Equipajes de emigrantes españoles en la estación del Norte en 1966 |
Quince
El soldadito escucha
con brillo en los ojos, los relatos de dos obreros españoles que vuelven de
Lausanne y Stuttgart, respectivamente: "Allá te pagan 130 pelas la hora, y
siempre andan con prisa. Trabajas tus ocho horas y después puedes trabajar las
que quieras y las ganas aparte". Uno de los dos emigrados, tiene la mirada
clavada en el paisaje al otro lado de la ventanilla: de las altas montañas
bajan riachuelos y burritos agobiados por las alforjas, fragmentos de mar y
cielo asoman entre los Cantábricos, grupos de casas van anunciando una parada,
otra, él descubre construcciones que no conocía. Le han cambiado el país:
"Hace tres años y medio que salí de Durango y desde entonces no me tomaba
vacaciones. Vengo por un mes. Después, me vuelvo a Alemania siete años".
Se queja de la comida y de los alemanes, "que se te ofenden por cualquier
cosita", pero a la vez estimula el entusiasmo del soldadito gallego:
"Tú encontrarías trabajo fácil, hombre, porque allá necesitan mucho a los
carpinteros. Los tejados los hacen de madera, sabes, no como acá que te ponen
cemento y esas cosas. Pero sin una contrata no puedes ir. Antes sí, iba
cualquiera, cualquiera podía ir sin contrata ni nada. Mientras gobernaba aquel
Adenauer, las cosas marchaban bien".
Entramos a España por
Irún; saldremos por Port-Bou. A la vuelta, el ferrocarril vendrá repleto de
andaluces que se marcharán de sus tierras, con sus valijas de madera hechas por
ellos mismos, mal atadas con cualquier cordel, arrastrando niños de todas las
edades. No todos los niños, claro: ha sido preciso desprenderse de algunos
hijos. Yo miraré a las mujeres que intercambiarán fotografías y comentarios,
hablarán sin cesar de los que se han quedado, llorarán y se consolarán entre
sí, a lo largo de las interminables horas de viaje, apagadas aquí y allá las
voces por el estrépito de la máquina y los berridos de los chiquilines que les
han cabido entre los brazos. Pensaré en los millones de niños y adolescentes
españoles a los que se enseña en las
escuelas y liceos que Franco salvó a la familia, que los comunistas
"querían introducir la lucha de clases en los hogares españoles y se
proponían desintegrar la familia". Echaré una ojeada al diario, mientras
el tren atraviesa los Pirineos, leeré los titulares: "No hay todavía
despidos en masa de españoles en Alemania", leeré las noticias: "en
los nuevos planes del gabinete germano, entra la posibilidad de prescindir de
un número superior al de los 250 000 obreros extranjeros que se dice han sido
despedidos antes de Navidad... Pero no se ha producido todavía un número
alarmante de despidos de trabajadores españoles... » Pensaré que estos
trabajadores que abandonan sus tierras agotadas, dejando los campos poblados
por niños y viejos, no saben, en su mayoría, leer ni escribir. No hay peligro:
ni se inquietarán ni se consolarán leyendo los diarios. Harán sus trámites en Port-Bou,
donde los "gestores" les arrancarán el poco dinero que puedan haberse
llevado, y de allí irán a parar a ciudades que no conocen, donde se habla un
idioma que ignoran y se vive una vida que nada tiene que ver con la suya.
Pensaré que según datos oficiales, que se quedan cortos, sòlo en 1965 emigraron
227.000 trabajadores como éstos de España; pensaré que al precio de alejarse de
su gente, su sol y sus canciones, su comarca, al precio, en fin, de alejarse de
sí mismos, también estos contribuirán a nivelar la balanza de pagos del país,
aunque casi ninguno sepa qué quiere decir eso y muy pocos tengan conciencia de
que los 300 millones de dólares enviados a sus familias desde el exterior,
ayudan a que se amortigüe parte de los 2.300 millones de dólares de pérdida de
la balanza comercial.
España exporta
españoles e importa turistas: son dos fuentes de divisas. Me vendrá a la
memoria una de las canciones prohibidas de Raimon, dedicada "al que se
queda", al que no sube al autobús que cada día parte del pueblito de Oliva
rumbo a Francia:
"Que
hace el cielo con nosotros,
Pobres
hombres de hambre y carne?
Y
llueve,
cinco
días que llueve,
cinco
días que vivimos
sin
sueldo.
Y
llueve.
Pero
yo no quiero las fábricas,
las
extranjeras fábricas
donde
mueren más que viven
tantos
amigos que yo tengo:
tantos
amigos que se han ido.
Y
llueve.
Cinco
días que llueve
y
no se puede trabajar.
Y
llueve, y llueve, y llueve.
("I
plou, i plou, i plou").
Eduardo Galeano
El
reino de las contradicciones. España: de
la guerra civil al referéndum de 1966
Cuadernos de Ruedo
ibérico núm. 10, diciembre-enero 1967
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