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2625. El miliciano en la guerra




Ha muerto en el frente de Teruel. Si de algún hombre, por su contextura moral, por su disciplina intelectual, hasta por su constitución física, podía suponerse lógicamente que no tomaría jamás parte en una lucha de armas, en una colisión violenta, era de él. Pequeño, de fisiología enfermiza, en él el cuerpo, la materia, parecía ser solo un pretexto para envolver la llama perenne, fervorosa, casi mística, del espíritu. Tenía esa palidez típica de los ascetas y los enclaustrados, y sus manos, finas, casi transparentes, no eran capaces de sostener más peso que el de los libros

Era un estudioso incansalble, un místico de la cultura. Profesor particular, docítor en filosofía, políglota, vivió siempre, pese a su juventud, consagrado al afán de saber que enloqueció a Fausto. Era masón, pacifista, antimilitarista. Su odio a la violencia era quizá la fibra más sensible de su espíritu. Cuando estalló la guerra vio romperse el equilibrio de su modesto vivir. Perdió sus clases particulares, sus traducciones...

—Yo haré lo que sea menos coger un fusil.

Y, al cabo, encontró el medio de hacer la guerra, "su guerra", la única que él concebía: se convirtió en Miliciano de la Cultura. Fué a los cuarteles, a los campamentos, a las trincheras, a luchar contra la ignorancia, a abrir surcos de luz en los cerebros...

El libro era su arma; con cada hombre enseñado a leer le parecía conquistar un entorchado. Opinaba que estas victorias debían constar en los partes oficiales: ''En el frente X hay cinco analfabetos menos".

Ha muerto en el frente, acribillado por la metralla enemiga. Muerte callada la de esta estirpe de héroes, cuyas luchas —acaso las más rudas, las más dolorosas— no acostumbran a inflamar líricamente la prosa de los cronistas de guerra.

Son muchísimos en la España convulsa de ahora, los hombres que viven esa tragedia espiritual, drama de conciencia, paradoja de una grandeza silenciosa: el drama del pacifista convertido en combatiente, del hombre que odia la guerra y sin embargo la hace inexorablemente.

Son muchos los hombres consagrados al estudio, a las especulaciones espirituales, que han sentido ahora en sus conciencias como un derrumbamiento. El sabio, en su laboratorio; el profesor, en su cátedra; el soñador, en su refugio; el artista, en su taller, han podido exclamar desesperadamente; "No. No es para este horror, para esta terrible y maldita realidad de la guerra, para lo que nosotros fundíamos nuestro trabajo y nuestra fe investigando los misterios de la Naturaleza, buscando nuevas fórmulas y nuevas armonías, sacrificando nuestras vidas por el progreso, que si es la evolución gradual de la experiencia humana, es también la aspiración a la perfección, al amor, a la fraternidad entre los hombres".

Imaginad el hondo sufrimiento, la tremenda y amarga lucha interior de esos hombres que consagraron su vida a trabajos del espíritu, a apostolados de paz, y se ven ahora frente a la verdad fatal de la guerra y son actores de ella, y están en las trincheras bajo el trueno de la metralla, y empuñan las armas que matan, y colaboran en los planes bélicos que representan vidas segadas, instrumentos de cultura destruidos, hogares deshechos.

Son muchos millares los hombres de esa contextura espiritual que ahora mismo, en las trincheras y en los puestos de mando, están cumpliendo estoicamente, abnegadamente, con el deber trágico que la guerra les impone. Odian la guerra y la hacen; en sus almas palpitan ideales de paz, de fraternidad y se consagran a tareas de violencia y de destrucción.

Estos hombres son los protagonistas de la más dura y amarga lucha de cuantas la guerra trae consigo. Porque la transformación de estos hombres en combatientes significa un calvario que no podría subir solo al corazón. Para culminar su tránsito ha sido preciso que la conciencia se sobreponga al sentimiento. Victoria amarga, pero victoria luminosa, porque es el triunfo del pensamiento, del sentido dramático del deber sobre los impulsos sentimentales. Actitud de suprema generosidad, porque implica el renunciamiento, el sacrificio de los ideales más queridos, es decir, de lo mejor de cada hombre.

Ha tenido la guerra que sernos impuesta, con toda su brutal injusticia, para que en el alma de estos hombres se opere la reacción terrible que en ellos supone aceptar el hecho de violencia, empuñar las armas, utilizarlas contra sus hermanos... Conmoción ideológica, derrumbamiento de credos, fracaso de principios que tienen ante la conciencia mayor y más trascendente significación de tragedia que las fortalezas bombardeadas, que los campos arrasados.

Héroes callados, héroes de una lucha contra sus propias almas, es justo rendirles nuestro homenaje. Ellos, los idealistas, serán siempre las víctimas de la guerra. Porque ni siquiera la victoria habrá de servirles de premio. Porque el triunfo, logrado a precio de sangre, a precio de dolor, no será precisamente por eso, por haber sido sangriento y doloroso, el triunfo que ellos habrán soñado para redimir a la Humanidad de la injusticia y del dolor.


Juan Ferragut
Facetas de la actualidad española, La Habana, mayo de 1938






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