supetitorios, ya por sostener por el visiteo constante en sus relaciones con
damas y caballeros de alta posición, clave de su poder espiritual y de los
resortes materiales con lo que lo hacen más eficaz y más duro.
Al
propio tiempo, la enseñanza secundaria y superior está en manos religiosas.
Sería largo de referir por qué serie de concesiones, verdaderas inocentadas del
Poder público, han llegado a este predominio eclesiástico en la dirección de
una parte muy principal de la juventud. Los jesuitas, hombres de tenaz
ambición, maestros en el arte de introducirse y arraigarse, han sabido
implantar dentro del Estado un Estadillo escolar con todos los organismos
docentes, desde las enseñanzas elementales, hasta las universitarias, y en
ellas reparten el pan de la Ciencia, que, según dicen los que lo han catado, y
son muchos, ¡ay! No es sabroso ni nutritivo.
No
circunscribe la Compañía su acción tutelar a la enseñanza, y pretende hacer
maravillas en la educación. Los chicos adquieren bajo su gobierno buenos
modales y una frialdad tónica que, cuando sean hombres hechos y derechos, les
servirá de preservativo contra las pasiones. No agrada a los Padres que gocen
de libertad en sus recreos, y han fundado para ellos una Hermandad medio divina
y medio humana, bajo el rótulo y el patrocinio de San Luis Gonzaga.
Entre
los llamados luises hay jóvenes de gran talento ¿quién lo duda?, hijos de los
hombres más ilustres de la nación; a la aristocracia del dinero pertenecen
muchos; otros, a la de la inteligencia. En estos institutos, al modo de
pindosos casinos, pasan largas horas del día y aún de la noche, alternando los
devotos ejercicios con los pasatiempos más honestos y con la lectura de los
libros más insípidos que se han escrito en el mundo. Pero no puede dudarse que
el ambiente de sosería y aburrimiento que allí se respira, y el trato frío de
la Comunidad que dirige a los muchachos en tales casas o limbos, les hace
mártires de su propia virtud y de la glacial insensibilidad jesuítica, tras de
la cual abdica todos sus fueros la personalidad humana. ¡Juventud sin pasiones,
sin arranques, sin delirios, sin ensueños de amor y aventuras, qué cosa tan
triste! Hay entre los tales luises jóvenes muy simpáticos, que se ven forzados
a disimular su talento y no pueden conseguirlo: en el trato social son unos
ángeles elegantísimos, pero bien dejan comprender con la tristeza de su mirar,
que gestionan el compromiso que han contraído de canónigos llevando las alas
escondidas dentro del frac o del smoking.
Pero
como no hay cosa mala ni buena que cien años dure, y las organizaciones
contratas al orden natural rara vez prevalecen, el mejor día vendrá a repentina
emancipación de toda la sumisa cohorte infantil, y la patria recobrará esas
preciosas inteligencias secuestradas. Ellos serán librepensadores, quizás
volterianos, que hartos estamos de ver la evolución de corderos a lobos en la
psicología religiosa. La crianza de generaciones suele salirles fluida a los
obreros de Loyola. Cuando menos se piensan, ven éstos malogradas sus laboriosas
hornadas, resultando que los hijos salen a sus padres verdaderos y son hombres
como lo fueron éstos, no al modo de los padres empolladores, que quieren formar
Humanidad nueva, moldeada en una falsa perfección, tan antipática y absurda
como las comedias sin mujeres que representan los chicos en sus ratos de ocio.
La Humanidad que quieren traernos los ignacianos es
como su fría arquitectura, como su arte, como su música, como sus sermones,
como su ciencia: una Humanidad sin gracia, sin femenino.
No
será irreverente decir que el mal gusto y la sosería de esa orden, su falta
absoluta de sentimiento poético, se manifiestan hasta en la advocación que
prefiere para el culto mariano, la Virgen sin niño, la que por la propia
elevación y sutileza del dogma que representa es la que menos expresa la
armonía entre lo divino y lo humano. El Carmelo, el Rosario, las Angustias, la
Soledad, ¡cuánta mayor belleza encarnan y cuan ardorosamente mueven la ternura
en las almas cristianas, principalmente en el alma española! En esos admirables
símbolos de piedad hallan consuelo las desdichas y el dolor, inherentes a la
humana naturaleza; son la luz que señala a los pecadores, a los afligidos, a
los que padecen hambres o persecuciones, los caminos de la esperanza.
Y
lo que se dice del culto a la Virgen puede extenderse al culto de los
Corazones, característico de la Compañía, y a tan desdichada iconografía que lo
representa. A cambio del sentimiento estético del que carecen, los jesuitas han
establecido en sus templos comodidades casi suntuarias y no pocos refinamientos
de orden y limpieza. Todo su sistema tiende a ganar las almas de los ricos, a
quienes halagan con la higiene del local eclesiástico, seguros de que las
personas regulares no lo frecuentarían si en él no hallaran el ambiente grato y
el confort de sus propios domicilios. No aspiran los
jesuitas al dominio de los pueblos por la sumisión de las muchedumbres en las
cuales siempre han encontrado indiferencia u hostilidad; aplican toda su acción
sectaria a las clases pudientes, principalmente a la burguesía enriquecida en
los negocios, a la fuerte clase social donde más abundan las conciencias
turbadas, , por ser la clase de improvisaciones de riqueza, de las luchas
pasionales, de los extravíos de la vanidad y el lujo. Con admirable sentido,
los de Loyola han sabido escoger el terreno más adecuado a sus ambiciones de
imperio, y es forzoso reconocer que han hecho maravillas, y que, dentro de la
expresada clase, han construido un monstruoso nidal eminente, donde puedan
clamar muy alto y medirse con el Estado y las instituciones.
IV
Ellos
no tendrán sentimiento poético ni su Orden posee el encanto de la imaginación
que resplandece en la Orden Seráfica o Agustiniana, o en el Carmelo; pero lo
que es sentido de adaptación a la realidad y tacto exquisito para pulsar
la masa humana sobre que operan y entenderse con ella, no puede negárseles; son
en esto consumados maestros. Tal poder han logrado que arrancárselo será
obra no menos delicada que peligrosa. Como no podía ser tarea fácil conquistar
la conciencia y la voluntad de los hombres, dígase en este caso señores o
caballeros, se han apoderado de las armas de las mujeres, entiéndase señoras o
damas, alegando en esta captación a resultados increíbles. Han dominado a las
madres, por las devociones de buen tono y sin austeridad, así como por el arte
de armonizar la moral con la vida regalada y el usufructo de los bienes
terrenos a las señoritas, por la falaz idealidad religiosa, insípido manjar que
se les administra en los colegios elegantes, y que las pobres niñas inocentes
ingieren sin conocimiento del mundo ni de la sociedad. Las madres que se dejan
entontecer permiten y fomentan la labor jesuítica, hasta que les arrancan a sus
hijas para hacerlas ángeles en algún convenio de los de flamante creación.
No
faltan maridos y padres que, perdido el seso, como sus hijas y mujeres,
asienten a todo y se dejan llevar por los caminos angelicales en cuyo término
suele estar el trasiego total o parcial de los bienes de la familia al acervo
de la Orden; pero los hay que no se conforman y aunque ostensiblemente no se
atreven a protestar y aun afectan sumisión al fraile o jesuita que domina la
casa como país conquistado hacen por distraerse de las melancolías en que tal
situación les pone. En la casa, por no chocar con las señoras y señoritas, se
muestran piadosas; en la calle y en los casinos, que por causa de los
rozamientos domésticos frecuentan más de lo regular, ponen el grito en el cielo
y claman por que de alguna parte salga el remedio pronto y radical a esta grave
perturbación. En Madrid y en las capitales ricas, donde operan los ignacianos,
hay multitud de maridos viejos y jóvenes que refunfuñan de llevar sobre sí la
marca del jesuitismo, y no pueden ocultar la tristeza y hastío que en la vida
de familia encuentran.
La
de los clubs ha tomado un vuelo extraordinario en los
últimos años. Difícil es la solución de este problema para los hombres de
mediana energía que a todo se resignan antes que promover domésticos alborotos
en que salgan vergonzosamente derrotados por el fanatismo de las hembras. Alguno
ha sabido ya rebelarse valeroso; más la fuerza del bello sexo fanatizado es
tal, que no bastará el valor, y se necesitará el heroísmo de padres y esposos
para romper el encantamiento y reconstituir la familia cristiana. Rara es
hoy la casa de personas acomodadas que no tenga en su seno la guerra civil.
Forzoso será que intervenga el fin el Poder público, obligado a poner su mano
en el grave trastorno de la sociedad española; pero el Poder público se
encontrará con una espantosa trinchera, defendida por señoras, que son las más
fieras combatientes en guerras de conciencias. ¡Triste destino de un Gobierno
que obligado se ve a plantear batalla con mujeres! Valientes son ellas, y
ocupan formidable posición. A sus espaldas hállanse muy a cubierto los santos varones
que suministran a las combatientes la divina pólvora con la que abrasan a todo
el que se aproxima. El Poder civil no puede desalojar de su posición a
las enemigas sino aplicándose previamente a desalojar a
los de retaguardia, a quitarles la pólvora, a mojarse por lo menos.
Sojuzgado
el contingente femenino de las clases superiores, el clero ignaciano labra todo
lo que puede en las profundas clases populares, conquistando para sus fines a
las muchachas trabajadoras, y echando una red extensísima, en que ha cogido a
las muchachas de servir, con lo cual se ha provisto de un admirable instrumento
para conocer el interior de las casas ricas. Y aunque la conquista de
este femenino de clase baja no significa el dominio del
pueblo, es por el pronto una posición ventajosa y una nueva base de operaciones
para futuras campañas. A todo el mujerío alto y bajo lo encadenan con
devociones prolijas y no tan fastidiosas como las del ordinario ritual, y
combinan las horas de modo que no puedan las niñas concurrir a bailes ni a
teatros, ni aun al inocente pasear por las calles o alamedas.
Lo
que saca de quicio a los llamados compañeros de Jesús es que las hembras se
diviertan y anden entre hombres. Si ellos pudieran, encerrarían en los
Seminarios a todos los varones, y en beateríos a todas las muchachas y
señoritas. De este modo no habría pecados. ¡Qué Humanidad tan hermosa
obtendrían por este medio! Cierto que la juventud peca, y, si la dejan, pecará
enormemente; pero también es probado que la juventud aburrida se lanza con
locura febril a mayores infracciones de la ley moral. Esto no lo comprenden, o
afectan no comprenderlo, los hombres que, con más ciencia de los libros que de
la realidad, propagan un ideal de virtud espantosa y lúgubre, que seca las
fuentes de la vida y no puede dar otro fruto que la epilepsia o la imbecilidad.
Lo
grave de esta dolencia social es que ha cogido el cuerpo político debilitado
por el caciquismo. España carece hoy casi por completo de fuerza fisiológica
que la preserve contra las invasiones que atacan su epidermis, y luego su
tejido, sus entrañas, su organismo todo; la nación ha desmayado en el uso de
sus facultades directivas, abdicándolas en unos cuantos caballeros cuyo interés
político constituye una oligarquía que finge el movimiento vital. Por este
desmayo, por esta parálisis lenta de la vida propiamente orgánica, por esa
renuncia indolente de todos los derechos y de su expresión, ya no sabemos dónde
está la parte de soberanía que nos corresponde, y hay que pensar que se ha
extinguido o que ha pasado de pueblo a los oligarcas en cuyas manos está la
escasa acción política que aquí se ejerce.
Que
el caciquismo, nuestro señor, es impotente para poner coto a la invasión
clerical, no hay por qué decirlo: bien quisiera él destruir tan formidable enemigo;
pero no se puede, le falta sangre, no tiene alientos, no tiene fuerza anímica,
por carecer de ideales y de vista para mirar más allá de su particular
conveniencia. Y
siendo tan débil la oligarquía reinante, lo más seguro es que se la tragará el
clericalismo, recogiendo de su víctima la soberanía, para transmitir al Papa,
que vendrá pronto a ser, si Dios no lo remedia, nuestro indiscutible soberano
temporal. No es esto un sueño, sino realidad al alcance de los observadores
menos atentos. Veremos, pues, redivivos en nuestro suelo los Estados
Pontificios por cuyo restablecimiento suspiran algunos católicos con más fervor
religioso que patriotismo.
Y
los que por tales caminos llevan o dejan llevar a esta nación, no se hacen
cargo de la injusticia de semejante campaña, cuyo término podrá ser la
transmutación disimulada de la nacionalidad; pues si España abomina del
clericalismo y rechaza el ser convertida en territorio temporal del papa, no
disputa a éste su jurisdicción espiritual, ni le regatea la más pequeña porción
de su autoridad en el terreno dogmático. En este inmenso pleito entre una
nación y el jesuitismo insaciable, no se pone en tela de juicio ningún
principio religioso de los que son base nuestras creencias; lo que se litiga es
el dominio social y el régimen de los pueblos.
Desembarazada
España de la turba multa de frailes y
jesuitas, quedaría bajo su tradicional constitución religiosa, gobernada
espiritualmente por sus obispos y su clero secular, que, actuando solo y libre,
sin la diabólica inspiración ignaciana, reinaría pacíficamente, respetuoso y
respetado.
Por
esto, el buen arte político aconseja que no se complique el problema
confundiendo en un solo anatema a las dos familias sacerdotales; y si en otro
tiempo dijo alguien “no toquéis a la Marina”, ahora todos debemos decir a los
gobernantes: “no toquéis al clero secular”.
Y
si es sincero el propósito de combatir el clericalismo, a la anterior receta
agréguese otra de segura eficacia: no temer la guerra civil, no ver el espectro
del carlismo en proporciones mayores de las que realmente tiene. Si la guerra
se presentara, lo que es muy dudoso, deber de todos, Gobierno y país, es
afrontarla con valor, vencer al faccioso y errarlo tan hondo que no pueda
resucitar. ¿Podrán dar solución al temido problema el país anémico y sus
debilitados caracteres? No perdamos la esperanza de que así sea, porque en las
naciones se corrige la anemia más fácil y prontamente que en los individuos: se
cura con una fiebre que España padece ahora en altísimo grado, y es el ansia de
vivir.
Benito
Pérez Galdós
Madrid, marzo 1901
Publicado en Heraldo de Madrid, 9 de abril de 1901, página 1
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