Era en Toulouse, en diciembre de 1945. El partido había organizado
una pequeña fiesta de camaradas y amigos para celebrar mi 50 cumpleaños... Mi
primer aniversario en Francia, después de la victoria sobre el hitlerismo. Pero
allí, a pocos kilómetros, sobrevivían Franco y su régimen fascista, sufría
nuestro pueblo martirizado y sin libertad.
Esa realidad ensombrecía nuestra pequeña
fiesta.
Alguien me dijo: «Dolores, aquí está Picasso.»
¡Picasso, qué alegría! Le vi sentado, en un lugar apartado, con su
zamarra y su gorra, como cualquier trabajador, pero con sus ojos
inconfundibles. Los ojos de Picasso.
Rápidamente me acerqué a él. Era la primera vez que sentía la
emoción de estrechar sus mágicas manos. Le conocía de siempre, como amigo y
camarada entrañable, como artista único, como hombre, con mayúscula.
Como vasca, me había estremecido su Guernica —tremenda
acusación a Franco, al hitlerismo—, que recorría el mundo conmoviendo y
movilizando a los pueblos, a todos los hombres y mujeres de sensibilidad
humana. Si Picasso no hubiera hecho en su fecundísima vida más obras que el Guernica,
ella bastaría para consagrarle como el mejor pintor de toda esta época de
lucha y horrores que nos ha tocado vivir.
Nos abrazamos. Nunca olvidaré su mirada amistosa, su sonrisa...
Yo sabía que a Picasso no le gustaban las reuniones, las fiestas.
No aparecía siquiera en actos dedicados a él. Así era Picasso. Prefería
trabajar, trabajar y trabajar en su estudio de día y de noche. Por eso agradecí
profundamente su presencia en nuestro modesto ágape.
Más tarde, en París, visité su estudio, acompañada de su
secretario. Era como penetrar en un templo sagrado: sus cuadros, la fuerza
demoledora de sus pinceles, eran la expresión de su pasión, de su rebeldía ante
la mediocridad de lo oficial, ante lo injusto, ante la imposición, ante el
despotismo, frente al crimen.
Picasso era español de pura cepa, no sólo por su origen, sino por
su carácter, sus costumbres, la luz, el color de sus cuadros.
Asistí, muchos años después, ya en Madrid, a la presentación al
pueblo español del Guernica, queden España era solamente conocido por
reproducciones. Millones de admiradores picassianos del mundo entero lo habían
contemplado en Nueva York. No quiso Pablo Picasso que su Guernica volviera
a la España franquista. Hoy es patrimonio, por voluntad de su autor, de los
españoles, de todos los pueblos de España.
Yo contemplaba con emoción el Guernica, protegido por
cristales, y me parecía que a mi lado estaba Pablo Picasso, que estaban sus
ojos grandes y penetrantes —los ojos más maravillosos de nuestro siglo, ha
dicho Rafael Alberti—, su sonrisa, su genio.
Picasso está vivo entre nosotros. Vive al lado de nuestro pueblo,
de todos, porque es español, pero vivió y trabajó en Francia. Es universal.
Vive al lado de todos los que sufren, trabajan y luchan por algo mejor, más
bello, más justo. Porque él sabía que son los pueblos los que perviven a través
de todas las incidencias del devenir histórico. Él era la juventud eterna.
Su paloma de la paz ha recorrido con su mensaje el mundo entero. Y
hoy, de nuevo, la siguen los niños, los jóvenes, los ancianos, todos los
hombres y mujeres que se niegan a sucumbir en un holocausto nuclear.
Dolores Ibárruri
Memorias de Pasionaria 1939-1977
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