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2658. El Estatuto de Cataluña III




Señores diputados: en la discusión de la totalidad del Estatuto expresé ya el sentir de nuestro grupo acerca de la mejor manera de repartir la facultad pedagógica entre el Poder regional y la gestión directa del Estado; pero ahora llegamos al punto en que el problema se nos plantea concretamente y tenemos que tomar una resolución. Yo había manifestado plena coincidencia con el texto primitivo del dictamen, que sigue pareciéndome la norma más discreta que, hoy por hoy, cabe adoptar. La enmienda que ahora presenta el señor Barnés conserva en su primer párrafo aquel texto que establece la permanencia de las instituciones pedagógicas actuales bajo la gestión directa del Estado y la posibilidad para la Generalidad, el Poder regional de Cataluña, de crear cuantos establecimientos docentes tenga a bien. Por añadidura, y juntado a aquel texto primigenio esta enmienda del señor Barnés, se advierte que el temor de divergencia queda reducido al orden universitario. Atengámonos, pues, a él.

Contra la solución que consistía en mantener dos Universidades, si es que la Generalidad se resuelve a crear la suya, pueden, sin duda, movilizarse no pocas objeciones fundadas en razones de orden técnico, pedagógico y administrativo y todas ellas se resumen en una evidente, que es ésta: la complicación. Pero esa objeción, de puro eficaz, se pasa y, aplicada a fondo, haría imposible el Estatuto íntegro, este u otro; haría imposible toda forma de autonomía. Los que somos partidarios de una organización autonómica de España, si bien somos irreconciliables enemigos de todo particularismo político, sabemos muy bien que autonomía quiere decir complicar las cosas; y si el único punto de vista que debiera inspirar nuestra mente en la organización de nuestro país fuese el de la mayor ventaja de orden técnico en cada una de las provincias de la Administración, claro que todos tendríamos que recaer, inexorablemente, en ser rigurosos centralistas. Pero el punto de vista de las ventajas técnicas y burocráticas, con ser muy respetable, con exigir que se le tenga siempre ante nuestros ojos, no puede ser el único, no puede tiranizar nuestra decisión. Por tanto, no es esa objeción suficiente, entre otras cosas porque sería utópico el emplear ese único punto de vista; de nada serviría que mantuviésemos una Administración supercentralizada, si la provincia, es decir, la periferia sometida a ese centrismo, gozase de escasa vitalidad. Ahora bien, lo que se ganase con mantener un aparato administrativo muy perfecto y muy sencillo, es decir, centralizado, se perdería por la dimensión más importante, por lo que es supuesto de todos, a saber: que bajo el centralismo el grado de vigor a que en la vida pública ha llegado la parte más importante de España, que es la provincia, ha sido, y sigue siendo, sumamente bajo: por tanto, no perdamos lo sustancial por lo formal; no tengamos ese terror a la complicación, esa complicación en este caso es inevitable y aceptarla no es sino colocarse en la verdad incontrastable de las cosas que es, a la postre, el lugar más cómodo en que se puede estar.

Ya veis, pues, cómo no me cierro a este tipo de consideraciones, pues creo que vienen, precisamente, a obviar toda una serie de posibles objeciones que a la solución de la doble Universidad pueden oponerse.

Pero hay encima de toda esta serie de consideraciones a favor de la solución biuniversitaria una razón decisiva, trascendente a todo este orden abstracto de consideraciones, y es que, complicada o no, se presenta como la solución más limpia, aquella que acepta dolidamente, humildemente, pero con plenitud de realidad, la existencia de dos aspectos culturales en divergencia: el particularista catalán y el integralista español. Con aceptar la realidad, señores, nunca se pierde nada.

La solución de la doble Universidad es, pues, complicación; pero no creo que la haya menor, sino en mayor grado, si se busca la otra de la única Universidad bilingüe. Nadie puede en serio afirmar que la Universidad bilingüe fuese una solución más sencilla, porque en este caso lo único que haríamos sería transferir a otro terreno la complicación; al fundir los dos Cuerpos universitarios en uno solo, lo único que habremos hecho es sembrar en éste la complicación mayor del mundo, que es la de un cuerpo donde vienen a tomar inquilinato dos almas divergentes; y no habría apenas dificultad que se pudiese prever entre las dos Universidades que no se repita potenciada en esa única universidad de Babel. Si, por ejemplo, se augura la posibilidad lamentable de que los estudiantes de una y otra Universidad se peleasen en la calle, se puede asegurar plenamente la emergencia no menos penosa de que en esa Universidad única los estudiantes se pelearían en los pasillos, que es lo que ha acontecido y acontece constantemente allí donde hay una Universidad bilingüe.

Creo, pues, que a esta solución biuniversitaria hay que acudir; ella es, como digo, la más limpia, y ese imperativo de limpieza que en proporción escrupulosa y hasta amanerada debiera inspirar todos los actos de la República, debe llevarnos a no olvidar y a hacer notar toda la profundidad y gravedad que este asunto encierra.

Han sido los catalanes quienes espontáneamente han dado a la cuestión de su lengua valor simbólico; estoy seguro –siendo esto así- que no pretenderán que el resto de los españoles se olviden de aceptar el simbolismo según les es presentado, y este simbolismo, señores, mueve en dos direcciones muy distintas: por un lado, los catalanes nos dicen: «Nuestra auténtica intimidad, uso de nuestra lengua; es ella el síntoma esencial de nuestro ser, de nuestras posibilidades, de nuestras esperanzas, porque lo es de nuestro pasado.» No voy a discutir ni un instante la verdad de esta afirmación, porque, aunque no la reconozca ni mucho menos, ni ahora, ni luego, ni antes estoy dispuesto a dejarme llevar a tratar cuestiones que sólo toleran un debate científico, sin la formalidad que esto requiere y que no es posible ni oportuno aquí.

Yo creo, efectivamente, que son erróneos casi todos esos tópicos habituales (El señor Campaláns: ¡Pido la palabra! –Rumores-) que alrededor del lenguaje se agitan. No creo que sean verdaderas esas maneras de pensar que aquí se han sostenido sobre la proximidad de la lengua al alma, sobre su papel en la Historia y sobre su significado político; sobre todos estos asuntos, principalmente sobre la significación política de las lenguas, me he ocupado en algunos escritos míos y a ellos remito a quien tenga alguna generosa curiosidad. Pero lo que digo es que yo ahora no me voy a hacer cuestión en absoluto de si es verdad o no lo es el contenido de esa afirmación; lo acepto como tal afirmación, como voluntad expresa de muchos catalanes, y con ello me basta a mí, y creo que a casi todos los españoles de aquí y de fuera de aquí les basta para dar satisfacción apresuradamente al deseo que esa afirmación implica.

Yo no creo, no recuerdo, que desde el advenimiento de la República nadie haya intentado coartar la libertad de los catalanes  para el uso de su lengua en todos los órdenes de su vida, privada o pública; si alguien quiere reclamarse del principio de libertad en este asunto, aunque a mí me parezca muy discutible tal reclamación, no tiene más que pedir. No entendía por esto la argumentación que hace un rato hacía el señor Sbert al afirmar que el punto de vista del dictamen primitivo limitaba la libertad de Cataluña, cuando en ese dictamen se dejaba franquía a los deseos catalanes en punto a educación en catalán. Ahora, si por libertad él entiende no sólo la de poder Cataluña regir sus instituciones en el modo que tenga a bien, sino, además, impedir ciertas intervenciones que existen en todos los Estados del mundo organizados autonómicamente, entonces tiene de la libertad una idea tan distante de la mía, que comprendo la antagónica posición de ambos.

Pero el hecho es que la libertad que hoy gozan y que van a gozar los catalanes -según el dictamen primitivo- para la enseñanza en catalán, es plena. Ese sentido del simbolismo lingüístico se ha resuelto, pues, radicalmente, sin escatimaciones, a satisfacción, según las aspiraciones que han expresado los señores catalanes. Mas cuando se ha logrado esto, el simbolismo, de pronto, cambia de rumbo y vuela hacia intenciones muy distintas de aquellas. Ya no se trata de que la vida catalana pueda influir, sin deformación y sin estorbo, en el dócil elemento de su idioma; ya no se trata de llegar, como a una ribera apetecida, al libre uso del catalán, sino que al revés: una vez logrado esto, se hace del libre uso del catalán una posición política firme que signifique un cierto rango jurídico del poder regional de Cataluña, y, además, de ese uso libre se hace un instrumento de polémica y de lucha histórica para ir desalojando el idioma español, y a este simbolismo polémico e institucional, que cabalga sobre aquel otro sentimental que nos parecería tan respetable, a eso es a lo que nos oponemos nosotros radicalmente. (Muy bien, muy bien.)

En una Universidad bilingüe, título que parece anunciar estricta paridad en el trato de dos idiomas, es evidente que la lengua española quedaría en desventaja, aun notando con la más absoluta buena fe en el cumplimiento de todas las ordenanzas, por el simple hecho de que el número de estudiantes de habla española en la Universidad de Barcelona representa sólo un 25 ó un 30 por 100 del contingente estudiantil, como hace días nos recordaba muy oportunamente el señor Guerra del Río, y espero que nadie al oír esto, no ya diga pero ni siquiera piense: «¡ah!, si es superior el número de estudiantes que prefieren la lengua catalana, entonces es justo que ésta prevalezca». No; ése es precisamente el planteamiento de la cuestión que no podemos aceptar: el Estado español, que es el Poder prevaleciente, tiene una sola lengua, la española, y ésta es, por ineludible consecuencia, la que  jurídicamente tiene que prevalecer; la Constitución que habéis hecho no nos permite echar a reñir, como si fuesen dos gallos, ambos idiomas y quedar nosotros como simples espectadores o tal vez haciendo apuestas sobre cuál será  el vencedor; en modo alguno. Muchas veces, escuchando los debates que en torno a las lenguas se han promovido aquí, me pareció que se malentendía el concepto de cooficialidad que a la lengua catalana se otorga dentro de la jurisdicción nacional, porque hay muchas clases de cooficialidad: el sentido, la extensión y el rango de la cooficialidad varían según varíe el oficio cuya es la cooficialidad. En un Estado que como tal fuese bilingüe, la cooficialidad se confundiría en extensión y en rango con el Estado mismo; pero es que en España no hay un Estado bilingüe en modo alguno, lo que hay es un oficio o poder secundario, que es el poder regional, el cual sí es bilingüe, y ésta es la confusión grave que se manifiesta claramente en el caso del idioma, pero que con menor claridad perturba íntegramente la aspiración jurídica del Estatuto; porque en Cataluña no existe sólo el poder regional con la órbita de bilingüismo que lo circunscribe, sino que en Cataluña permanece el Estado, como tal Estado, con su rango supremo, y ese Estado, repito, no tiene más que una lengua, que es la lengua española; por esta razón, aparte otro género de consideraciones o de imposición directa de la ley constitucional, el Estado no puede abandonar en ninguna región el idioma español; puede inclusive, si le parece oportuno, aunque se juzgue paradójico, permitir y hasta fomentar el uso de lenguas extranjeras o vernaculares, es decir caseras (eso es lo que significa la palabra), y conste que al decir vernaculares y al traducirlo en «caseras» no he pretendido, sería grotesco, disminuir en modo alguno todas las posibilidades futuras y toda la magnificencia pasada del catalán (lo digo por sonrisas como de penetración excesiva que me llegaban del lado de la izquierda); decía que puede el Estado permitir, facilitar, el uso de otras lenguas, pero que lo que no puede es abandonar el español en ninguno de los órdenes, y menos que en ninguno en aquel que es el que tiene mayor eficacia pública, como el científico y profesional; es decir, en el orden universitario.

También me hace fuerza –siento mucho que no se la haya hecho a los señores representantes de Cataluña y especialmente al señor Sbert- el argumento, de oriundez también legislativa constitucional, que adelantaba el señor Iranzo, cuando decía que en la Constitución se afirmaba el Poder del Estado para mantener instituciones pedagógicas de todo orden frente a las que cree el Poder regional. Ahora bien, una posición estatutaria, una prescripción de un Estatuto, en la cual se entregue la Universidad, sea al Poder regional, sea a una organización autónoma, y se haga, por tanto, una Universidad única que no es la que directamente depende del Estado, una de dos, o esta prescripción significa, como parece significar, que queda excluida la convivencia con otra Universidad del Estado, o no; si no hay incompatibilidad, entonces tenemos el dictamen primitivo, que expresa como debida la permanencia de las dos Universidades; pero si, como parece más lógico, interpretando el sentido directo de esa voluntad legislativa que algunos pretenden, se dice que la Universidad que habrá en Cataluña será una sola y ésa no del Estado, evidentemente parece que es que se excluye que el Estado pueda mantener o crear allí una Universidad; por tanto, tendríamos que el Estatuto amputaba una facultad del Estado, y como esto va pasando o puede pasar, en forma más o menos clara, en otros lugares del Estatuto, resultaría que éste sería como una tijera metida en la Constitución que dejaba a ésta, y sobre todo dejaba al Estado, lleno de muñones. No conviene, pues, falta de claridad en este punto.

Como veis, aparte la cuestión histórica, aparte cuanto se refiere al asunto íntimo de relación entre las lenguas y sus culturas anejas, es un intríngulis peligrosísimo lo que se manifiesta claramente en esta cuestión del idioma catalán, pero que con menos claridad existe en todo el resto del Estatuto y que nos impide, querámoslo o no, si somos un poco reflexivos, tratar la autonomía de Cataluña como si fuera una autonomía cualquiera. Insisto en esto, señores, porque he oído aquí una vez y otra, certeros argumentos en pro de la autonomía, no la del federalismo, sino de la estricta autonomía, que a todos nos parecían bien, pero que jugaban del vocablo, porque eran referidos al problema de Cataluña, y éste no es un problema exclusivamente de autonomía; ésta que vamos a conceder, la vamos a conceder a una porción de España que inmemorialmente lleva dentro de sí una tendencia al nacionalismo, al apartismo, tendencia frente a la cual nada importaría que unos cuantos, por motivos de estrictas ideologías o por filosofía de la Historia, se opusiesen, nos opusiésemos; pero ese problema convierte en un conflicto gravísimo que trasciende de las dimensiones de lo político para dilatarse en los tamaños de lo histórico, el pequeño detalle; merced a la virulencia de que frente a esa tendencia nacionalista y apartista, hay en los más hondos entresijos del resto del pueblo español una tendencia antagónica hacia un cierto unitarismo, bien que no hacia el centralismo. Si alguien conoce, dentro de Europa y fuera de Francia, un pueblo de espíritu más unitario que España, yo le agradecería sobremanera que me lo comunicase, porque de esta suerte yo aumentaría mi instrucción particular. Yo no lo conozco. Y esa contraposición de reflejos medulares históricos, porque nada menos que de esto se trata, esa contraposición es la efectiva sustancia, como varias veces he dicho, del llamado problema catalán, que es problema precisamente porque no es sólo catalán, sino divergencia grave entre el modo de sentir, respetabilísimo, de muchos catalanes y de la inmensa mayoría del pueblo español.

No se trata, pues, señores, de apreciar, de aforar si es grande o chica, si es intensa o laxa la opinión pública que durante la fecha en curso se manifieste en pro o en contra del Estatuto. Todo esto sería secundario ante la convicción que tenemos algunos de que es el modo de ser profundo del pueblo español el que rechazaría cualquiera solución que dejara herido este su modo esencial de sentir. No se puede hacer política viviendo al azar, bajo la anécdota de lo que en cada momento la opinión pública sostenga o no sostenga; todo eso hay que atenderlo, pero es menester ir a la política con un conjunto, por no decir pedantemente con un sistema, de convicciones firmes, siquiera sobre cómo es profundamente nuestro pueblo, porque sólo así se pueden prever sus graves reacciones.

Lo demás, lo de que en el azar del momento se haya producido o no, o tarde en producirse una manifestación de opinión pública, eso es sumamente secundario. Por tanto, yo no cometo la candidez de apoyarme en una presunta representación mía de la opinión pública, en primer lugar porque no pretendo representar nada, pero además, porque si pretendiera representarla, el Presidente del Consejo, o cualquier otro orador de la mayoría, me exigirían inmediatamente que exhibiese el título, y como la representación de esa poca cosa que es la opinión pública no puede estar escrita en ningún papel, podría afirmar el orador hostil que él también la representaba, y quedábamos empatados. De esta grácil manera quedaba eliminada de la vida política esa cosa que se llama la opinión pública. (Rumores.) No. Lo que yo expreso es una convicción larga, honda, seriamente meditada durante muchos años de cuál es el modo de sentir profundo del pueblo español, y por eso desde la primera vez que hablé, ya en el debate constitucional, os pedí, os rogué que tratarais este punto con suma delicadeza.

Pero se dirá que todo esto es un poco vano, porque la enmienda del Sr. Barnés sostiene que debe haber dos Universidades. ¿A qué, pues, todo lo que he dicho? (El señor Barnés pide la palabra) En efecto, el primer párrafo de la enmienda significa que la Generalidad podrá crear una Universidad, pero que, independientemente de ella, habrá otra Universidad del Estado. Muy bien. Lo grave del caso es que, tras ese párrafo, viene otro párrafo –y salto sobre las cuestiones de Hacienda y de grados, que son, por muchas razones que sabéis, secundarias en este momento-, otro párrafo, en el que se dice que si la Generalidad lo juzga oportuno, podrá proponer al Gobierno que esa Universidad del Estado desaparezca, que queda reducida la enseñanza universitaria catalana a una Universidad única, bilingüe y autónoma. Es decir, ni de la región, ni del Estado; una Universidad con una libertad casi interplanetaria, que sería como de nadie, pero que por de pronto no sería directamente del Estado, como en forma de posibilidad exige la Constitución.

Ahora bien; ese segundo párrafo quiere decir que, al día siguiente de promulgado el Estatuto, la Generalidad puede proponer eso al Gobierno y éste concederlo. De suerte que esta enmienda, que en su primer párrafo prescribe la existencia de dos Universidades, en el segundo se muerde la cola, se traga una Universidad y hace posible lo contrario de lo que en el primer párrafo dice. (Muy bien, muy bien.) Por lo tanto, yo quería dejar a mi espalda todos los razonamientos que se refieren al fondo del asunto, para hacer constar que queda aún otro de máxima eficacia, a mi juicio, y de carácter formal, del cual se prescinde: de qué sea lo que piense cada uno de los señores que van a votar sobre la cuestión misma. Penséis lo que penséis los que votéis esa enmienda, vais a votar en el primer párrafo lo contrario que en el segundo. (El señor Bello: En los dos casos es potestativo. No hay contradicción. – Rumores-. Un señor diputado: Podría prestarse a confusiones tremendas.) Perdone el señor Bello. La ley define un círculo de posibilidades, no sólo al decir «podrá», sino aunque no lo dijera:todas aquellas previsiones que van directamente expresadas por la ley. Cuando el legislador seriamente construye la fórmula de una ley tiene que anticipar, como realizadas, todas esas posibilidades, tiene que ponerse en el caso de ellas. Por lo tanto, la significación plenaria de su realización está ya preformada en la expresión ésa de mera posibilidad.

De suerte que el caso a que me refería antes sigue igualmente vigoroso después de la interrupción del señor Bello. Vais a votar la posibilidad de que eso pase, y como la posibilidad, a poco que ella se descuide, se convierte en realidad, vais a votar por anticipado esa realidad (realidad del segundo párrafo que se burla del primero), vais a votar la burla de vosotros mismos. Esto completamente aparte de que penséis de un modo o de otro; pero cuando se trata de cuestiones graves, cuando vamos a la confección de una ley estatutaria, con todo su rango, parece que debe haber una claridad, una pulcritud, un decoro en la forma y en la expresión del texto legal, que no es fácil de llevar a un caso como el presente. Tendríais que renunciar a ese afán de confundir las cosas y, como se dice tauromáquicamente «al revuelo de un capote», de una dificultad parlamentaria, dejarnos ahí un texto que no honra a la capacidad legislativa de la República. Nada más. (Aplausos en varios lados de la Cámara.)


José Ortega y Gasset
Discurso en las Cortes Constituyentes el día 27 de julio de 1932










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