Barcelona, 3 de abril
Esta
mañana hemos salido hacia el frente en un falso día de primavera. Anoche, al
llegar a Barcelona, el tiempo era gris, brumoso, sucio y triste, pero hoy era
radiante y cálido y el rosa de las flores de almendro coloreaba las colinas
grises y animaba las polvorientas hileras verdes de los olivos.
Después, en las afueras de Reus, en una carretera recta y lisa con
olivares a ambos lados, el chofer gritó desde el asiento trasero «¡Aviones, aviones!» y nos detuvimos bajo un árbol
haciendo chirriar los neumáticos. «Están justo encima de nosotros», dijo el
chofer y mientras este corresponsal se tiraba de cabeza a una zanja, él miró de
soslayo un monoplano que descendió, se ladeó y entonces decidió por lo visto
que un solo coche no merecía el disparo de sus ocho ametralladoras.
No obstante, mientras mirábamos llagaron las súbitas explosiones
de racimos de bombas y Reus, que estaba delante, perfilado contra las colinas a
ochocientos metros de distancia, desapareció en una nube de humo color de
ladrillo. Entramos en la ciudad, cuya calle mayor estaba bloqueada por casas derribadas y una cañería de
agua partida en dos y, tras detenernos, intentamos encontrar a un policía que
matase a un caballo herido, pero el dueño pensó que aún podía salvarse y
continuó hacia el paso de montaña que conduce a la pequeña ciudad catalana de
Falset.
Así comenzó el día, pero ningún ser viviente puede decir cómo
terminará. Porque pronto empezamos a pasar junto a carros repletos de
refugiados. Una vieja conducía uno, llorando y sollozando mientras blandía un
látigo. Fue la única mujer que vi llorar en todo el día. Ocho niños seguían en
otro carro y un niño pequeño empujaba la rueda en una pendiente difícil. Ropa de cama, máquinas de coser, mantas,
utensilios de cocina, colchones envueltos en esteras y sacos de forraje para
los caballos y mulos estaban amontonados en los carros, y cabras y ovejas
atadas a las compuertas de cola. No había pánico. Se limitaban a avanzar
esforzadamente.
Sobre un mulo cargado con ropa de cama iba montada una mujer que
sostenía a un bebé de cara enrojecida que no podía tener más de dos días. La
cabeza de la madre se movía hacia arriba y hacia abajo al ritmo del movimiento
del animal que conducía y el cabello negro y húmedo del bebé estaba manchado de
polvo gris. Un hombre tiraba del mulo, mirando hacia atrás por encima del hombro
y hacia delante, a la carretera.
—¿Cuándo ha nacido el niño? —le pregunté cuando nuestro coche los
alcanzó.
—Ayer —contestó con orgullo mientras lo pasábamos de largo. Pero
toda esta gente dondequiera que mirase al caminar o cabalgar, no dejaba de
vigilar el cielo.
Entonces empezamos a ver soldados caminando dispersos. Algunos
llevaban sus rifles por las bocas, otros no iban armados. Hasta aquel momento
habíamos pensado que estos refugiados podían ser de Aragón, pero cuando vimos a los soldados volver por la carretera y ninguno ir hacia
adelante, supimos que era una retirada.
Al principio eran pocos, pero después fue una hilera constante,
con unidades enteras intactas. Luego pasaron tropas en camiones, tropas a pie,
camiones con ametrallado con tanques, con cañones antitanques y antiaéreos, y
siempre la hilera ininterrumpida de gente que iba a pie. A medida que
seguíamos, la carretera se bloqueó y esta emigración aumentó hasta que por fin
la población civil y las tropas llenaron la carretera y se desbordaron por los
antiguos caminos para transportar el ganado. No había ningún pánico, solo el movimiento constante, y muchas personas parecían
alegres. Pero quizá se debiera al día. El día era tan espléndido que parecía
ridículo que alguien pudiera morir.
Entonces empezamos a ver gente conocida, oficiales a quienes
habíamos visto antes, soldados de Nueva York y Chicago que contaron que el
enemigo había penetrado y tomado Gandesa, que los americanos luchaban y
retenían el puente del Ebro en Mora y que cubrían esta retirada y defendían la
cabeza de puente del otro lado del río y aún conservaban la ciudad. De repente,
el desfile de tropas disminuyó y luego hubo otra gran afluencia y la carretera
se bloqueó de modo que un coche no podía seguir adelante. Podía verse
el bombardeo de Mora junto al río y oírse el estruendo del tiroteo. Entonces
cortó la carretera un rebaño de ovejas y los pastores intentaron apartarlas del
camino de los camiones y tanques. Y aún no llegaban los aviones.
En alguna parte se seguía defendiendo el puente, pero era
imposible avanzar con un coche contra aquella marea envuelta en un polvo
agitado, así que dimos media vuelta en dirección a Tarragona y Barcelona y
volvimos a pasar de largo a la misma gente.
La mujer del niño recién nacido lo había arropado con un chal y ahora lo sostenía muy apretado contra
su pecho. No se podía ver la cabecita polvorienta porque la apretaba bajo el
chal mientras oscilaba al ritmo de los pasos del mulo. Su marido conducía al
animal, pero ahora miraba la carretera y no contestó cuando le saludamos con la
mano. La gente seguía mirando el cielo mientras huía. Pero ahora estaban muy
cansados. Los aviones aún no habían venido, pero aún había tiempo para ello y
llegaban con retraso.
Ernest Hemingway
Despachos de la Guerra civil española (1937-1938)
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