Barcelona, 4 de abril
Durante
dos días hemos hecho lo más peligroso que se puede hacer en esta guerra:
mantenerse cerca de una línea no estabilizada donde el enemigo ataca con
fuerzas motorizadas. Es muy peligroso porque lo primero que uno ve son los
tanques y los tanques no pueden hacer prisioneros, no dan órdenes de alto y
dirigen balas incendiarias contra el coche de uno. Y el único modo de ver que
están ahí es cuando se ven.
Habíamos estado examinando el frente e intentando localizar al
batallón Lincoln-Washington, del que no teníamos noticias desde que Gandesa fue
conquistada hace dos días. La última vez que habían sido vistos resistían en la
cumbre de una colina en las afueras de Gandesa. A su derecha, el batallón
británico de la misma brigada frenó con ellos durante todo el día el avance
fascista y, desde que había anochecido y ambos batallones habían sido rodeados,
nadie había sabido nada del batallón Lincoln-Washington.
Eran cuatrocientos cincuenta cuando resistían en aquella colina.
Hoy encontramos a ocho de ellos y supimos que probablemente ciento cincuenta más habían podido cruzar las
líneas. Estos hombres habían cruzado las líneas fascistas por el este y el sur
y otros podían haber pasado por el nordeste. Tres de los ocho —John Gates,
Joseph Hecht y George Watt— habían cruzado a nado el Ebro frente a Miravet.
Cuando los vimos a mediodía iban descalzos y les acababan de dar ropa.
Estuvieron desnudos desde que cruzaron el río en pleno día. Dijeron que el Ebro
era un río muy frío y de corriente rápida y que otros seis que habían intentado
cruzarlo a nado, cuatro de ellos heridos, se habían ahogado.
Entre los matorrales polvorientos que bordeaban una carretera cuyo trazado ponía muy nervioso, ya
muy lejos del avance fascista por el Ebro, escuchamos la historia de su huida
después de que el batallón fuese rodeado; de la parada ante Gandesa, ya muy
pasados los tanques y columnas motorizadas; de la terrible noche en que el batallón
se dividió en dos partes, una que se dirigió al sur y otra al este, y del
oficial explorador Iván, que dirigía un grupo que incluía al jefe de estado
mayor Robert H. Merriman, al comisario de brigada Dave Doran, al jefe de
batallón Fred Keller, ligeramente herido en Gandesa, y a otros 35; de la
posible captura de este grupo en Corbera, justo al norte de Gandesa; de sus aventuras al atravesar
las líneas fascistas y cuando, mientras vagaban por las líneas enemigas de
noche, les gritaron: «¿Quién vive? ¿A qué grupo pertenecéis?» y una voz
soñolienta contestó en alemán: «Somos de la Octava División»; de cruzar a
rastras otro campo y pisar la mano de un hombre dormido y oírle decir en
alemán: «Sal de mi mano»; de tener que atravesar un campo abierto hacia la
orilla del Ebro y ser blanco de una artillería controlada por un avión de
observación; y finalmente del desesperado cruce a nado del Ebro y la marcha por
la carretera, no para desertar ni intentar llegar a la frontera, sino buscando al resto del
batallón para volver a formarse y reunirse con la brigada.
El oficial explorador dijo, al hablar de la posible pérdida del
jefe de estado mayor:
—Yo iba delante por un huerto, justo al norte de Corbera, cuando
alguien me gritó «quién vive» en la oscuridad. Le cubrí con mi pistola y él
llamó al cabo de la guardia. Mientras este llegaba, grité a los que iban detrás
«¡Por aquí! ¡Por aquí!» y crucé corriendo el huerto en dirección al norte de la
ciudad. Pero nadie me siguió. Les oí correr hacia la ciudad y después órdenes
de «¡Arriba las manos! ¡Arriba las manos!» y tuve la impresión de que los
habían rodeado. Quizá pudieron escapar, pero me pareció que capturaban a
algunos.
El batallón británico, al mando de Côpie encontró barcos más al
norte del Ebro y lo cruzó con éxito. Unos trescientos hombres, dirigidos por
Copie, marchaban por la carretera hacia nosotros, pero no pudimos esperar; los
porque debíamos ir a Tortosa para estimar la situación de allí. A las dos de
esta tarde, Tortosa era una ciudad casi demolida, evacuada por la población
civil y sin ningún soldado. Veinticuatro kilómetros más arriba se luchaba
encarnizadamente para proteger a Tortosa, el objetivo fascista en su avance hacia el mar. Las
mejores tropas del ejército republicano luchaban allí y no había señales de que
Tortosa fuese abandonada sin la más firme defensa desde la orilla izquierda del
Ebro. No era, sin embargo, lugar para aparcar un coche ni para planear una
larga estancia y subimos por la costa hacía Tarragona, pasando junto a un camión
volcado, lleno de naranjas, que pertenecía a un francés. Las naranjas estaban
dispersas por la zanja, pero las tropas que pasaban por allí, muchos con la
lengua seca, no las tocaron porque el francés les explicó, y también a
nosotros, que igualmente teníamos sed de naranjas, que eran suyas y que debía protegerlas porque si faltaba peso
cuando llegase a la frontera, se encontraría en un gran apuro. El francés no
explicó cómo iba a sacar el camión de la zanja. No obstante, nadie tocó sus
naranjas, que dejamos desparramadas como un tributo a algo, amarillo y
brillante. Espero que el francés las lleve hasta la frontera.
Ernest Hemingway
Despachos de la guerra civil española (1937-1938)
Despachos de la guerra civil española (1937-1938)
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