Señores diputados: en la discusión de la totalidad del Estatuto expresé ya el sentir
de nuestro grupo acerca de la mejor manera de repartir la facultad pedagógica
entre el Poder regional y la gestión directa del Estado; pero ahora llegamos al
punto en que el problema se nos plantea concretamente y tenemos que tomar una
resolución. Yo había manifestado plena coincidencia con el texto primitivo del
dictamen, que sigue pareciéndome la norma más discreta que, hoy por hoy, cabe
adoptar. La enmienda que ahora presenta el señor Barnés conserva en su primer
párrafo aquel texto que establece la permanencia de las instituciones
pedagógicas actuales bajo la gestión directa del Estado y la posibilidad para
la Generalidad, el Poder regional de Cataluña, de crear cuantos
establecimientos docentes tenga a bien. Por añadidura, y juntado a aquel texto
primigenio esta enmienda del señor Barnés, se advierte que el temor de
divergencia queda reducido al orden universitario. Atengámonos, pues, a él.
Contra la solución que consistía en mantener dos Universidades, si
es que la Generalidad se resuelve a crear la suya, pueden, sin duda,
movilizarse no pocas objeciones fundadas en razones de orden técnico,
pedagógico y administrativo y todas ellas se resumen en una evidente, que es
ésta: la complicación. Pero esa objeción, de puro eficaz, se pasa y, aplicada a
fondo, haría imposible el Estatuto íntegro, este u otro; haría imposible toda
forma de autonomía. Los que somos partidarios de una
organización autonómica de España, si bien somos irreconciliables enemigos
de todo particularismo político, sabemos muy bien que autonomía quiere decir
complicar las cosas; y si el único punto de vista que debiera inspirar nuestra
mente en la organización de nuestro país fuese el de la mayor ventaja de orden
técnico en cada una de las provincias de la Administración, claro que todos
tendríamos que recaer, inexorablemente, en ser rigurosos centralistas. Pero el
punto de vista de las ventajas técnicas y burocráticas, con ser muy respetable,
con exigir que se le tenga siempre ante nuestros ojos, no puede ser el único,
no puede tiranizar nuestra decisión. Por tanto, no es esa objeción suficiente,
entre otras cosas porque sería utópico el emplear ese único punto de vista; de
nada serviría que mantuviésemos una Administración supercentralizada, si la
provincia, es decir, la periferia sometida a ese centrismo, gozase de escasa
vitalidad. Ahora bien, lo que se ganase con mantener un aparato administrativo
muy perfecto y muy sencillo, es decir, centralizado, se perdería por la
dimensión más importante, por lo que es supuesto de todos, a saber: que bajo el
centralismo el grado de vigor a que en la vida pública ha llegado la parte más
importante de España, que es la provincia, ha sido, y sigue siendo, sumamente
bajo: por tanto, no perdamos lo sustancial por lo formal; no tengamos ese
terror a la complicación, esa complicación en este caso es inevitable y
aceptarla no es sino colocarse en la verdad incontrastable de las cosas que es,
a la postre, el lugar más cómodo en que se puede estar.
Ya veis, pues, cómo no me cierro a este tipo de consideraciones,
pues creo que vienen, precisamente, a obviar toda una serie de posibles
objeciones que a la solución de la doble Universidad pueden oponerse.
Pero hay encima de toda esta serie de consideraciones a favor de
la solución biuniversitaria una razón decisiva, trascendente a todo este orden
abstracto de consideraciones, y es que, complicada o no, se presenta como la
solución más limpia, aquella que acepta dolidamente, humildemente, pero con
plenitud de realidad, la existencia de dos aspectos culturales en divergencia:
el particularista catalán y el integralista español. Con aceptar la realidad,
señores, nunca se pierde nada.
La solución de la doble Universidad es, pues, complicación; pero
no creo que la haya menor, sino en mayor grado, si se busca la otra de la única
Universidad bilingüe. Nadie puede en serio afirmar que la Universidad bilingüe
fuese una solución más sencilla, porque en este caso lo único que haríamos
sería transferir a otro terreno la complicación; al fundir los dos Cuerpos
universitarios en uno solo, lo único que habremos hecho es sembrar en éste la
complicación mayor del mundo, que es la de un cuerpo donde vienen a tomar
inquilinato dos almas divergentes; y no habría apenas dificultad que se pudiese
prever entre las dos Universidades que no se repita potenciada en esa única
universidad de Babel. Si, por ejemplo, se augura la posibilidad lamentable de
que los estudiantes de una y otra Universidad se peleasen en la calle, se puede
asegurar plenamente la emergencia no menos penosa de que en esa Universidad única
los estudiantes se pelearían en los pasillos, que es lo que ha acontecido y
acontece constantemente allí donde hay una Universidad bilingüe.
Creo, pues, que a esta solución biuniversitaria hay que acudir;
ella es, como digo, la más limpia, y ese imperativo de limpieza que en
proporción escrupulosa y hasta amanerada debiera inspirar todos los actos de la
República, debe llevarnos a no olvidar y a hacer notar toda la profundidad y
gravedad que este asunto encierra.
Han sido los catalanes quienes espontáneamente han dado a la
cuestión de su lengua valor simbólico; estoy seguro –siendo esto así- que no
pretenderán que el resto de los españoles se olviden de aceptar el simbolismo
según les es presentado, y este simbolismo, señores, mueve en dos direcciones
muy distintas: por un lado, los catalanes nos dicen: «Nuestra auténtica
intimidad, uso de nuestra lengua; es ella el síntoma esencial de nuestro ser,
de nuestras posibilidades, de nuestras esperanzas, porque lo es de nuestro
pasado.» No voy a discutir ni un instante la verdad de esta afirmación, porque,
aunque no la reconozca ni mucho menos, ni ahora, ni luego, ni antes estoy
dispuesto a dejarme llevar a tratar cuestiones que sólo toleran un debate
científico, sin la formalidad que esto requiere y que no es posible ni oportuno
aquí.
Yo creo, efectivamente, que son erróneos casi todos esos tópicos
habituales (El señor Campaláns: ¡Pido la palabra! –Rumores-) que alrededor del
lenguaje se agitan. No creo que sean verdaderas esas maneras de pensar que aquí
se han sostenido sobre la proximidad de la lengua al alma, sobre su papel en la
Historia y sobre su significado político; sobre todos estos asuntos,
principalmente sobre la significación política de las lenguas, me he ocupado en
algunos escritos míos y a ellos remito a quien tenga alguna generosa
curiosidad. Pero lo que digo es que yo ahora no me voy a hacer cuestión en
absoluto de si es verdad o no lo es el contenido de esa afirmación; lo acepto
como tal afirmación, como voluntad expresa de muchos catalanes, y con ello
me basta a mí, y creo que a casi todos los españoles de aquí y de fuera de aquí
les basta para dar satisfacción apresuradamente al deseo que esa afirmación
implica.
Yo no creo, no recuerdo, que desde el advenimiento de la República
nadie haya intentado coartar la libertad de los catalanes para el uso de
su lengua en todos los órdenes de su vida, privada o pública; si alguien quiere
reclamarse del principio de libertad en este asunto, aunque a mí me parezca muy
discutible tal reclamación, no tiene más que pedir. No entendía por esto la
argumentación que hace un rato hacía el señor Sbert al afirmar que el punto de
vista del dictamen primitivo limitaba la libertad de Cataluña, cuando en ese
dictamen se dejaba franquía a los deseos catalanes en punto a educación en
catalán. Ahora, si por libertad él entiende no sólo la de poder Cataluña regir
sus instituciones en el modo que tenga a bien, sino, además, impedir ciertas
intervenciones que existen en todos los Estados del mundo organizados
autonómicamente, entonces tiene de la libertad una idea tan distante de la mía,
que comprendo la antagónica posición de ambos.
Pero el hecho es que la libertad que hoy gozan y que van a gozar
los catalanes -según el dictamen primitivo- para la enseñanza en catalán, es
plena. Ese sentido del simbolismo lingüístico se ha resuelto, pues,
radicalmente, sin escatimaciones, a satisfacción, según las aspiraciones que
han expresado los señores catalanes. Mas cuando se ha logrado esto, el
simbolismo, de pronto, cambia de rumbo y vuela hacia intenciones muy distintas
de aquellas. Ya no se trata de que la vida catalana pueda influir, sin
deformación y sin estorbo, en el dócil elemento de su idioma; ya no se trata de
llegar, como a una ribera apetecida, al libre uso del catalán, sino que al
revés: una vez logrado esto, se hace del libre uso del catalán una posición
política firme que signifique un cierto rango jurídico del poder regional de
Cataluña, y, además, de ese uso libre se hace un instrumento de polémica y de
lucha histórica para ir desalojando el idioma español, y a este simbolismo
polémico e institucional, que cabalga sobre aquel otro sentimental que nos
parecería tan respetable, a eso es a lo que nos oponemos nosotros radicalmente.
(Muy bien, muy bien.)
En una Universidad bilingüe, título que parece anunciar estricta
paridad en el trato de dos idiomas, es evidente que la lengua española quedaría
en desventaja, aun notando con la más absoluta buena fe en el cumplimiento de
todas las ordenanzas, por el simple hecho de que el número de estudiantes
de habla española en la Universidad de Barcelona representa sólo un 25 ó un 30
por 100 del contingente estudiantil, como hace días nos recordaba muy
oportunamente el señor Guerra del Río, y espero que nadie al oír esto, no ya
diga pero ni siquiera piense: «¡ah!, si es superior el número de estudiantes
que prefieren la lengua catalana, entonces es justo que ésta prevalezca». No;
ése es precisamente el planteamiento de la cuestión que no podemos aceptar: el
Estado español, que es el Poder prevaleciente, tiene una sola lengua, la
española, y ésta es, por ineludible consecuencia, la que jurídicamente
tiene que prevalecer; la Constitución que habéis hecho no nos permite echar a
reñir, como si fuesen dos gallos, ambos idiomas y quedar nosotros como simples
espectadores o tal vez haciendo apuestas sobre cuál será el vencedor; en
modo alguno. Muchas veces, escuchando los debates que en torno a las lenguas se
han promovido aquí, me pareció que se malentendía el concepto de cooficialidad
que a la lengua catalana se otorga dentro de la jurisdicción nacional, porque
hay muchas clases de cooficialidad: el sentido, la extensión y el rango de la
cooficialidad varían según varíe el oficio cuya es la cooficialidad. En un
Estado que como tal fuese bilingüe, la cooficialidad se confundiría en
extensión y en rango con el Estado mismo; pero es que en España no hay un
Estado bilingüe en modo alguno, lo que hay es un oficio o poder secundario, que
es el poder regional, el cual sí es bilingüe, y ésta es la confusión grave que
se manifiesta claramente en el caso del idioma, pero que con menor claridad
perturba íntegramente la aspiración jurídica del Estatuto; porque en Cataluña
no existe sólo el poder regional con la órbita de bilingüismo que lo
circunscribe, sino que en Cataluña permanece el Estado, como tal Estado, con su
rango supremo, y ese Estado, repito, no tiene más que una lengua, que es la
lengua española; por esta razón, aparte otro género de consideraciones o de
imposición directa de la ley constitucional, el Estado no puede abandonar en
ninguna región el idioma español; puede inclusive, si le parece oportuno,
aunque se juzgue paradójico, permitir y hasta fomentar el uso de lenguas
extranjeras o vernaculares, es decir caseras (eso es lo que significa la
palabra), y conste que al decir vernaculares y al traducirlo en «caseras» no he
pretendido, sería grotesco, disminuir en modo alguno todas las posibilidades
futuras y toda la magnificencia pasada del catalán (lo digo por sonrisas como
de penetración excesiva que me llegaban del lado de la izquierda); decía que
puede el Estado permitir, facilitar, el uso de otras lenguas, pero que lo que
no puede es abandonar el español en ninguno de los órdenes, y menos que en
ninguno en aquel que es el que tiene mayor eficacia pública, como el científico
y profesional; es decir, en el orden universitario.
También me hace fuerza –siento mucho que no se la haya hecho a los
señores representantes de Cataluña y especialmente al señor Sbert- el
argumento, de oriundez también legislativa constitucional, que adelantaba el
señor Iranzo, cuando decía que en la Constitución se afirmaba el Poder del
Estado para mantener instituciones pedagógicas de todo orden frente a las que
cree el Poder regional. Ahora bien, una posición estatutaria, una prescripción
de un Estatuto, en la cual se entregue la Universidad, sea al Poder regional,
sea a una organización autónoma, y se haga, por tanto, una Universidad única
que no es la que directamente depende del Estado, una de dos, o esta
prescripción significa, como parece significar, que queda excluida la
convivencia con otra Universidad del Estado, o no; si no hay incompatibilidad,
entonces tenemos el dictamen primitivo, que expresa como debida la permanencia
de las dos Universidades; pero si, como parece más lógico, interpretando el
sentido directo de esa voluntad legislativa que algunos pretenden, se dice que
la Universidad que habrá en Cataluña será una sola y ésa no del Estado,
evidentemente parece que es que se excluye que el Estado pueda mantener o crear
allí una Universidad; por tanto, tendríamos que el Estatuto amputaba una
facultad del Estado, y como esto va pasando o puede pasar, en forma más o menos
clara, en otros lugares del Estatuto, resultaría que éste sería como una tijera
metida en la Constitución que dejaba a ésta, y sobre todo dejaba al Estado,
lleno de muñones. No conviene, pues, falta de claridad en este punto.
Como veis, aparte la cuestión histórica, aparte cuanto se refiere
al asunto íntimo de relación entre las lenguas y sus culturas anejas, es un
intríngulis peligrosísimo lo que se manifiesta claramente en esta cuestión del
idioma catalán, pero que con menos claridad existe en todo el resto del
Estatuto y que nos impide, querámoslo o no, si somos un poco reflexivos, tratar
la autonomía de Cataluña como si fuera una autonomía cualquiera. Insisto en
esto, señores, porque he oído aquí una vez y otra, certeros argumentos en pro
de la autonomía, no la del federalismo, sino de la estricta autonomía, que a
todos nos parecían bien, pero que jugaban del vocablo, porque eran referidos al
problema de Cataluña, y éste no es un problema exclusivamente de autonomía;
ésta que vamos a conceder, la vamos a conceder a una porción de España que
inmemorialmente lleva dentro de sí una tendencia al nacionalismo, al apartismo,
tendencia frente a la cual nada importaría que unos cuantos, por motivos de
estrictas ideologías o por filosofía de la Historia, se opusiesen, nos
opusiésemos; pero ese problema convierte en un conflicto gravísimo que
trasciende de las dimensiones de lo político para dilatarse en los tamaños de
lo histórico, el pequeño detalle; merced a la virulencia de que frente a esa
tendencia nacionalista y apartista, hay en los más hondos entresijos del resto
del pueblo español una tendencia antagónica hacia un cierto unitarismo, bien
que no hacia el centralismo. Si alguien conoce, dentro de Europa y fuera de
Francia, un pueblo de espíritu más unitario que España, yo le agradecería
sobremanera que me lo comunicase, porque de esta suerte yo aumentaría mi
instrucción particular. Yo no lo conozco. Y esa contraposición de reflejos
medulares históricos, porque nada menos que de esto se trata, esa
contraposición es la efectiva sustancia, como varias veces he dicho, del
llamado problema catalán, que es problema precisamente porque no es sólo
catalán, sino divergencia grave entre el modo de sentir, respetabilísimo, de
muchos catalanes y de la inmensa mayoría del pueblo español.
No se trata, pues, señores, de apreciar, de aforar si es grande o
chica, si es intensa o laxa la opinión pública que durante la fecha en curso se
manifieste en pro o en contra del Estatuto. Todo esto sería secundario ante la
convicción que tenemos algunos de que es el modo de ser profundo del pueblo
español el que rechazaría cualquiera solución que dejara herido este su modo
esencial de sentir. No se puede hacer política viviendo al azar, bajo la
anécdota de lo que en cada momento la opinión pública sostenga o no sostenga;
todo eso hay que atenderlo, pero es menester ir a la política con un conjunto,
por no decir pedantemente con un sistema, de convicciones firmes, siquiera
sobre cómo es profundamente nuestro pueblo, porque sólo así se pueden prever
sus graves reacciones.
Lo demás, lo de que en el azar del momento se haya producido o no,
o tarde en producirse una manifestación de opinión pública, eso es sumamente
secundario. Por tanto, yo no cometo la candidez de apoyarme en una presunta
representación mía de la opinión pública, en primer lugar porque no pretendo
representar nada, pero además, porque si pretendiera representarla, el
Presidente del Consejo, o cualquier otro orador de la mayoría, me exigirían
inmediatamente que exhibiese el título, y como la representación de esa poca
cosa que es la opinión pública no puede estar escrita en ningún papel, podría
afirmar el orador hostil que él también la representaba, y quedábamos
empatados. De esta grácil manera quedaba eliminada de la vida política esa cosa
que se llama la opinión pública. (Rumores.) No. Lo que yo expreso es una
convicción larga, honda, seriamente meditada durante muchos años de cuál es el
modo de sentir profundo del pueblo español, y por eso desde la primera vez que
hablé, ya en el debate constitucional, os pedí, os rogué que tratarais este
punto con suma delicadeza.
Pero se dirá que todo esto es un poco vano, porque la enmienda del
Sr. Barnés sostiene que debe haber dos Universidades. ¿A qué, pues, todo lo que
he dicho? (El señor Barnés pide la palabra) En efecto, el primer párrafo de la
enmienda significa que la Generalidad podrá crear una Universidad, pero que,
independientemente de ella, habrá otra Universidad del Estado. Muy bien. Lo
grave del caso es que, tras ese párrafo, viene otro párrafo –y salto sobre las
cuestiones de Hacienda y de grados, que son, por muchas razones que sabéis,
secundarias en este momento-, otro párrafo, en el que se dice que si la
Generalidad lo juzga oportuno, podrá proponer al Gobierno que esa Universidad
del Estado desaparezca, que queda reducida la enseñanza universitaria catalana
a una Universidad única, bilingüe y autónoma. Es decir, ni de la región, ni del
Estado; una Universidad con una libertad casi interplanetaria, que sería como
de nadie, pero que por de pronto no sería directamente del Estado, como en
forma de posibilidad exige la Constitución.
Ahora bien; ese segundo párrafo quiere decir que, al día siguiente
de promulgado el Estatuto, la Generalidad puede proponer eso al Gobierno y éste
concederlo. De suerte que esta enmienda, que en su primer párrafo prescribe la
existencia de dos Universidades, en el segundo se muerde la cola, se traga una
Universidad y hace posible lo contrario de lo que en el primer párrafo dice.
(Muy bien, muy bien.) Por lo tanto, yo quería dejar a mi espalda todos los
razonamientos que se refieren al fondo del asunto, para hacer constar que queda
aún otro de máxima eficacia, a mi juicio, y de carácter formal, del cual se
prescinde: de qué sea lo que piense cada uno de los señores que van a votar
sobre la cuestión misma. Penséis lo que penséis los que votéis esa enmienda,
vais a votar en el primer párrafo lo contrario que en el segundo. (El señor
Bello: En los dos casos es potestativo. No hay contradicción. – Rumores-. Un
señor diputado: Podría prestarse a confusiones tremendas.) Perdone el señor
Bello. La ley define un círculo de posibilidades, no sólo al decir «podrá»,
sino aunque no lo dijera:todas aquellas previsiones que van directamente
expresadas por la ley. Cuando el legislador seriamente construye la fórmula de
una ley tiene que anticipar, como realizadas, todas esas posibilidades, tiene
que ponerse en el caso de ellas. Por lo tanto, la significación plenaria de su
realización está ya preformada en la expresión ésa de mera posibilidad.
De suerte que el caso a que me refería antes sigue igualmente
vigoroso después de la interrupción del señor Bello. Vais a votar la
posibilidad de que eso pase, y como la posibilidad, a poco que ella se
descuide, se convierte en realidad, vais a votar por anticipado esa realidad
(realidad del segundo párrafo que se burla del primero), vais a votar la burla
de vosotros mismos. Esto completamente aparte de que penséis de un modo o de
otro; pero cuando se trata de cuestiones graves, cuando vamos a la confección
de una ley estatutaria, con todo su rango, parece que debe haber una claridad,
una pulcritud, un decoro en la forma y en la expresión del texto legal, que no
es fácil de llevar a un caso como el presente. Tendríais que renunciar a ese
afán de confundir las cosas y, como se dice tauromáquicamente «al revuelo de un
capote», de una dificultad parlamentaria, dejarnos ahí un texto que no honra a
la capacidad legislativa de la República. Nada más. (Aplausos en varios lados
de la Cámara.)
José Ortega y Gasset
Discurso en las Cortes
Constituyentes el día 27 de julio de 1932
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