Seguía el laberinto de la
trinchera con un gran cuidado para evitar los charcos diminutos que la humedad
formaba en algunos rincones. Miraba al suelo receloso y a sus pies con
verdadero deleite. En uno de los recovecos del camino se cruzó con un camarada.
—¿Vas de estreno, Paquillo? —le preguntó, señalando sus botas
nuevas relucientes de grasa.
—Chico, tenía unas ganas de ellas...
No sé qué ventolera le ha dado al comisario que me llama hoy y
me dice, muy chulo: «Tú, pruébate un par, aunque a ti te hacen falta unos
zepelines y no sé si te servirá alguno de ésos hechos para personas». Bueno,
para saltarle al cuello o mentarle a la madre. Si no fuera mirando que todos
somos camaradas y que al fin y al cabo tenía las botas... Ya sabes que no me
puede ver, pero en esta ocasión se ha portado.
Llevado de su entusiasmo hubiera seguido hablando del tema. Pero
su interlocutor tenía prisa y hubo de continuar su camino para salir a la
superficie en la esquina de una de aquellas calles limítrofes de Madrid que
morían donde nacían las trincheras. Estaba lejos del centro, pero no importaba.
En aquel instante era feliz.
Recordaba que una vez, antes de la guerra, compró unas botas de
boxcalf, tan blandas que parecían un guante. Tenían un piso de goma que
amortiguaba la dureza del suelo contra los callos de las plantas de sus pies.
El corte oprimía suavemente sus dedos y sus meñiques estuvieron durante meses
libres del martirio de aquellos otros callos diminutos que se habían asentado
en ellos y no había forma de desarraigar. No pudo jamás encontrar botas iguales
a aquéllas. Sus pies eran deformes, casi planos. Cuando ya de puro viejas quiso
sustituir las botas únicas por otras semejantes, la moda había cambiado.
No se llevaba ya la horma norteamericana, sino que se había vuelto a la horma
española, estrecha y puntiaguda.
Nunca pudo formarse una idea de lo que era Norteamérica. Pero a
través de aquellos zapatos de punta ancha y redonda que le hicieron feliz y de
aquellos rumores que corrían por la trinchera, de que el Gobierno
Norteamericano enviaba armas y aviones al Gobierno de España, nació en él una
corriente de cariño a un país del que sólo sabía que hablaban inglés,
tenían casas de cuarenta pisos y había que embarcarse durante días para llegar
allí.
Su única preocupación era sus pies y la ametralladora. A ésta
última la odiaba. Parecía una maldición, pero era un hecho real: cada vez que había
de mover la máquina para trasladarla de sitio, era seguro que una de las patas
del trípode vendría a golpear el callo de su pie derecho. Cuando tanteaba en la
oscuridad de la noche, en el parapeto, y se sentaba en el sillín para
consumir su turno de guardia, más tarde o más temprano, su pie venía a chocar
violentamente con una de aquellas malditas patas de acero y precisamente en el
callo. Su pie izquierdo era más inteligente o la máquina no le tenía tanta
rabia. Pocas veces había chocado con ella. Pero en cambio era un barómetro. La
variación más mínima de humedad del ambiente le producía un dolor agudo.
Tenía miedo a los dos: a sus callos y a la máquina. Los
tenía miedo conjunta e individualmente. Parecía que se ponían de acuerdo, para
martirizarle. Individualmente sus pies comenzaban a hacerle sufrir en los
momentos menos esperados. La máquina exigía derroche de valor cuando había que
sentarse en el sillín a campo descubierto para disparar. Pero, en fin, el miedo
a la máquina era menor que el miedo a los callos. Una era la guerra, y era
cuestión de suerte. Los otros eran unos verdugos que le martirizaban desde
niño.
Hoy sus sensaciones eran optimistas. Repasaba todos estos
detalles en la memoria, pero ¡andaba tan a gusto! Es verdad que las botas eran
grandes, pero esto era lo que él necesitaba, que el pie pudiera moverse
libremente. Si acaso, un poco de roce en el talón, que no era nada.
Pasó una tarde espléndida. Recorrió Madrid, tomó café, cerveza,
vino, chicoleó con las muchachas que encontró al paso. Visitó a su antigua
patrona, pellizcó un pecho a la criada, y se puso de acuerdo con ella para
salir juntos el próximo día de permiso.
Y regresó, militarmente puntual. A las ocho entraba de puesto en
el parapeto. Tropezó con la máquina, como siempre, pero esta vez la máquina
fracasó. Pegó contra el borde ancho y grueso de suela y allí murió el golpe. En
su reacción contra aquella mala bestia, se atrevió a darla una patada en
el nudo de aquellas malditas tres patas que tanto le habían hecho sufrir.
Se sentó vigilante y comenzaron a transcurrir los minutos
tejiendo sombras fuera del parapeto. Entonces comenzaron sus pies a vivir su
vida propia. Era una simple sensación de calor; pero esto no era extraño. Había
andado mucho. Después fue un picorcillo tenue que subió de intensidad hasta
convertirse en dolor agudo como una quemadura. Las botas eran pequeñas para los
pies hinchados y calenturientos. Por si era poco, sus talones comenzaban a
arder bajo los efectos de sendas rozaduras que hasta ahora no dieron fe de
vida.
En la oscuridad, le parecía ver agigantarse sus pies, crecer,
subir a lo largo de sus piernas, agarrarse a su estómago, escalar su cabeza.
Todo él estaba febril y sudoroso.
A la puerta del refugio asomó el cabo.
—Preparados.
—¿Eh?
—Ya sabes. Cuando el capitán dispare la pistola, saltas con
la máquina detrás del árbol — señalaba un árbol negro a diez metros de la
trinchera— y cubres a los camaradas.
Quedó tenso, en la noche, esperando la señal. Se descalzaría de
buena gana, pero si en aquel momento sonaba el tiro, no podría salir. Esperó
impaciente hasta que resonó el disparo.
De la serpiente que formaba la trinchera, surgió otra serpiente
humana que avanzó entre disparos y explosiones, gritos y blasfemias. Ya
estaba allí al abrigo del árbol, disparando sin cesar. El «Pinta», un camarada
de Vallecas, alimentaba la boca insaciable de la máquina.
Paró el fuego. Los camaradas habían llegado a la trinchera
enemiga, y entonces comenzó a tirar de sus botas y de sus calcetines,
rabiosamente. Sus pies al aire libre de la noche, al contacto de la humedad
fría de la hierba, parecían respirar a pleno pulmón. Apoyó el pie derecho sobre
la máquina y la sensación helada del acero le produjo un choque brusco,
seguido de un bienestar inefable. El «Pinta» dobló la cabeza sobre el pecho y
rodó a su lado. Pero fue incapaz de reaccionar ante el camarada muerto.
¡Disfrutaba tan intensamente el consuelo de sus pies libres y helados,
afianzados en aquel maldito trípode que ahora era el mejor remedio!
Fracasó el ataque. Volvían los hombres restantes, disparando sin
cesar para cubrirse en la retirada. Y él abrió el abanico de su máquina,
sus pies bien afianzados en las patas de acero. Disparaba con placer, fundidos
todos en un conjunto —la máquina y él, y sus pies con él y la máquina—. Salvó a
muchos de la muerte con la cortina intensa de plomo que colocó entre sus
hermanos y el enemigo.
Se retiró el último y recibió las felicitaciones del jefe del
Sector, muy serio, muy cuadrado, desnudos sus pies, el par de botas en la mano.
En la Ciudad Universitaria, podéis encontrar un miliciano
descalzo de pie y pierna, tumbado en su chabola, apoyando sus plantas desnudas
sobre los miembros de acero de una Hotchkiss. Sus compañeros creen que está un
poco loco. En una repisa de la pared de tierra hay dos botas magníficas. Una
guarda una botella de vino, otra unos trozos de pan, un paquete de tabaco, dos
botones, un carrete de hilo negro y un peine.
Llevan tanto tiempo allí las botas que a su alrededor crecen unos finos tallos de hierba, que
contornean la línea de sus suelas, ancha y gorda.
Arturo Barea
Valor y miedo, 1938 - Capítulo VII - Las botas
Valor y miedo fue el primer libro publicado por Arturo Barea.
Refleja la realidad social de la ciudad de Madrid cercada por tropas
franquistas.
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