Entre un júbilo inmenso, las tropas nacionalistas hicieron su entrada en Madrid.
«Hay
que provocar en Madrid un movimiento en favor de Franco; si no, la población
está perdida». El coronel Segismundo Casado, ministro de la Defensa Nacional
del último Gobierno republicano que él constituyó el 5 de marzo, reflejando en
los rasgos la terrible enfermedad que padece -una úlcera en el estómago-,
recibe en su pequeño despacho instalado en lo más profundo de los subterráneos
del antiguo ministerio de Hacienda, a un joven, que pasó dos años y medio escondido
en una embajada de la capital: Veglisson, miembro del triunvirato de la falange
de Madrid, hijo de un ingeniero francés. Casado sabe que la ciudad está
perdida. Después de haber expulsado al doctor Negrín el 5 de marzo y reprimido
el levantamiento comunista en el curso de una semana de rudos combates en las
calles de Madrid, ofreció la paz a Franco. Al principio, el generalísimo no
respondió; luego, el 13 de marzo, pidió bruscamente que se le entregara toda la
aviación republicana en un plazo de cuarenta y ocho horas. Hay viento de
tempestad. Los aviones están dispersos. Imposible. Franco envía entonces un
ultimátum. La guerra se reanuda. ¿Contra quién? Casado examina la situación de
los cincuenta mil soldados agrupados en las trincheras abiertas delante de la
ciudad. Dos o tres mil solamente permanecen en línea desde que el Consejo
nacional de defensa pronunció estas palabras. Luego los soldados abandonaron
las posiciones, volviendo a ocupar el lugar que habían dejado. Los que
permanecen en las líneas son los que viven en Madrid. Contemplan con hastío el
material usado cuya guardia está confiada a ellos, comienzan a colocar trozos
de tela blanca en sus fusiles. Los comisarios políticos, los oficiales que
fueron voluntarios el 18 de julio de 1936, las gentes comprometidas
emprendieron la huida hacia la costa.
Hacia Albacete
Se prohibió a los garajes la salida de los carruajes, se ordenó al
control de rutas que detuviera a los visitantes. ¿Pero quién hubiera podido
contener la ola humana que arrastraba la carretera de Valencia? Casado ya no
tiene tropas para asegurar el orden. Los dirigentes de la Seguridad se
marcharon. Empero, los comunistas permanecieron en la ciudad. Desde hace ocho
días se encuentran en la madrugada un sinnúmero de cadáveres de gentes
asesinadas a las cuales se les han robado los papeles de identidad. Casado sabe
también, que veinte mil anarquistas de las tropas del frente de Guadalajara
intentaron hacer de Madrid una nueva «Numancia», encerrarse en la capital
después de haber fusilado con ametralladora a todas las bocas inútiles. Había
dado su palabra a los anarquistas de salvar a todas las gentes comprometidas.
Pero ninguna nación quiere darles hospitalidad. Son de diez a veinte mil.
Madrid cuenta con seiscientos mil habitantes. Por primera vez en su vida,
Casado será perjuro. -Mañana, la ciudad será ocupada por las tropas
nacionalistas -responde Veglisson. Después de un momento de vacilación, el
coronel Casado le estrecha la mano. Atraviesa la antesala donde están reunidos
sus oficiales de ordenanza: -Señores -dice-: ¿Quién me acompaña a Albacete?
Algunos le siguen. El coronel va luego al sótano blindado donde duerme don
Julián Besteiro. El viejo líder socialista, distinguido como un grande de
España, y el jefe se abrazan, Casado sube después en su Studebaker estacionado
en el patio del ministerio. El auto desaparece en la noche. Madrid ya no tiene
defensor.
La Paz
Veglisson alerta a sus falangistas. Los pendones con los colores
nacionalistas, las franjas de la falange salieron de los escondites donde se
ocultaban desde hace dos años y medio. Se confeccionó de prisa el mayor número
posible de banderas blancas. El martes 8, a las 9 de la mañana, una nota es
leída en la radio que casi nadie entiende: «Madrid hace su rendición». Los transeúntes
ven con estupor una bandera blanca flotando en el palacio de la prensa y que se
puede distinguir desde las líneas enemigas. Algunos coches pasan con ocupantes
que gritan: «¡Viva Franco!». De los edificios colocados bajo la protección de
Chile, Rumanía, Cuba, El Salvador, Uruguay, Guatemala, se ven salir una fila de
hombres lívidos, con los cabellos largos, el pelo hirsuto, vociferando como
dementes. Son los asilados. Uno de ellos sale corriendo de la embajada de Chile
y se detiene de golpe en la acera. Comienza a chillar: «Yo era un asilado:
ahora soy un hombre. ¡Viva Cristo-Rey!». Cae en el pavimento, víctima de una
crisis nerviosa. En las calles comienzan a desfilar los camiones cargados de
criaturas, de jovencitas, el brazo tendido, gritando: -¡Viva Franco! Los
madrileños parecen atontados. La gente se interroga. Se va en busca de
noticias. Se dice que la paz ha sido firmada...
El júbilo tiene estrechos límites
Entonces la población cambia de actitud. Se
forman grupos. Las mujeres enlutadas, los ancianos lloran. A las once de la
mañana, la Puerta del Sol, corazón de Madrid, hormiguea de falangistas que
ostentan la bandera nacionalista. Los aviones vuelan sobre la ciudad a baja
altitud. Inmensos trimotores negros, aviones de caza blancos. En la calle
Alcalá, entre el Arco de Triunfo y la Puerta del Sol, o sea un recorrido de
ochocientos metros, los falangistas, los requetés se confunden, cantando,
gritando, enarbolando estandartes y banderas. En la ciudad, banderas nuevas o
viejas, insignias aparecen en los balcones. Las ventanas son adornadas con
cortinas, tapices, alfombras... Al anochecer las tropas nacionalistas hacen su
entrada. Los habitantes de los barrios próximos del frente, miran con asombro
la entrada de estos hombres fuertes, bien alimentados, bien vestidos,
acompañados de un material inmenso, ametralladoras, camiones, cañones. De vez
en cuando estalla un grito histérico de mujer: «Yo sé dónde está el que hizo
matar a mi marido: se le va a cortar el pescuezo». La gente exclama: «Han llegado
los camiones de víveres. Mañana comeremos pescado».
Manuel Chaves Nogales
Revista
Hoy, México, 22 de abril 1939
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